Manu Yáñez

El Festival de Locarno de 2022 ve nacer a un cineasta que piensa, aunque más que un bautizo, la película Matadero debería entenderse como un nuevo comienzo en la trayectoria de Santiago Fillol. No estamos ante la obra de un debutante. Después de codirigir en 2009 el documental Ich bin Enric Marco –sobre la opaca historia de un español en la Alemania de Hitler–, el argentino (afincado en Barcelona) colaboró en los guiones de Mimosas y O que arde, ambas dirigidas por Oliver Laxe, obras tocadas por una ambición estética desbordada y guiadas por la búsqueda de arrebatos místicos y emocionales. En paralelo, la labor de Fillol como investigador cinematográfico en la Universitat Pompeu Fabra ha dado frutos tan destacados como el libro Historias de la desaparición, un estudio del fuera de campo como territorio de negociación entre lo visible y lo invisible (en el cine y la Historia), de Jacques Tourneur a David Lynch. Así, más que como una ópera prima de ficción, Matadero se presenta como el punto de encuentro, y a la vez nodo germinal, de los intereses del teórico y cineasta, de la comprensión de la Historia como un conjunto de pliegues especulares a la búsqueda de los límites de la praxis y la representación fílmicas.

Inspirada en el relato El matadero de Esteban Echeverría, Matadero, que se estrena estos días en la sección “Cineasti del presente” de Locarno, propone una arremolinada reflexión sobre la lucha de clases, la militancia revolucionaria y la tiranía del poder mediante una colisión entre tres tiempos históricos: 1840, 1970 y la contemporaneidad. Aguerrida y afectiva, fulgurante y melancólica, Matadero se alimenta del idealismo de sus protagonistas –gente comprometida con la creación artística y la disidencia política– para componer un retrato en fuga del carácter indomable del cine y de las fracturas sociales instigadas por el capital y el imperialismo. Para explorar el cuerpo y los contornos de Matadero, conversamos con su director acerca de sus misterios, sus cimientos teóricos, sus personajes apasionados y contradictorios, y sus referentes fílmicos y literarios.

Me gustaría empezar preguntándole por el trabajo con los diferentes tiempos históricos que confluyen en Matadero. Por un lado, está la Argentina de mediados del siglo XIX, que Esteban Echeverría evocó en su cuento El matadero, un periodo que la película superpone, a través de la metaficción, con 1974, el año de la muerte de Perón. En la vinculación entre estos dos tiempos, se percibe una reflexión sobre la perpetuación de la lucha de clases, o el choque entre revoluciones populares y asesinatos oficiales. Pero Matadero también pone un pie en la contemporaneidad, aunque se juega con un cierto anacronismo cuando la voz (en off) de la narradora habla desde el presente con su voz juvenil, su voz del pasado. En el presente, se muestra la polémica que genera la proyección de una película de 1974 que reabre, violentamente, heridas del pasado. Esta apelación al presente, además de como una reivindicación del ejercicio de memoria, puede leerse como un comentario sobre la necesaria conservación de imágenes vinculadas a las abyecciones históricas, incluso cuando se trata de imágenes que pueden resultar incómodas. ¿Cómo fue el trabajo conceptual con estos tres tiempos históricos?

Decidimos que la mejor manera de trabajar un relato fundacional como El Matadero de Echeverría, escrito hacia 1840, era espejarlo desde otra época. Nos propusimos mirar las violencias clasistas de los orígenes de un país marcado por brutales desequilibrios sociales desde la década de 1970, en la que se discutió radicalmente esa desigualdad. El cine dentro del cine es el instrumento que nos permite acercarnos a la historia de Argentina y sus conflictos sociales de un modo sencillo, ya que permite superponer a cada momento tiempos y condiciones sociales distintos en los mismos planos y personas, como el vestuario de 1850 y el de 1970, que se superpone orgánicamente en los actores. Así las tensiones de lo representado pasan del plano al fuera de campo con un ritmo natural y vertiginoso a la vez: jóvenes militantes que hacen el rol de patrones y no quieren seguir encarnándolo, un peón que va más allá de la sumisión arquetípica de los subalternos, y pasa desde lo representado a lo real… Las tensiones de clases, y las intenciones de ir más allá de ellas, estallan desde lo representado hacia lo que desborda toda representación. Algo que genera la colisión de puntos de vista diferentes (de épocas y clases), encarnándolos en una misma escena: ninguno de ellos agota o se impone al otro; algo que permite la posibilidad de diversas lecturas sobre lo visto.

