Víctor Esquirol (Festival de Sevilla)

Los apenas cuarenta minutos con los que se salda Los páramos pueden considerarse una de las cartas de presentación más poderosas que nos ha dado esta temporada cinéfila. Su director, guionista y co-montador es Jaime Puertas, un estudiante de la ESCAC (Escola Superior de Cinema i Audiovisuals de Catalunya) que aprovechó la realización de su proyecto de graduación para filmar este mediometraje en el que se insinúa una madera de maestro. Ya desde sus títulos de crédito de apertura, la propuesta adquiere formas y ritmos a los que el cine (sometido o no al dogma de lo comercial; obra de recién llegados o artistas consagrados) nos tiene poco acostumbrados. Los nombres de todas las personas implicadas en el proyecto van desfilando lentamente, sin interrupciones, blanco sobre negreo, por la pantalla, en una escritura desnuda y en una tipografía que remite a tiempos pretéritos, abismales.

Y, precisamente, el relevo lo toman las Sagradas Escrituras: “Cuando eran pocos en número, muy pocos, y forasteros, y vagaban de nación en nación, y de un reino a otro pueblo…”. Este extracto de los Salmos de la Biblia es la antesala del esperado despertar de la cámara, que nos ubica en el escenario del título. Lo hacemos moviéndonos al mismo ritmo hipnótico con el que circulaban los créditos. Avanzamos por un espacio vacío, árido, aparentemente desolado, pero que en el fondo contiene algo indeterminado que nos invita a quedarnos. A perdernos. La belleza de las imágenes, captadas de manera sobrecogedora por el director de fotografía Àlvar Riu Dolz, tiene al mismo tiempo algo de sublime y de amenazador; su fuerza parece emanar, principalmente, de los colores con los que el cielo ilumina el espacio. Intensas tonalidades rosadas nos sitúan en una franja del día que no acaba de concretarse. ¿Será el amanecer o el atrdecer? Los extremos se tocan: la noche y el día, quién sabe si la vida y la muerte, o ya puestos, el pasado y el futuro. El presente, en este sentido, se descubre como una especie de limbo, y así mismo se comporta la película.

Jaime Puertas sigue los pasos de Aurora, una mujer definida por su condición de madre y esposa, pero también por su identidad gitana. Al igual que el espacio y la franja horaria en la que nos movemos, el objeto de estudio se concreta por su contexto. De un modo similar, cada secuencia parece estar condicionada tanto por su precedente como por la siguiente. A nivel técnico Los páramos se apoya casi de manera continua en la superposición de estímulos sensoriales. No es que un escenario lleve a otro, sino que se convierte en el siguiente. También, lo que en una escena suena a banda sonora extradiegética, en la siguiente (a la que llegamos mediante elegante transición por fundido) se confirma como ruido ambiente. Cada imagen-situación mancha aquellas con las que colinda por montaje. El antes y el después están igualmente presentes en el ahora, originándose así un hilo narrativo cuya dirección y sentido tienden a dibujar una nebulosa (de conceptos, de sensaciones, de memorias, de anhelos…) y no tanto una línea nítidamente trazada. El efecto resultante no dista mucho al de estar leyendo una historia que no se sabe cuándo empezó, ni cuándo va a terminar.

Más que una fuente de frustración, el no-saber nos alienta a explorar, a intentar comprender, pero no a través de lo que nos pueda sugerir la razón, sino gracias a una combinación casi mágica entre aquello que perciben nuestros sentidos y aquello que intuyen. Entre diálogos naturales y recitaciones teatrales, entre presencias y desvanecimientos… entre el día y la noche, el misterio de Los páramos aguarda desde tiempos inmemorables. Espera, no a ser entendido, sino a ser abrazado, admirado.

Moviéndose en la misma indefinición, aparece Carlos Casas, quien para su nuevo trabajo, Cemetery, se pregunta sobre la posibilidad de encontrar aquello que a lo mejor no exista… o si se prefiere, aquel lugar cuya existencia no puede demostrarse con los medios de los que disponemos. Dicha búsqueda la emprende con maneras de un cine documental que, igualmente, parece tener una actitud más que abierta hacia lo fantástico. Cemetery se abre con unos títulos explicativos que nos hablan de un mito: el del cementerio de elefantes, ese destino (a lo mejor físico, a lo mejor espiritual) hacia el que se dirigen unas criaturas majestuosas. Con esto y una breve conexión radiofónica, el director ya nos pone en contexto. A partir de ahí, las imágenes y sonidos que emanan de los paisajes tienden a lo sublime. Por ejemplo, cuando la cámara se planta en lo más alto de una montaña, vemos cómo su sombra piramidal se extiende por un mar de nubes inacabable, que se extiende, literalmente, hasta el horizonte, hasta donde alcanza la vista.

Dividida en cuatro actos, Cemetery empieza instalada en el territorio de la no-ficción observacional, y poco a poco se va distanciando de ello, adoptando mecanismos más narrativos, que parecen dibujar la clásica estructura de introducción-nudo-desenlace. Eso sí, dicha evolución se efectúa “a cámara lenta”, es decir, sin perder nunca el gusto por la contemplación a fuego lento. Con ello, Carlos Casas parece recordarnos los placeres perdidos de un mundo que lleva largo tiempo olvidado, y en el que el hombre tenía un pacto con la naturaleza (de respeto, de comprensión) muy distinto a las prisas y angustias que se derivan de un ahora marcado por la sobre-explotación de recursos.

Cemetery se mueve (sin miedo a perderse) por la espesura de una jungla que es claramente un ecosistema más sabio que cualquiera de nosotros. Paladeando cada color y ruido propuesto por el medio, este escenario se descubre de repente como un entorno que nos supera, que nos engullirá si intentamos luchar contra él. El respeto y la humildad que perdimos por el camino del “progreso” se recupera a golpe de un deslumbramiento a prueba de efectos especiales. Moviéndose entre lo material y lo impalpable, entre esta vida y la otra, la película acaba alcanzando la quimérica meta que perseguía. Llegada a este punto, la pantalla se desborda, como si la técnica cinematográfica no estuviera a la altura de plasmar esa verdad para la que, efectivamente, no está preparada. Porque a lo mejor para entenderla no se precisa de sofisticación tecnológica, sino de una empatía primitiva.