Manu Yáñez

Tras las cortinas de humo que emergen de las minas de azufre de la Isla de Java, un grupo de trabajadores se enfrenta a los elementos para ganarse un sustento vital. Uno de ellos, Yono, carga de forma melancólica con el peso del abandono de su mujer. Un lastre del que se intentará liberar mediante rituales propios del animismo, el islam y el capitalismo más salvaje. Estamos en el corazón de Mbah Jhiwo (Alma anciana), la ópera prima del cineasta barcelonés Álvaro Gurrea, quién parece invocar un cruce alquímico de los imaginarios de Jean Rouch, Werner Herzog y Apichatpong Weerasethakul para estudiar las costumbres y creencias de una cultura tan lejana, y a la vez tan próxima. Filmada a lo largo de cinco años, en un intenso proceso de colaboración entre el cineasta y los protagonistas de la película, Mbah Jhiwo articula un discurso de corte etnográfico, a medio camino entre lo conceptual y lo sensorial. Los diferentes estratos históricos, condensados por el colonialismo y la globalización, aparecen sintetizados en gestos que la cámara de Gurrea captura desde una perspectiva privilegiada: plegarias, baños purificadores, sesiones de aeróbic, sublimes paseos en moto, trances colectivos… Mbah Jhiwo se ha estrenado en la sección Forum del Festival de Berlín y, en la siguiente entrevista, su director comenta las decisiones, procesos y aprendizajes que han guiado la realización de su magnética primera película.

¿Cómo se gestó y tomo forma el proyecto de Mbah Jhiwo?

Cuando surgió la idea de hacer la película, llevaba dos años viviendo parcialmente en Indonesia por otros proyectos. Allí tenía unos compañeros de trabajo que eran javaneses y me llevaron a conocer la región del este de Java. Una de las atracciones turísticas era conocer el volcán Kawah Ijen, ver el “fuego azul”. Al llegar allí, quedé fascinado por el lugar y tuve el impulso de ponerme a filmar con mi cámara de fotos. Sentí una pulsión muy fuerte que me conectaba a aquel lugar y al espectáculo visual que tenía ante mí. Ese fue el germen inicial del proyecto. Luego, un amigo que era de aquella región me introdujo a su familia. Ellos terminaron protagonizando la película. Todos viven en casas contiguas en el pueblo de Bulusari. Tras aquel primer contacto, en el que mi amigo me ayudó a no ser recibido como un extraño, decidí ir solo a la aldea y pasar dos semanas conviviendo con la gente y filmando. Hace casi cinco años de aquel primer rodaje. En un principio, la idea era filmar un documental, pero el proyecto se fue transformando a medida que yo evolucionaba como cineasta, que nos íbamos conociendo con las personas que aparecen en la película y que ellos iban ganando en seguridad frente a la cámara. Ese ha sido el recorrido.

Una vez instalado allí, ¿cómo fue germinando la cara más narrativa del film, desde la premisa de la separación de una pareja hasta las diferentes muertes de la figura de la madre del protagonista?

Después de aquel primer rodaje, volví a ir tres semanas a Bulusari con mi amigo Aleix Fernandez, que es cineasta. Esta vez fuimos con un equipo de sonido y con una cámara mejor. En aquel momento, el proyecto todavía era marcadamente documental, pero se inició una transformación. Fue cuando decidimos trabajar con planos fijos y empleando un solo plano para cada escena. Por un lado, era una opción práctica, que nos permitía sacar partido de los recursos con los que contábamos. Y, por otra parte, había una cuestión moral: yo controlaba el encuadre, pero a partir de ahí había mucha libertad para el desarrollo de la acción, para el movimiento de los personajes.

En ese segundo rodaje, y a partir de la observación de la cotidianeidad del poblado, muy vinculada a diferentes rituales, tomé conciencia del modo en que, en ese espacio, convivían de forma muy condensada y viva estratos culturales que pertenecen a momentos históricos que, desde la perspectiva occidental, consideramos muy alejados en el tiempo. Por la evolución colonial de Indonesia, diferentes valores, modos de vida y creencias conviven de manera viva. Ahí encontramos relaciones muy curiosas, por ejemplo, entre un jaranan, que es un ritual para liberarse de una posesión, y una sesión colectiva de aeróbic, que se supone que debe tener un efecto purificador. Al final, en Bulusari, los mitos del animismo, el Islam y el capitalismo se reflejan los unos sobre los otros.

Supongo que de ahí surgió la estructura de la película en tres bloques, puntuada por las visitas al chamán, al imán y al vendedor de criptomoneda.

