El primer largometraje de María Alché, la protagonista de La niña santa, apela a un cierto cine de la desintegración. Tras la muerte de su hermana, la protagonista de esta historia (Mercedes Morán) siente cómo se va destruyendo su universo interior… y también el exterior. Moviéndose constantemente entre la claustrofobia y la agorafobia más insufribles, esta musa de Lucrecia Martel se acerca, a las primeras de cambio, a la categoría de maestra. Su carta de presentación es un pesadillesco ejercicio de impresionismo sostenido a lo largo de hora y media, al final de la cual el contagio es absoluto. Un tropel de personajes fuera de lugar interactúan a través de mecanismos que escapan a nuestra comprensión. Una reacción excesiva, una broma que cuaja a pesar de su mal gusto… ésta no es nuestra familia, está claro. Pero, al parecer, tampoco es la de una mujer que siente que no pertenece a ningún sitio. Se estrechan las paredes del hogar y las cortinas del salón se convierten en telarañas que apresan y asfixian. El día a día pierde la noción del tiempo (y del espacio) y deviene una carrera insufrible, de meta inalcanzable… a no ser que antes se haya aceptado la demencia como único modo de desencriptar la realidad. Víctor Esquirol

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