Ángela Rodríguez (Festival de Gijón)

Como dicta el cliché parisino, una pareja charla en un bar. Él (Vincent Macaigne, el neurótico achuchable del cine galo contemporáneo) está visiblemente nervioso, mientras que ella (la actriz y cantante Sandrine Kiberlain) se comporta como la mujer con más autoconfianza de la capital francesa, lo que no refuerza la entereza de su acompañante. La pareja se mueve por el bar como siguiendo una sinuosa coreografía, esquivando al resto de personas, logrando que la cámara siempre los mantenga en cuadro. Él está casado y ella, sin ningún pudor, insiste en que algo debe suceder entre ambos. La suerte está echada y la comunión emocional resulta inevitable. En cuanto a la duración de la relación, hay que atender al título del film, y luego gozar de esta Crónica de un amor efímero, para averiguarlo.

El nuevo trabajo de Emmanuel Mouret –que encendió a la cinefilia con Las cosas que decimos, las cosas que hacemos– se presenta como un torrente afectivo y se asienta sobre los códigos de la comedia y el drama romántico para establecer novedades en el terreno formal. Y es que, aunque Crónica… parece establecerse sobre una matriz de corte clásico, Mouret consigue burlar los tropos románticos desde la autoconsciencia, utilizándolos con desenfado y garbo: ahí está, por ejemplo, el uso reiterado del zoom –la herramienta disruptiva y moderna por antonomasia– para subrayar las corrientes de enamoramiento. En una escena reseñable, la pareja, sin motivo aparente, en pleno arrebato amoroso, comienza a correr, como si quisieran reeditar un momento extático de una película de Leos Carax. En la carrera, que seguimos de cerca, la pareja ríe mirándose mutuamente… mientras adelantan a unos runners. De una situación que ha devenido casi un lugar común dentro del género, Mouret construye un gag afortunado y señala que es posible transitar la frontera entre el sentimiento y la parodia.

La fina escritura de Mouret persigue la genialidad en cada réplica, aunque por el camino encierra al personaje de Kiberlain entre las paredes de lo arquetípico, bajo el signo de la fantasía masculina. “A mí lo que me gusta es dar placer a los demás”, verbaliza en una ocasión. Una mujer interesante, con iniciativa, que no juzga una infidelidad, y lo más relevante: apenas habla de sí misma. Con todo, y contra la idea de un imaginario conservador, Crónica de un amor efímero deviene una obra estimulante gracias a una multitud de detalles que se repiten y mutan en cada exposición. Ocurre con los espacios, los gestos y los objetos, que tienen distinto protagonismo y usos en función de la escena.

Del aliento romántico de las avenidas de París pasamos a las desangeladas calles de la ciudad argentina de Córdoba, que de madrugada son ocupadas por el servicio de limpieza de la ciudad. Es aquí donde Sobre las nubes, de la cineasta María Aparicio, nativa del lugar, diluye la frontera entre el documental y la ficción con una serie de entrevistas a los que serán los y las protagonistas de la película. Estos cuestionarios filmados funcionan como presentación, pero lo fundamental es que anticipan una preocupación por la cuestión laboral desde el plano de lo personal. A través de una estructura cíclica, pero variando el orden de los factores en cada iteración, la cámara va recogiendo fragmentos de las rutinas, dentro y fuera del trabajo, de cada personaje. Así toma forma un cuento de precarización e insatisfacción laboral, que también pone el ojo, aunque de forma más tangencial, sobre otros conflictos, como el malestar que se va encaramando en las interacciones sociales y las relaciones amorosas.

Sobre las nubes se constituye como una obra lírica, con una puesta en escena sobria pero preocupada por mostrar la belleza de lo mundano y de la tristeza. La mirada de Aparicio se acerca con cautela a la intimidad de los personajes, y desde la contención emocional consigue detallar lo que quiere contar de cada uno de ellos. En varios momentos, se canta una canción de Ariel Borda, considerada un himno Cordobés, que apunta que “por galerías llenas de vitrinas / la vida tiene un precio y un local / allí el comercio crece y nos domina / allí siento a la tarde soledad / Me iré en un dirigible a plaza España / pues antes de morir quiero observar / los edificios, mis grises montañas / y mi alma errante por la peatonal”.

La canción acompaña el devenir trágico de la narración y señala de un modo más explícito y reivindicativo la causa directa de los males padecidos. Aunque, en el corazón del torbellino de melancolía al que nos somete Aparicio, las imágenes encuentran un halo de esperanza en la mirada al cielo. Las nubes mutan constantemente y percibimos en ellas figuras que queremos ver; el tema de Borda toma más presencia y advertimos que más allá de la alienación y la soledad hay un pueblo consciente que todavía puede despertar de su letargo.