En relación al tratamiento de época, buscamos evitar la típica recreación histórica: no nos interesaban los fetiches del tipo pantalones pata de elefante, patillas, etc, sino los mecanismos más profundos de la época: ¿Qué deseaban los 70’? Hacer algo “bigger than life”. ¿Y qué temían? No llegar a realizarlo: que el barco de Herzog no trepase la montaña, que la selva vietnamita de Coppola no fuese una locura, que una revolución no se consumara… En Matadero se trabajan las articulaciones, las pulsiones de una época y de su cine, no sus explicaciones.

El cineasta americano que protagoniza Matadero quiere rodar algo más real que toda representación real. Cuando su productor le dice que ya no hay más dinero para seguir rodando a gente matando vacas, él responde “The cows they die for real. The blood is real. If we don’t feel that, it doesn’t work” (“Las vacas mueren de verdad. La sangre es real. Si eso no se siente, no funciona”). Esta es una pulsión muy característica de los setenta. Coppola descuartizando un animal para alegorizar la matanza de Kurtz, diciendo “mi película no es sobre Vietnam, es Vietnam”. O Herzog empujando realmente a un montón de gente a empujar un barco por una montaña: no una representación, algo más grande, más real, que cualquier representación. Esa pulsión también estaba en los revolucionarios: tener una experiencia más real que cualquier vivencia, cambiar el mundo, marcar un antes y después; algo que fuese más allá de la muerte individual en nombre de una causa más importante. Sobre ese mecanismo tan profundo de una búsqueda de algo absoluto, de algo “bigger than life”, se entretejen y tensan los polos del cineasta y los militantes en Matadero. Ambos buscan ese “más allá” de toda representación, ese “más real que lo real”… Y esas búsquedas los conducen hacia la escena final del film que ambos van a rodar, trágicamente, con pulsiones semejantes e intenciones muy contrapuestas.

En relación al “presente” de la sala de cine, donde décadas más tarde se proyecta esa película maldita, que no sabemos si podemos o debemos ver, y que solo ven los espectadores de esa sala… ese espacio del presente es como un limbo donde la ficción sobre 1840 y el rodaje de 1974 fantasmean oscuramente entre sí. Es el lugar del relato, el sitio matriz desde donde brotan todos los fuera de campo que ese relato proyecta. Y creo que todo espectador está maduro para experimentar y pensar un fuera de campo: para que cada ojo pueda juzgar por sí mismo un fuera de campo, parafraseando al gran suizo.

Como apunta, Matadero complejiza la cuestión de la exposición de las imágenes del horror trabajando de manera concienzuda el fuera de campo. Por un lado, se muestran imágenes de impacto: algunas escenas de mataderos podrían remitir a La sangre de las bestias de Franju. Pero hay otros momentos en los que la cámara decide permanecer en el umbral del horror. ¿Cómo se gestionó de forma concreta este trabajo con el campo y fuera de campo?

El trabajo entre lo que vemos y lo que no vemos, y entre lo que no vemos de lo que vemos, es lo que más me interesa del cine. Los fuera de campo que más me importan no son los que ocultan algo, sino aquellos que muestran o tocan un límite de lo representable. Creo que todas las imágenes fuertes de una época son las que nacen de confrontar esos límites: ¿a qué no podemos darle forma en una época determinada? Cuando esa representación falla, el fuera de campo nos hace sentir un pasaje de inquietud, un susurro de “casi comprensión” ante algo que se nos escapa no sólo de la vista y el oído, sino también de la imaginación. Algo que no entra en un cuadro cinematográfico. Siento que esas imágenes que chapotean en el lodo previo a una representación son imágenes fundamentales…

Fritz Lang decía que, en M, el vampiro de Düsseldorf, no mostraba las imágenes de la niña ultrajada y asesinada no solo para sortear la censura, sino (y sobre todo) porque no hay nada más abyecto que la imaginación de un espectador: si él ponía una imagen sólo sería una imagen y no la constelación inimaginable de horrores que los espectadores proyectarían sobre esos agujeros de la representación: quizá los temores más hondos de una época que todo espectador guarda como un acervo pulsional.

