Año 1923. Una diseñadora francesa presenta, en su salón parisino, la que está destinada a ser su obra más icónica, un modelo rompedor que abriría camino para la introducción del pantalón en el repertorio de la moda femenina. La modista era Coco Chanel, que inspirada por su propia experiencia vistiendo los atuendos de su entonces amante, el Duque de Westminster, presentaba en sociedad su conocido traje tweed, una prenda que se oponía a la dictadura del corsé –gracias a la silueta recta de la chaqueta y la falda a conjunto– y que incorporaba al ámbito femenino la comodidad de un tejido asociado a la moda masculina. Ya en su tiempo, el diseño influenciaría a toda una generación de mujeres jóvenes que buscaban desasirse de cánones caducos para abrirse paso en una realidad masculinizada. El nuevo patrón de feminidad que proponía Chanel encontraría el altavoz perfecto en el Hollywood de los “felices años veinte”. Concretamente, en la irreverente figura de Louise Brooks, actriz que representaba el epítome de la flapper: esa fémina independiente y descarada que frecuentaba clubes nocturnos y flirteaba con el desenfreno: drogas, alcohol, jazz y sexo. Aunque no todas podían permitirse ese tren de vida, el germen estético de la futura androginia consiguió calar hondo… hasta que el crack de 1929 se llevó por delante el espíritu hedonista que había teñido pantallas y pasarelas.

La aparición del traje pantalón en escena se sitúa en el año 1932 y se atribuye a Marcel Rochas, aunque la propia Chanel no tardaría en incorporarlo a su colección. En plena Gran Depresión, la industria de Hollywood volvería a postularse como gran marcadora de tendencias, en este caso a través de celebridades como Marlene Dietrich o Katharine Hepburn. Tanto la alemana como la estadounidense definieron, en el marco del Hollywood dorado, una alternativa al ideal de mujer sumisa y complaciente. Ya desde su primera aparición con esmoquin en Marruecos (1930) de Josef Von Stenberg, Dietrich supo hibridar una sensualidad ambigua y un carácter rotundo. De hecho, más allá de la pantalla, sus preferencias a la hora de vestir, ajenas a los estándares de la época, le costaron la entrada a más de un restaurante. En la actualidad, Dietrich ha devenido una figura ampliamente reivindicada desde la comunidad queer, justamente por esos elementos disidentes que, ya en la década de 1930, la singularizaron como celebridad. Luego, en los años 40, con la entrada de EEUU en la Segunda Guerra Mundial, la incipiente “masculinización” de la mujer –ahora responsable de mantener el país en marcha– se convertiría en norma. Los pantalones, hasta entonces vetados por la confusión identitaria que supuestamente promovían, resultaron un elemento indispensable, ya que la comodidad de su diseño facilitaba muchas de las tareas que ahora debían realizar las mujeres.

Ya entrada la década de 1980, en una entrevista televisada, una anciana Katharine Hepburn era cuestionada acerca de su afición por el pantalón. Sus respuestas a las preguntas de Barbara Walters, tajantes y mordaces, dibujan dos motivos principales: la practicidad y la expresión identitaria. “Hace 50 años me puse unos pantalones y declaré una suerte de camino alternativo”, un camino que rehuía los moldes pétreos para apostar por una cierta fluidez de género. No cuesta evocar imágenes de los personajes interpretados por Hepburn en La fiera de mi niña de Howard Hawks o Historias de Filadelfia de George Cukor, mujeres siempre arrolladoras que se imponían a sus coprotagonistas masculinos vistiendo amplios y cómodos pantalones. En La gran aventura de Silvia, dirigida por Cukor, Hepburn llevaría al límite el ejercicio de androginia interpretando una mujer que, con la ayuda de su atuendo, se hacía pasar por hombre.

Estas ideas frescas y transformadoras encontraron un obstáculo durante las décadas de 1950 y 1960, cuando el rol femenino sufrió una regresión tanto en términos laborales como, por supuesto, en el terreno estético, con la “ama de casa” como arquetipo central. Un retroceso que fue subvertido en 1966 por Yves Saint Laurent, que con Le Smoking para mujeres devolvió a la prenda su relevancia social a lomos de la segunda ola feminista. Con Diane Keaton representando la versión intelectualizada y mediática de esa apertura, el traje pantalón recuperaría su lugar en la reivindicación de otro modelo de feminidad. Como sucedió con Dietrich y Hepburn, Keaton supo poner en juego su espíritu subversivo a ambos lados de la pantalla. Y solo hace falta atender a las apariciones públicas de la actriz (desde los Oscars de 1976 a los de este mismo año) para apreciar hasta qué punto fue ella quién determinó el estilo de la carismática Annie Hall del film de Woody Allen. En lo que resulta una suerte de manifiesto contra la docilidad, Keaton ha encarnado a lo largo de su carrera a una ilustre colección de mujeres fuertes y autónomas, capaces de equipararse e incomodar a sus acompañantes masculinos, desmontando una realidad apaciblemente normativa. Un espíritu trasgresor que es posible rastrear incluso en las comedias ligeras que monopolizan la más reciente etapa interpretativa de Keaton, de El club de las primeras esposas a Cuando menos te lo esperas.

Si nos atenemos a una posible aplicación de estos conceptos estéticos al tiempo presente, sería pertinente imaginar que, tal como ha ido sucediendo a lo largo del siglo pasado, la realidad no ha dejado de evolucionar. Revisando las tesis de Zygmunt Bauman sobre la noción de lo líquido como filtro esencial para comprender la modernidad, recuperamos la idea de que también el género, como ya anticipaba Hepburn, es un concepto fluido. Consecuentemente, resulta posible que una mujer vista prendas típicamente asignadas a lo masculino sin terminar de rechazar su propia feminidad. Y así llegamos al encadenamiento final, a la figura que ha sabido transportar hasta el presente el estandarte revolucionario de Coco Chanel: Tilda Swinton. Ya desde una de sus primeras apariciones en la pantalla, a principios de la década de 1990, en la adaptación de Orlando de Virginia Woolf que dirigió Sally Potter, la británica insinuaba un interés por incidir en esa liquidez. A partir de ahí, la leyenda de su androginia no ha hecho más que crecer, gracias a las caracterizaciones extremas de sus personajes (una vampira en Sólo los amantes sobreviven, una excéntrica anciana en El gran Hotel Budapest, una paródica mandataria en Snowpiercer) y gracias a sus colaboraciones en proyectos de otras icónicas figuras de la fluidez de género como David Bowie. En su faceta más relacionada con el mundo de la moda, Swinton ha servido de musa para diseñadores de todo el mundo y, en definitiva, ha abierto un camino para otras artistas más jóvenes que han seguido su estela, como Cara Delevigne o Kristen Stewart. Esta última compuso en Personal Shopper de Olivier Assayas su particular himno a una visión poliédrica de las expresiones de género a través de la moda.

Ahora, casi un siglo después de la presentación del traje tweed en el salón de Chanel, se nos brinda un marco perfecto para la libre expresión identitaria a través de la vestimenta. Como reza una de las frases más conocidas de la legendaria activista y artista drag queen LGBT+, RuPaul, “todas nacemos desnudas, el resto es drag (atuendo, en su acepción más amplia)”. Ya sea con la intención de romper las barreras impuestas por el binarismo hombre-mujer o como puro ejercicio performático, nuestras transgresiones actuales deben salvar del olvido a las figuras que nos precedieron, y recordar aquel tiempo en que vestir un traje pantalón significaba ir a contracorriente.