Manu Yáñez

Abrazando, hasta las últimas consecuencias, un principio de incertidumbre, Mudar la piel deviene un film esquivo como pocos. Y ahí radica su mayor virtud: ¿cómo explorar sino la personalidad de un espía –Roberto Flórez, antiguo miembro del CESID, condenado por traición– experto en encubrir su identidad? Y, en este mismo sentido, ¿qué mejor manera de cuestionar la crónica oficial del conflicto vasco –siempre proclive a la polarización– que aceptando un cierto grado de ambigüedad? En la película de Ana Schulz y Cristobal Fernández, la necesidad de trascender una verdad inmóvil emerge por todas partes: en unas imágenes que tienden a la opacidad y, sobre todo, en el retrato íntimo de Juan Gutiérrez (padre de Schulz, la directora), un mediador en el conflicto vasco que medita sobre su amistad con Roberto, el espía, esquivando cualquier reparto de culpas. Así, entre el documental familiar, el thriller de espías y el ensayo sobre lo inasible de la identidad humana, Mudar la piel propone un sugerente cuestionamiento de las certezas históricas y las formas fílmicas.

A continuación, presentamos un diálogo, realizado por e-mail, en el que Schulz y Fernández diseccionan, con profusión y generosidad, las claves temáticas y formales de su ópera prima, que estrenan estos días en el Festival de Locarno. Nacida en Hamburgo en 1979, Schulz debuta como cineasta tras una trayectoria dedicada a la fotografía, la radio y la gestoría cultural. Por su parte, Fernández (nacido en Madrid en 1980) fue el creador de la revista de cine Cabeza Borradora y, como montador, ha trabajado en películas como Mimosas de Oliver Laxe o L’âge atomique de Héléna Klotz.

En un momento de Mudar la piel, Juan Gutiérrez apunta su desconfianza respecto al método de “esa película sobre la Shoah”, en referencia a la búsqueda de una cierta verdad inexpugnable por parte de Claude Lanzmann. Vuestra película plantea una relación con lo real más lúdica y libre. A nivel conceptual, lo más llamativo es la hibridación de documental y elementos de ficción; mientras que, a nivel genérico, la película deambula entre el documental y el thriller de espionaje. ¿Cómo disteis con esta fórmula para aproximaros a una realidad tan opaca como fue el diálogo entre ETA y el Estado español?

La verdad es que no fue algo pensado de antemano sino que fue el propio proceso el que nos indicó el camino y la forma que debía tener la película. Al igual que el personaje de Roberto, el espía, que muda su piel y va transformando su manera de ver el mundo, a nuestra película le sucede algo parecido. La única intuición clara que teníamos era que nuestra película debía dialogar con lo que nos sucediera. Al final fueron cuatro años filmando y montando al mismo tiempo, y en los que pasaron muchas cosas que hicieron tambalearse a la película. También nosotros como cineastas fuimos cambiando a su ritmo. De ahí quizás esa sensación híbrida de registros que manejamos. Nuestro universo basculaba entre La conversación de Coppola y el cine ensayo de Chris Marker. En cualquier caso no creemos demasiado en la separación de géneros sino más bien en un cine que no se constriña a sí mismo en términos formales. Sí nos parecía que esa variedad permitiría hablar del conflicto vasco de una manera muy diferente a la habitual en el cine español, en la que lo documental se entiende en un sentido muy cerrado, muy en relación a un concepto informativo del que nosotros queríamos huir. Ante todo, no queríamos hacer una película en la que el tema estuviera por delante. Queríamos que del retrato de los personajes fuera desgajándose una mirada distinta sobre el conflicto vasco. Creemos que la mirada de una película contiene un pensamiento sobre las cosas mucho más poderoso que cuando uno quiere decir cosas de manera unívoca, como a menudo sucede en los acercamientos al conflicto vasco.

En otro momento del film, Juan defiende que “en el otro hay misterio”. Y mientras, a nivel formal y plástico, Mudar la piel va empleando elementos que acentúan la incertidumbre del retrato de la amistad entre Juan y Roberto: la fotografía borrosa del propio Roberto, la presencia de vidrios esmerilados, planos desenfocados o en claroscuro, imágenes filmadas a través de espejos, la aparición de la niebla… Un repertorio que hubiese encandilado a Abbas Kiarostami ¿Cómo fuisteis dando con estas ideas visuales que apoyan vuestro trabajo con la ambigüedad?

Una de las enseñanzas de Juan consiste en no juzgar al otro, en aceptar que hay un lado ignoto en todos nosotros y que tratar de saberlo todo sobre el otro es algo infantil. Para nosotros Roberto representaba eso en un sentido muy profundo. Al filmarle sentíamos esa incertidumbre continua que proviene del “otro”. Al fin y al cabo, un espía no deja de ser un actor, así que en cierto sentido teníamos que reflexionar sobre ese hecho y aceptarlo. A veces arrojar sombras es igual de importante que alumbrar y esclarecer las cosas. Y teníamos la sensación de que el espía se escapaba de nuestros intentos de apresarlo. De ahí ese universo visual lleno de dobleces, reflejos, sombras, nieblas… También ahí conectábamos con la tradición del cine de espías en el que la sombras y la duda de las apariencias siempre tienen un papel preponderante a nivel estético. Quizás lo singular de Mudar la piel sea que introducimos todo esto en una película documental en la que parece que uno debe ceñirse estrictamente al registro de la realidad. Sin embargo, nos interesaba que el espectador también reflexionara sobre la forma que le proponía le película. Hasta el punto de que, según avanza, nosotros mismos también aparecemos como personajes que vamos exponiendo incluso nuestras dudas como cineastas al espectador.