En Matadero, en concreto, me importó mucho trabajar con los pliegues de la representación que el cineasta americano está rodando: lo vemos preparar las escenas, vemos bordes de lo que busca, vemos la inquietud de los peones y actores que lo rodean, imaginando la concreción de esas imágenes (que no vemos, pero que orbitan en nosotros). Siento que, en el cine contemporáneo en general, y en los rodajes en particular, se piensa mucho más en lo que vemos que en lo que no vemos. Y creo que las escenas que a mí más me importan del cine son aquellas que han trabajado con profundo rigor qué vemos y qué no vemos. Todo cuadro establece siempre ese vínculo esencial. En Matadero, vemos circular el dinero… vemos bien contantes y sonantes los billetes y su horrorosa lógica: se ven, circulan y propulsan catástrofes. Vemos el funcionamiento de un matadero real, vemos una representación que se desborda más allá de lo representado… No vemos ese choque de pulsiones, ambiciones malsanas e intenciones utópicas que nos va empujando hacia la escena final… Vicenta, la narradora de toda esta historia, no para de repetirnos: “todo eso que no vi mientras miraba por el visor de mi cámara”. Todo buen fuera de campo siempre nos enfrenta a los límites de una imagen que se revuelve ante lo infinito de un motivo.

Mientras veía la escena en la que el personaje de Bárbara (Ailín Salas) relata un sueño premonitorio, recordaba un pasaje del libro Ante el tiempo de Georges Didi-Huberman donde el filósofo francés, siguiendo el pensamiento de Walter Benjamin, describía la “historicidad” como “una dialéctica entre el dormir y el sueño, entre el sueño y el despertar”. La estructura de Matadero, con sus idas y venidas entre pasado y presente, parece lidiar con la memoria como si se tratara de un territorio afín al inconsciente. ¿Cómo fue el trabajo de dar forma a la estructura de la película?

Toda época sueña (o pesadillea) la posterior y, en ese sueño, apura o proyecta ese despertar… Sí, puede que haya algo de eso. La estructura es muy barroca, que es la patria de los desplazados como Benjamin. Allí donde todo clasicismo sabe cuál es su centro incuestionable (del cuadro y la representación), el barroco, por imposibilidad de centrar esa imagen, la proyecta más allá de la representación, como en “las Meninas” de Velázquez. Y cuando esa representación se proyecta más allá de lo representado, nos vemos obligados a avanzar por pliegues: no de punto en punto en una imagen, sino de pliegue en pliegue “entre” las imágenes. Podríamos decir que la imagen más importante de todo barroco es la representación de una imagen que se escapa. Sentí que podíamos trabajar con las capas contrapuestas de todos esos tiempos históricos en una estructura muy barroca, pero que gracias al rodaje de cine adentro de la película, podíamos hacer que todas esas capas fluyesen con cierta ligereza. Un barroco encubierto, podríamos decir, o uno que no descargase todo su peso sobre la trama, pero sí sobre las imágenes.

A través del juego metafílmico, Matadero perfila diversas reflexiones sobre la creación cinematográfica. Por ejemplo, el cine se presenta como un arte proclive a la revelación de la verdad. Para la filmación de la película dentro de la película, un cineasta yanqui, Jared Reed, decide que sean los trabajadores de un matadero los que interpreten a unos peones sublevados, pero el “ascenso” de estos hombres a la categoría de actores es remunerado miserablemente. Por su parte, unos jóvenes involucrados en el teatro revolucionario, que se intuye que proceden de familias pudientes, deben interpretar a los capataces del film dentro del film. ¿El cine tiende a mostrar lo que somos, y no tanto lo que desearíamos ser?