Sí, tres bloques que corresponden a tres estratos de creencias, tres estratos míticos que conviven en Bulusari. En el desarrollo de esta idea, de esta estructura, fue importante mi paso como alumno por el Máster de Documental de Creación de la Universitat Pompeu Fabra. Además de la estructura en tres bloques, necesitaba tejer un cierto arco narrativo, con inicios y finales que remitiesen a una triple-repetición. Para mí, era importante que los tres bloques tuviesen una estructura paralela para no caer en un posible moralismo o juicio de valor. Al final, el germen narrativo me lo dio mi propia experiencia del lugar. La primera vez que fui a Bulusari, Yono Aris Munadar, el protagonista de la película, estaba casado con una mujer. Cuando volví a ir, aquella mujer le había dejado y él estaba sufriendo por el abandono. Luego se casó con otra mujer, Olive, a la que conocí en otro viaje, pero ella también le dejó. Después, se reconciliaron y ahora viven juntos. Pero me llamó la atención el modo en que Yono parecía atrapado en ese drama que surgía de forma cíclica. Pensé que podía ser interesante trabajar en torno a esa aflicción de Yono, buscando tres actos de fe con los que intentar cambiar su destino. Esa idea del abandono abría cada uno de los ciclos, y luego, para cerrarlos, trabajé la idea de la muerte de la madre. Debo decir que no he racionalizado mi trabajo con estas figuras femeninas. No sé qué pueden simbolizar. Debe haber algo ahí que escapa a mi consciencia. En todo caso, me gusta que quede abierto.

Algunos de los actos de fe que exploras son peculiares, como el deseo del personaje de viajar a la Meca, o sobre todo la compra de las criptomonedas.

Son historias bastante verídicas. En uno de los viajes, descubrí que por la región había gente llevando a cabo una estafa piramidal basada en la venta de esta supuesta criptomoneda llamada Nilecoin. Y lo de los peregrinajes a la Meca también es muy común. Hay carteles por todas partes anunciando estos viajes, que se han puesto de moda allí. Es sorprendente, porque la carga económica para ellos de ir a la Meca es impresionante, pero aún así hay mucha gente que lo hace porque la fe es enorme. En la película, vemos a la madre de Yono referirse a la importancia de ese viaje y esa es una charla espontánea, verídica.

En la película, sorprende la naturalidad con la que los personajes/personas se mueven frente a la cámara. ¿Cómo fue el proceso de trabajo con ellos?

En mi primera estancia de dos semanas, yo no hablaba indonesio, lo aprendí después. Así que nuestra forma de relacionarnos era el cine. Yo les filmaba y ellos me mostraban lo que les parecía más interesante de sus vidas. En esa fase, ya se acostumbraron bastante a estar frente a la cámara. En los siguientes rodajes, filmábamos planos muy largos, así que el condicionamiento inicial se desvanecía después de un rato. Se olvidaban de que la cámara estaba allí y charlaban con naturalidad, improvisando. Luego, a través del imán del pueblo, que habla y escribe inglés bien, traducíamos las conversaciones en idioma osinj que habíamos grabado, y a partir de esos diálogos, que eran muy interesantes, fui construyendo situaciones. En el último rodaje, de finales de 2019, filmamos el 90% de las escenas que están en la película, y lo hicimos con un guion relativamente cerrado. Justo antes de filmar cada escena, les pasaba el guion; ellos captaban los temas y el desarrollo de la situación, y luego la ejecutaban con una soltura increíble, improvisando mucho porque estaban acostumbrados a estar frente a la cámara. Algo bonito es que, en cada fase del proyecto, pensábamos que estábamos en la fase de rodaje definitiva. A lo largo de los cinco años de trabajo, nunca nos tomamos los rodajes como ensayos o preparativos para algo que estaba por venir. Siempre sentíamos que estábamos haciendo una película. El compromiso de los actores con la película fue algo increíble. Para mí, es un misterio bellísimo el modo en que gentes de diferentes culturas nos hemos unido de forma muy intensa en torno a la realización de una película tan singular.

Me gustaría preguntarte por la dimensión más plástica y conceptual de la película, en la que se percibe un trabajo sistemático en torno a los elementos naturales: el humo en la mina, las fogatas, las escenas recurrentes de Yono limpiándose el cuerpo con agua. ¿Eras consciente de esta disección elemental de la naturaleza o fuiste trabajando de manera más instintiva?

