Manu Yáñez (La Inesperada)

El Winterreise (Viaje de invierno) de Franz Schubert es un ciclo de veinticuatro breves composiciones de carácter lírico basadas en poemas de Wilhelm Müller. Compuestas entre 1827 y 1828, en el último año de vida del célebre músico austríaco, estas breves piezas cantadas perfilan un relato de tintes alegóricos donde un caminante herido de amor deambula por un paisaje nevado. El Winterreise ha sido vinculado al universo psicológico de Caspar David Friedrich, el paisajista alemán romántico, contemporáneo de Schubert, que, en contraposición a los preceptos renacentistas, se desmarcó del antropocentrismo para ilustrar la fuerza prominente y salvaje del mundo natural. A partir de estos referentes, la artista y cineasta Inés García construye una película que, en su diálogo con las otras artes, persigue una cierta esencia de lo cinematográfico.

Al observar los 24 episodios del Winterreise de García –filmados con cámara de 16mm y armonizados por la voz del barítono Dietrich Fischer-Dieskau–, resulta difícil no pensar en la película 24 Frames de Abbas Kiarostami. El cineasta iraní, que aparece mencionado en los agradecimientos del film, construyó, en su obra póstuma, un elogio a la contemplación de la belleza fulgurante e indomable de la naturaleza. 24 Frames ponía en diálogo la labor fílmica de Kiarostami con su obra fotográfica, y en su inclinación a la abstracción terminaba hermanándose con la búsqueda pictórica de los límites de lo figurativo. Un tránsito estético entre lo concreto y lo abstracto que reaparece con fuerza en la obra de García. Tomemos, por ejemplo, el segundo episodio de Winterreise, titulado “La veleta”, que arranca apelando a una cierta literalidad y mostrando una veleta con forma de gallo. Sin embargo, la concreción del discurso y la fuerza táctil de la filmación con material analógico pronto se verán trastocadas por la sobreexposición lumínica, que empuja la representación hacia un territorio más difuso, más poético, más enigmático y potencialmente polisémico. La decisión de García de subtitular únicamente los títulos de las canciones y no las letras parece indicar el interés de la cineasta por invitar al espectador a participar en un esquivo y muy fructífero juego de alusiones de significado y posibles interpretaciones (a los pocos días del inicio de la incursión de las fuerzas rusas en Ucrania, este crítico no podía dejar de pensar en el drama de los refugiados mientras se dejaba embriagar por la melancolía invocada por Schubert y García).

Pese a desplegarse como una obra abierta, de marcado cariz sensorial, el Winterreise de García se afianza sobre poderosas dialécticas conceptuales. Si se atiende al riguroso acercamiento de la directora bilbaína al trabajo de Schubert y del poeta Müller, es posible advertir en la película los ecos de la batalla entre lo racional y lo irracional, en confrontación con los elementos naturales, que constituyó una de las bases del Romanticismo. Así, en el episodio número trece, titulado “El puesto”, la cámara comienza filmado una construcción humana: un imponente torreón de piedra. Sin embargo, pronto las imágenes trasladan al espectador a otro “poste”, esta vez natural: se trata de un imponente árbol. Aunque el tránsito de lo social a lo natural pronto toma el camino de vuelta hacia lo humano cuando la cámara se detiene, obstinada, sobre unos textos inscritos sobre la corteza del árbol. Antes, en el capítulo cuarto, titulado “Adormecimiento”, el choque entre lo civilizado y lo salvaje toma una senda aún más poética cuando, sobre unas imágenes sobreexpuestas, se perfila un diálogo entre unas extrañas representaciones pictóricas (que se asemejan a pinturas rupestres) y unas estampas naturales. Surge así, de nuevo, el choque entre la (residual) presencia humana y la (imponente) ebullición de lo natural, aunque esta dialéctica nunca se presenta como una dicotomía elemental, ya que la creación humana (también la artística) siempre contiene en sí misma la contienda entre lo racional y lo irracional.

Decía André Bazin que, al mirarse en el espejo de las otras disciplinas artísticas, el cine podía volverse más consciente, alcanzar un estatuto más elevado, completar su revolución en el seno de la historia del arte. García parece convencida de lo mismo y, al entablar relaciones con la música, la pintura y la poesía, lleva su Weinterreise a un punto cumbre de autoconsciencia fílmica. Por un lado, la película reflexiona sobre las diferentes articulaciones del montaje. Para canalizar el ritmo fluvial del capítulo-canción titulado “Torrente”, el flujo de imágenes se entrecorta, hasta el punto de que se llega a hacer visible el tránsito entre los fotogramas: he ahí la materialidad del cine (o el cine de la imagen, según Bazin). Luego, en contrapartida, el capítulo titulado “Descanso” se solventa en apenas cuatro largos planos que describen un paseo por un bosque nevado (a la manera del realismo baziniano). Pero la cosa no acaba ahí. En el episodio “Mirando atrás”, las imágenes en color erupcionan en el seno de un cuerpo fílmico eminentemente monocromático, lo que hace imposible no pensar en el empleo de la dialéctica del color/blanco-y-negro en la memorística Noche y niebla de Alain Resnais. Así, expandiendo sin cesar su catálogo de posibilidades fílmicas –García llega a jugar con la combinación de cámaras lentas y rápidas, como Brakhage o Scorsese–, Weinterreise invita a seguir creyendo en el poder revelador del cine impuro (Bazin dixit).