Mudar la piel se presenta como la búsqueda de una imagen, la de la figura esquiva de Roberto, el espía del CESID. En un momento, acerca de la naturaleza de su relación con Roberto, Juan apunta que tiene dudas, “pero no tengo ninguna intención de resolverlas”. Durante el proceso de realización del film, ¿llegó un momento en que abrazasteis el misterio con esa misma convicción? La película puede verse como un choque entre la búsqueda de certezas (a casi cualquier precio) y la aceptación del misterio.

Sí, esa tensión siempre estuvo presente. Aceptar que como cineastas no podíamos alcanzarlo todo, ser consciente de dónde estaban nuestros límites pero al mismo tiempo, constatar que las zonas grises muchas veces son más interesantes. El cine puede acercarse al misterio haciendo que se sienta, pero en cualquier caso no resolviéndolo. Lo mismo que Juan, nosotros tratamos de afrontar esa imposibilidad de esclarecerlo todo quedándonos con la zona gris que nos interesaba especialmente. Es muy fácil, y todos lo hacemos, juzgar al espía y definirlo como enemigo. Lo singular de Juan es la superación de ese encasillamiento. La aceptación de que uno no puede controlarlo todo. Nosotros, a nuestra manera, intentamos entender esa manera de ver las cosas de Juan respecto a su amigo, y descubrimos la dificultad de hacerlo.

Me ha resultado profundamente emocionante ver la convicción con la que Juan “cree” en su amistad con Roberto, una especie de fe desprejuiciada, un humanismo verdadero. Pensar en cómo podría ser la realidad española actual si nuestros políticos tuvieran esa misma confianza e interés en el otro causa verdadera desazón. Mientras hacíais la película, ¿erais conscientes de sus posibles resonancias contemporáneas?

Sí que intuíamos que en cierto sentido esa singular amistad entre el espía y el espiado podía tener resonancias en lo que estaba sucediendo en el final de ETA. La lógica de vencedores y vencidos podía aplicarse aquí y nuestra idea siempre era superarla. Mientras filmábamos, ETA abandonaba la lucha armada de manera definitiva y se abría un nuevo escenario. Es cierto que últimamente muchos relatos han venido a reflexionar sobre lo ocurrido en los últimos 40 años en Euskadi y en cierta manera sabíamos que dialogaríamos con ellos. Pero en cualquier caso nuestra intención nunca fue hacer una película sobre el conflicto vasco, sino contar la historia de una familia que tenía una relación privilegiada con la historia política de España de los últimos decenios.

Mudar la piel ofrece un retrato incisivo de las sombras de la historia reciente de España. El film evidencia la reticencia del estado a adoptar el diálogo honesto como mecanismo político central. ¿Os parece que Mudar la piel cubre un vacío en la crónica histórica que va de la Transición hasta la actualidad?

Teníamos la oportunidad de reflexionar sobre el terrorismo y el papel del Estado en España desde un punto de vista privilegiado. Tanto la historia de la insólita amistad entre Juan y Roberto, como la de la hija que interroga a su padre sobre ello, nos permitían reflexionar sobre el conflicto vasco pero sin hacerlo de manera directa. Hay una idea política en esta forma de entender la realidad, de reflexionar sobre las pequeñas historias que defendemos bastante. Además eso tiene mucho que ver con la manera de Juan de abordar políticamente la mediación entre las partes enfrentadas en un conflicto armado como puede ser el de ETA y el Estado español. Abogar por el entendimiento implica ceder, entender al otro en su globalidad, incluyendo sus zonas oscuras. Parece que nuestra política institucional está muy lejos de algo así. Pero insistimos en que no queremos sentar cátedra sobre un tema que excede el marco de una película. Pensar lo contrario es de nuevo no ser consciente de los límites que uno maneja como cineasta. Además que en cierto sentido nos parecía que lo más trascendente al final era el retrato concreto de la amistad de Juan y Roberto. Si hay algo universal en Mudar la piel es precisamente este aspecto. Éramos conscientes de que debíamos trabajar en varios niveles de lectura. Habrá espectadores que miren la película en una clave más política y otros que empaticen más con el triángulo que forman Ana, Juan y Roberto.

Mudar la piel ha contado con el apoyo del ICAA y del Gobierno Vasco, y ganó el premio del Mercado MECAS del Festival de Las Palmas (bajo el título de Mi espía íntimo). Dicho esto, ¿cuánto de difícil ha sido producir un proyecto como este, tan singular y difícil de clasificar?

Esta es una película que nace con un espíritu de guerrilla muy fuerte. Nosotros empezamos filmando solos en un contexto de intimidad familiar. Lo hacíamos todo juntos. La imagen, el sonido, el montaje… Sin embargo, casi desde el principio, tuvimos el apoyo de Leire Apellaniz y de Juan Barrero que en seguida nos impulsaron como productores y también a nivel creativo. La película empezó como un rodaje a cuatro manos y fue mudando hacia algo más grande con la incorporación en el sonido de Alazne Ameztoy y de Fraçoise Polo como ayudante de dirección. El premio MECAS fue sin duda un gran apoyo, y por supuesto Antaviana Films que nos permitió hacer una postproducción de lujo. Dos meses de montaje de sonido con Jonathan Darch y el etalonaje con Mauro Herce. Para una película tan pequeña como la nuestra poder acabar bien la película en un sentido material ha sido algo muy importante.

¿Qué sentís ante la perspectiva de estrenar Mudar la piel en un certamen de tanto prestigio internacional como el Festival de Locarno?

Pues sinceramente no estaba en nuestras cabezas para nada. Es un festival con una historia increíble y con una selección cinematográfica inigualable. Es un regalazo porque sabemos que nos va abrir el camino hacia muchos otros festivales y esperamos que pueda hacer que Mudar la piel sea vista por muchos espectadores, también en España donde es tan difícil llegar al público en las salas.