La idea era explorar el modo en que los diferentes mitos articulan la relación entre la naturaleza y el ser humano. El humo tiene un gran valor simbólico: el modo en que va generando unas cortinas que nos permiten ver y no ver puede dar pie a muchas lecturas. Al principio de la película, el volcán tiene un valor muy místico, y se percibe una continuación de esto cuando, luego, tratan a la madre con azufre para intentar curarla. Hay una creencia animista sobre el volcán. En la segunda parte, ese mismo volcán es un lugar de penitencia y trabajo muy duro. Y en la tercera parte, el volcán deviene un espectáculo turístico.

En cuanto a la idea del volcán como penitencia, es impresionante, desde el principio de la película, ver como tosen los mineros mientras trabajan. El impacto de ese humo en la salud de los mineros debe ser terrible. Imagino que también debió ser duro para el equipo de rodaje.

Sí, era una salvajada estar bajo esa nube de humo. Cuesta entender por qué se da esa situación, por qué se exponen a esas condiciones tan duras. Eso supera mi capacidad de comprensión. Y hacia allí va la película, donde se explora nuestra incapacidad de hallar una explicación racional para esa realidad. Hay que decir que todos esos trabajadores son totalmente autónomos, no tienen un compromiso con nadie más a la hora de ir a trabajar. Cuando están muy afectados por un exceso de trabajo, paran un tiempo. No llegan a destrozarse, pero el nivel de exigencia de ese trabajo es descomunal. En cuanto a ese aspecto de la película, una influencia clave fue El mito de Sísifo de Camus y su estudio de un absurdo inabarcable que, pese a todo, no evita que el ser humano siga adelante con dignidad, aún sabiendo que la quimera que se propone es inalcanzable.

Mientras veía las escenas del volcán, pensaba en La quimera del oro de Charles Chaplin y en el universo de Werner Herzog. También, en clave contemporánea, pensaba en la obra de Lisandro Alonso y de Apichatpong Weerasethakul.

Estos dos cineastas contemporáneos han estado muy presentes en mi cabeza durante la realización de Mbah Jhiwo. El cine de Apichatpong lo conocía desde antes de iniciar el proyecto y siempre me ha gustado su modo de moverse por diferentes dimensiones; el modo que tiene de crear un tiempo fílmico en el que se cruzan realidad, memoria, sueño… A nivel formal y estético, Apichatpong me parece una delicia, es uno de mis directores favoritos. Luego, descubrí el cine de Lisandro Alonso cuando ya tenía la película más avanzada. Recuerdo que, durante el último rodaje, me di cuenta de que debía seguir el rumbo que me marcaban La libertad o Los muertos. Quizá es por el tipo de personaje, un poco a la deriva.

Quizá es la idea de un personaje que es a la vez hermético pero expresivo.

Sí, creo que la clave es el misterio que hay en los personajes de Lisandro Alonso. Un misterio no del todo articulado. Eso es lo que sentía que Yono aportaba a Mbah Jhiwo.

Por otra parte, en tu película muestras unas pinceladas de autorreflexividad, cuando por ejemplo muestras al imán del poblado comentando ante la comunidad su alegría por aparecer en tu película. Y luego, hacia el final, la propia cámara, el dispositivo, toma un peso en la representación.

Esta cuestión metacinematográfica no estaba preconcebida. No teníamos claro que fuésemos a jugar a eso. La escena final, que es como un epílogo, es otra cosa, juega en otra dimensión. Pero el conjunto de la película va desde el extremo de una ficción performativa, completamente alejada de la realidad, hasta el documental puro. Para mí, lo interesante es que el espectador no tenga del todo claro en qué punto está, qué es documental, qué es ficción, qué es verídico… Me interesa esta ambigüedad porque pienso que la propia vida funciona de esa manera, a partir de un cuestionamiento permanente acerca de lo real, de nuestras ilusiones, sueños. En este sentido, la película comienza con una escena de ficción, en la que una mujer decide abandonar a su marido. Y también está, claro, la muerte de la madre, que ocurre en varias ocasiones. Pero luego te encuentras con ese momento de ruptura en el que un personaje admite que está apareciendo en la película. Se revela de manera explícita la dimensión documental. Tuvimos una discusión larga con Manuel Muñoz Rivas, el montador de la película, y la productora Rocío Mesa sobre si debíamos dejar esa escena en la película, y decidimos dejarla porque daba solidez a un momento de ritual colectivo –el imán está hablando a toda la comunidad– y porque mostraba con claridad un extremo de la dialéctica ficción-documental.

Luego está el final de la película, en el que pareces renunciar al control, dejando la cámara en manos de otro.

Sí, ahí pierdo por completo el control. Lo único que pude controlar es que filmamos esa escena tres veces. Más allá de eso, no podía fijar nada. Para el final de la película, me parecía interesante introducir el juego de miradas entre sujeto y objeto de la representación.

