“La gran sinfonía del gran artista moribundo, la canción del cisne, la síntesis definitiva de quién sabe que el cine ha muerto e intenta dibujarle un altar final.” Con estos términos definía Holy Motors la escritora Pascalle Monnier unos meses después de su estreno, capturando muy pertinentemente tanto la esencia conceptual como la potencia visual que conforman la película. A pesar de que Leos Carax haya desmentido por activa y por pasiva de que se trate de un homenaje al cine, es inevitable que se generen lecturas que adopten ideas afines a esa línea. Desde la primera escena, con el mismo Carax abriéndole la puerta a la ficción, hasta la coda donde un grupo de limusinas mantienen una discusión de carácter filosófico sobre su utilidad, se intuyen en una sola película muchas de ellas, totalmente huérfanas de contexto, construidas a golpes esquemáticos de argumento, imágenes efímeras y visceralidad. Lo que las unifica es la trayectoria de un héroe (o, en su acepción posmoderna, esa cáscara de actor que es Monsieur Oscar, interpretado por Denis Lavant), que avanza de escena a escena, recogiendo elementos de ese discurso fragmentado a través de la propia presencia del actor y una reflexión a mayor escala sobre el disgregado estado actual del cine. Júlia Gaitano

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