No sé si el cine es proclive a la revelación de la verdad. En nuestra película nos interesaba más retratar un forcejeo de verdades contrapuestas, porque eso nos permite ver un pulso entre ellas, en lugar de caer en esencialismos sobre la verdad, que es un palabro demasiado gordo y cargado. Cada vez que una clase intenta hablar en nombre de otra surgen tensiones y forcejeos por el retrato que unos proponen de los otros: Matadero intenta poner en escena esas tensiones, pero no es una película de tesis. No propone una tesis, sino que explora un universo conflictivo que en nuestro país está presente desde sus orígenes: la primera ficción argentina, El Matadero de Echeverría, brutaliza a la clase popular proponiendo un retrato violento y resentido donde un grupo de matarifes ultraja y mata a un hombre de clase alta como a una res en un matadero: el edificio más emblemático del imaginario argentino, la usina de los “asados”. Desde ese relato fundacional, esa representación ha girado por el imaginario argentino hasta nuestros días en muchísimas variantes, que esencialmente recrean esta escena brutal una y otra vez. En nuestra película queríamos reflexionar sobre esa escena empujando su recreación un poco más lejos: ¿cómo poner en escena la violencia entre ricos y pobres, entre peones y patrones? ¿A quién mostrar primero? ¿A quién humillado y a quién humillando? La película que sucede en el interior de la nuestra está tejida precisamente con estas materias. Y la representación de la lucha de clases y su violencia nos abre a la universal problemática de qué sucede cuando representamos algo: ¿se amplifica, se revela, se remplaza, se reproduce?

En Matadero lo que nos interesa es justamente la tensión que se produce cuando la mirada extranjera del americano choca con las miradas locales: cuando vemos que la lucha de clases sanguinaria, que el americano quiere representar en plan serie B, choca con la mirada de los actores militantes locales, que discuten esa representación que les está imponiendo e intentan modificarla, alterándola incluso a espaldas del cineasta. Para nosotros lo más importante era ver cómo esas representaciones contrapuestas colisionan en las escenas que intentan recrear, por ejemplo, desde un travelling que ellos ruedan y a nosotros nos desliza hacia otro lado: siempre los vemos trabajando los pliegues de una representación brutal de la que sólo entrevemos los bordes, las bambalinas de esas escenas.

El eje de nuestra película es la representación, y más precisamente la brega por unas representaciones. En esa refriega representacional, se juegan pulsiones y convicciones de una época. Y siento que una época de convicciones fuertes como los setenta tiene que ser también una época de dudas importantes, a la altura de sus consignas. En nuestra película, decidimos que esas dudas (sobre actuar o no, sobre ir más allá de una representación o no) tuviesen un lugar central en nuestra obra.

En su vertiente más siniestra, Matadero apunta que el cine puede funcionar como un emisario de la violencia, casi un instigador del salvajismo. Esto me hizo pensar en la película maldita The Last Movie. Como en el film de Dennis Hopper, en Matadero hay un cineasta estadounidense que lleva al Sur su visceralidad y egolatría. También se habla de dobles de cuerpo de westerns de serie B y hay alusiones veladas a la perversidad del imperialismo yanqui. ¿Tenía razón Hopper al retratar el cine como un animal indomable?

Tu pregunta me hace recordar el libro de Foucault sobre Nietzsche, Marx y Freud. Y en particular la filosa lectura que propone Schwarzböck en su excelente libro Los Espantos:  “Después de entender cuál es el legado eminentemente contemporáneo de Nietzsche, Marx y Freud –es decir qué es lo que impide que ellos pasen a retiro junto con la teoría burguesa y la teoría proletaria–, el alumno ya sabe, para el resto de su vida en democracia, que todas las interpretaciones se instituyen por la violencia (en lugar de imponerse por su verdad) y se destituyen por la violencia (en lugar de caer por su falsedad): el signo es una máscara que recubre la interpretación y, por eso mismo, la interpretación siempre está obligada a interpretarse a sí misma, a volver sobre sí bajo la pregunta “¿quién?” (¿quién ha propuesto la interpretación?) y no “¿qué?” (¿qué referente tiene?).  […] La violencia –de la que hablan los filósofos de la sospecha – es la violencia de una interpretación contra otra interpretación. La violencia no es otra cosa que el conflicto entre las interpretaciones. No hay violencia originaria. No hay violencia primera. El alumno que saca estas conclusiones tras su lectura de Foucault está preparado para la democracia, es decir para la no verdad”. Quizá, como decía Roland Barthes, “quien olvida releer está condenado a leer en todos lados la misma historia”.