Mbah Jhiwo pasó por el work-in-progress del Festival de San Sebastián. ¿Qué impacto tuvo en la finalización del proyecto?

El hecho de no pertenecer al mundo del cine antes de hacer esta película, ni siquiera como espectador, creo que me ha dado una cierta libertad a la hora de afrontar el proyecto. Fue cuando inicié la película que empecé a descubrir un cine que me parecía muy interesante, desde Apichatpong a Albert Serra. Recuerdo el impacto que supuso descubrir Honor de cavalleria y ver que otro cine era posible. Descubrí un camino que valía la pena recorrer. El paso por el Máster de la Pompeu Fabra fue muy importante porque allí descubrí más referentes, y pude debatir sobre diferentes aspectos de mi película con gente como Marie-Pierre Duhamel Muller, que fue una gran maestra. Ahí se dio una evolución importante.

Luego, la primera sorpresa, una vez el proceso de la película ya estaba avanzado, fue que nos seleccionaran en el programa ParisDOC de Cinéma du Reél. Terminamos el rodaje a finales de 2019. En el último rodaje, conté con un sonidista y un ayudante de dirección, y con ese material hicimos un primer rough cut que fue seleccionado por Cinéma du Réel. Ese fue un punto de inflexión, ya que supuso que la industria nos empezara a conocer. Antes de eso, habitábamos un espacio de relativa marginalidad, en el que nos beneficiamos mucho de los contactos que nos podía ofrecer Rocío Mesa, nuestra productora. A partir de ahí, fuimos al Merché du Film de Cannes, y tuvimos contacto con varios festivales. Pese a la dificultad de tener que terminar la película en el contexto de la pandemia de Covid, salimos adelante y, en el Festival de San Sebastián, pudimos mostrar la película por primera vez en una sala. Allí fue donde vio la película un programador del Forum de la Berlinale.

¿Y qué sentís al poder estrenar la película en la Berlinale?

Estar en la Berlinale tiene un punto casi surrealista. Cuando recuerdo el rodaje, hecho con mínimos medios y con grandes incertidumbres, me parece increíble que estemos en la Berlinale. Es un gran premio para todo el trabajo realizado, tanto a nivel físico como a la hora de dar sentido a la película. Al trabajar con código extraños, durante el proceso de realización a veces me preguntaba si todo eso tenía un sentido. A este respecto, encontrar sensibilidades afines en la gente de Cinéma du Reél, San Sebastián o el Forum de la Berlinale ha sido muy gratificante. Y, claro, todos nuestros amigos en Java están muy entusiasmados. No saben muy bien qué es la Berlinale, pero ven que hemos llegado a un lugar importante.

Respecto al futuro de la película, mi deseo es que pueda verse en el mayor número de salas posible, y eso, en gran medida, dependerá de que la película pueda tener un recorrido por festivales que se hagan de forma presencial. Esperemos que la Berlinale pueda celebrar su fase presencial en junio.

¿Tienes algún proyecto en marcha?

Me gustaría poder hacer algo con un personaje que aparece en Mbah Jhiwo que se llama Sumito. Es un hombre sordomudo que, en la película, aparece conduciendo una moto enorme y que, en la ficción, es el vendedor de Nilecoin. Es un personaje fascinante. En realidad, es un minero. Es sordomudo y vive en una marginalidad radical, en gran medida porque no conoce el lenguaje de signos. Se comunica a través de un lenguaje que comparte con su familia y alguna gente del poblado. Es una persona muy inteligente y un gran artesano de la madera, construye muebles. Pero, además, él supo ver el negocio que podía hacer con los trabajadores de la mina, que acostumbran a ser las personas con mejores ingresos del pueblo. Así que se las ha ingeniado para convertirse en el prestamista del pueblo. Tiene todo un sistema de créditos y es el acreedor de la mitad de la aldea. Para rematarlo, Sumito aprovecha su condición de sordomudo para conseguir bastante dinero pidiendo limosna a los turistas. De hecho, la mayoría de los mineros pide limosna simulando estar hambrientos, aunque luego, en la intimidad, se ríen de la ingenuidad de los turistas. A lo fascinante del personaje, hay que sumarle el interés de Sumito por las imágenes. Siempre que rodábamos, me pedía la cámara para hacer fotografías, sobre todo en el volcán. Mi idea es intentar hacer una película en la que veamos cómo Sumito construye su propia película. De este modo, confrontaríamos el modo en que él se presenta a sí mismo a través de una ficción con mi mirada más documental.