Tuvimos muy presente la obra de Hooper, que en cierta forma es una película de películas, inagotable, que podría ser interpretada y reinterpretada por siglos ya que cruza mitos y profanaciones, lecturas y relecturas. Para nosotros fue una especie de relato matriz porque choca las interpretaciones de la ficción de los americanos y la sub-versión delirante que realiza el pueblo peruano (espectadores alucinados de algo que no han visto nunca e interpretan literalmente como verdad: esto es, un rodaje). En la sub-versión de los peruanos, los golpes y disparos del rodaje de cine de los americanos se asume como un rito literal, sangriento y carnavalesco a la vez. Casi un Caillois cinematográfico. Creo que es un buen ejemplo de cruce de interpretaciones como territorio de la violencia, en lugar de preguntarse por el qué de la misma. A nosotros, además del quién que señala Schwarzböck, nos interesaba el cómo: cómo se ponen en escena esas interpretaciones…cómo se obran. Que es también una forma de mover el thriller desde el “qué va a suceder” (cosa que en Matadero sabemos todos desde la primera escena) hacia el “cómo”… Un intento de llegar al suspense por otra vía más contemporánea.

En Matadero, usted trabaja el motivo fílmico de la reescritura fallida de una obra del pasado; en su caso, el cuento de Echeverría. Tengo la impresión de que esto conecta su película con la herencia de la modernidad, tal como la abrazaron, de un modo autorreflexivo, el japonés Nobuhiro Suwa en H/Story (reescribiendo a Resnais) o Olivier Assayas en Irma Vep (recordando a Feuillade), una obra que vuelve a estar en boga gracias a la nueva versión serial. ¿En qué lugar de la historia del cine siente usted un mayor acomodo?

Siento que en Matadero hay una profunda voluntad de diálogo con el cine clásico y con las series B, que permitían tratar temas espinosos desde la confianza en el género, en nuestro caso un thriller pampeano. Dicho esto, haciendo cine hoy, sentí que era importante pensar muy honestamente desde dónde podía entablar ese diálogo sin caer en la cita cinéfila. Y ese lugar para mí es el cine de los setenta americano. Allí donde Cimino dialoga con Centauros del desierto (The Searchers) de Ford, por ejemplo. Yo siento que no puedo ir a dialogar directamente con los clásicos, pero puedo entender a Cimino, Coppola, Hopper, Peckinpah, Monte Hellman, y los grandes cineastas de la serie B americana de esos años, que aún sostenían ese diálogo. Y allí encuentro, para esta obra, un espacio donde la tradición circula. Y a mí me importaba que esas energías estuviesen presentes, conjuradas en la película, y allí, me imagino, quizá hay algo de la modernidad y sus relecturas… Aunque siento que esa forma de conjugar las tradiciones es algo que está muy presente en la literatura argentina, que supo leer las tradiciones ajenas para que su propia tradición creciese en ese diálogo. Como los europeos y los americanos no leían a los sudamericanos, los sudamericanos comenzaron a provocar ese diálogo de un modo brillante en sus propias obras, y así forzaron su entrada en los radares: Borges o Juan José Saer, por ejemplo, supieron leer y consagrar en sus obras la literatura americana y europea desde un imaginario muy propio. Y algo de eso, salvando las enormes enormes distancias con estos referentes, anda dando vueltas por Matadero… con una pizca de Viridiana, que tal vez sea la película de la modernidad europea de la que más hablábamos durante el proceso de la nuestra. 

Sobre la construcción del relato, y en particular sobre el trabajo con la palabra, me gustaría preguntarle por el personaje de la narradora, interpretada por Malena Villa. En una película que no teme cuestionar las intenciones y actos de sus personajes –el compromiso artístico del cineasta yanqui aparece pervertido por la egolatría y la tiranía; el compromiso político de unos jóvenes revolucionarios oculta las huellas del clasismo–, la narradora aparece como una figura noble e inocente, una joven cuya mayor falta es la de dejarse llevar, de un modo romántico, por el arrebato creativo. ¿Cuán importante era para usted situar a este personaje en el centro del relato? ¿Cómo fue la búsqueda de la actriz que le diera vida?

Todos tenemos huellas clasistas por habernos criado en una sociedad clasista. Lo importante es cómo las batallamos, cómo las afrontamos. Los jóvenes militantes las tienen, pero van más allá de ellas: son los únicos que intentan que los peones cobren dignamente. Son matices bien importantes que están en todos los personajes. Y todos nuestros personajes tienen varias capas. El problema cuando se lee desde las identidades en lugar de leer desde el amasijo de signos y contradicciones que es un personaje, es que se lo reduce (o condena) a una posición fija.

El personaje de Vicenta, que se ve arrastrada por querer hacer una película, por querer vivir esa experiencia como un “antes y después”, es la que marca, desde el presente hacia el pasado, ese tono de luto que baña toda la película: ella no ha salido de allí, se ha quedado trabada en esa vivencia que no supo leer del todo, que se le escapó. “Uno nunca sabe lo que filma, hasta que lo ve en grande”, dice al comienzo de su relato. Ese sino, esa culpa burguesa, siento que era lo que podía conectar los polos más intensos del cineasta y los militantes. Malena (Villa) tiene una mirada muy fuerte, muy honda, pero es una mirada particular: no es una que se impone, sino una que hace sitio y espeja a todos los demás personajes. Muchas imágenes de ellos terminan de catalizarse en sus ojos, en una mezcla de temor y deseo que me pareció el lugar apropiado para la mirada del espectador. En su mirada buscamos hacerle sitio al narrador (doble secreto del espectador), que en muchas ocasiones es quien lleva una mácula bien marcada, justamente por no haberse manchado las manos en el acto; por haberse quedado al costado, sin el coraje necesario para actuar cuando realmente tocaba… Los personajes narradores de Conrad son ejemplares en esto: secundarios atravesados por una violencia que esquivaron, que no supieron cómo afrontar y se quedaron vivos y maculados, con una historia para contar.

Sin llegar al extremo de la ritualización o la declamación hierática, el recitado de los diálogos por parte de algunos de los actores y actrices (pienso en Malena Villa, Ailín Salas o Lina Gorbaneva) tiene un punto desnaturalizado, algo que encajaría con el rechazo, por parte de la narradora, del costumbrismo fílmico. Pero también se percibe una pulsión realista, que podría estar guiada por la idea del “cuadro de costumbre” que trabajó Echeverría. ¿Cómo fue el trabajo con los actores y actrices del film?

La intención era combinar esos tonos, tratando de acertar en una distanciada intensidad, que era la clave anímica que buscábamos. Una melancolía distanciadamente intensa. Hay una escena donde Ailín Salas les enseña a los peones a actuar con una gran ternura: y esa escena que están a punto de rodar es una escena muy violenta. Lo que vemos es cómo ella los anima y ayuda a encontrar el tono y sus gestos, y eso era real: Francisco Utrera y Juanchi Fernández, que son obreros del matadero y actuaban por primera vez en sus vidas, estaban viviendo con Ailín realmente eso que rodábamos. No vemos la escena cruenta que están por rodar, vemos su preparación porque los tonos también se declinaban entre el campo y el fuera de campo.

En términos estéticos, Matadero transmite una sensación opresiva, parece caminar hacia el encierro, pese a que la acción transcurre en los escenarios abiertos de la Pampa argentina. Aunque se trabaja con las diferentes escalas de plano, tengo la impresión, quizá ilusoria, de que impera una cierta cercanía a los personajes. ¿Buscaba así reforzar la sensación de callejón sin salida que experimentan los protagonistas?

Sí, qué bueno que lo leas así. La pampa tiene un vértigo de mar abierto que es difícil de compartir, y creo que Mauro Herce supo fotografiar muy bien ese mareante encierro de tierra sin fondo.

En Matadero, además de con Mauro Herce, ha contado con la labor del montador Cristóbal Fernández. Ambos son colaboradores habituales de Oliver Laxe, además de directores de Dead Slow Ahead y Mudar la piel, respectivamente. ¿Cómo fue hacer tándem con ellos?

Mauro (director de fotografía), Luís Bértolo (ayudante de dirección) y Cristóbal Fernández (montador) son también grandes amigos y grandes cineastas con los que compartimos todo el proceso de las películas que hacemos juntos. Y las películas de nuestro querido amigo Oliver Laxe han sido un espacio privilegiado para crecer juntos y probarnos buscando un cine que supere nuestras fuerzas, sin dejar de dialogar con los espectadores. Cada uno tiene sus roles en cada obra, pero nos pensamos como un grupo que trabaja y comparte trabajo y vivencias, para intentar hacernos de espejo y crecer y madurar juntos de película en película, de experiencia en experiencia.

¿Qué siente al poder presentar Matadero en el Festival de Locarno?

La alegría de ver cómo otras miradas y otras lecturas sobre nuestra película la llevan a sitios diferentes, la completan. La sala grande del cine es el único lugar donde una película se parece a una partitura musical que los espectadores, segundos intérpretes de una obra, tocan mejor que quienes la hicimos.