(Imagen de cabecera: De Facto de Selma Doborac)

Hugo Morales (Gijón)

Hace poco más de una semana se clausuraba la 61ª edición del FICX , el Festival Internacional de Cine de Gijón/Xixón, certamen que una vez más ha manteniendo la apuesta por una heterogénea selección de títulos y que, por cuarto año, ha consolidado una singular subdivisión en tres apartados de su Sección Oficial, que consiste en separar a los cineastas de mayor recorrido (Sección Albar) de aquellos que no superan los dos o tres largometrajes en su haber (Retueyos) y que, además, ubica a las producciones iberoamericanas en un apartado independente (Tierres en Trance). Esta fragmentación busca proteger y visibilizar las obras más modestas, evitando el ensombrecimiento que les pudiera causar competir con otras más reconocidas, aunque esta misma división podría limitar el diálogo fructífero entre obras de diferentes envergaduras y procedencias.

En la sección Albar a competición, la única que pude ver al completo, confluyeron una serie de obras que presentaban, como denominador común, la consolidación de los intereses temáticos y formales de sus responsables. El mejor film de la sección, No esperes demasiado del fin del mundo (galardonado con el Premio al Mejor Largometraje), fue la nueva y desenfadada vuelta de tuerca de Radu Jude sobre la necesidad de enfrentarse a las imágenes con una visión crítica, que ponga en duda la supuesta inocencia de su representación y que subraye el artificio implícito en ellas. Como el resto de la filmografía del autor rumano, la película está atravesada por el deseo de confrontar imágenes del pasado con otras de nuestra contemporaneidad, en un ejercicio de resignificación, a través de la yuxtaposición en el montaje y de una puesta en escena que dilata la duración de ciertos planos hasta alcanzar el paroxismo satírico.

(Nina Hoss en No esperes demasiado del fin del mundo)

No esperes demasiado… es un film fragmentado en dos partes –en la estela del postpandémico Un polvo desafortunado o porno loco (2021), pero todavía más ocurrente, punzante y divertido que aquel– en el cual se alterna la sátira más irreverente con emotivos y silenciosos homenajes. El film incluye, además de un cameo del director, una hilarante escena coral que agrupa alrededor de una mesa a buena parte de los actores principales de su filmografía y los conecta virtualmente con el personaje interpretado por la alemana Nina Hoss, en su primera colaboración con Jude. La estrella absoluta de la película es la actriz Ilinca Manolache, que encarna de forma excepcional a una asistenta de producción llamada Ángela, un fascinante personaje que combina una refinada y amplia erudición con una actitud rebelde, reivindicativa e incluso vulgar. Manolache y Jude afilan el componente paródico de denuncia del film al recurrir al impagable alter ego de Ángela (brother Bobita) creado en redes sociales por la propia actriz. El desenfadado y a la postre empático enfoque de Jude contrasta con el tono tosco y determinista al que recurre el búlgaro Stephan Komandarev para canalizar, en La lección de Blaga, su crítica de la inmisericorde situación socioeconómica y cultural de su país (antigua república socialista, al igual que Rumanía).

Por su parte, Catherine Breillat volvió a resplandecer como una cineasta genuina en El último verano (Premio Especial del Jurado, Sección Albar) el sugerente remake de la cinta danesa Reina de corazones, que narra la relación entre una abogada y su hijastro menor de edad. La película original no podría estar más alejada de la intensidad emocional y el calado intelectual de las mejores obras escritas y dirigidas por la cineasta francesa –Romance X, Anatomía del infierno–, obras que, debido a su carácter controvertido, han visto silenciado el elogio hacia su asombrosa y estilizada puesta en escena, repleta de influencias pictóricas e imbuida por un insondable peso literario. En El último verano, Breillat imparte una autentica masterclass sobre cómo pulir las aristas más maquinales y zafias al adaptar un guion ajeno, fortaleciendo y exponiendo la complejidad de los vínculos entre el trío protagonista y modificando el complaciente final original para llevarlo hasta el epicentro de un enrevesado laberinto emocional. Como es de esperar en Breillat, la cinta ofrece un personal y magnético tratamiento de las escenas íntimas y de los encuentros sexuales –excepcionales dos de ellos, totalmente antagónicos, protagonizados ambos por una brillante Léa Drucker– dentro de una obra que en ningún momento flirtea con amonestaciones moralistas.

Algo que no sucede, en cambio, con el punto de visto desde el cual está narrado Holly (escrita y dirigida por la belga Fien Troch), propuesta afectada por un aroma de condescendencia y de superioridad moral en el retrato de una comunidad sin asideros racionales a los que aferrarse, tras sufrir una tragedia, y cuyos breves destellos formales quedan mermados por cierto subrayado –en la línea del anterior film de Troch, Home– del lado más oscuro y ridículo del ser humano. También Catherine Corsini, en Le Retour, apunta de nuevo a temas habituales de su trayectoria, como la relevancia de la diferencia de clases en el destino de los personajes o el vacío causado por la ausencia de la figura paterna, en un entorno eminentemente femenino, temas que ya vertebraban Un amor imposible, de la misma Corsini, un film que hacía gala de una mayor tensión dramática.

(Sadie Lapointe en Eureka)

El bonaerense Lisandro Alonso también ratifica con Eureka (Premio a la Distribución, Sección Albar) una voluntad, iniciada con la fascinante Jauja, por seguir incorporando en su obra un fulgor poético, rociado de cierta mística, que no despuntaba en sus primeros trabajos, marcados por un tratamiento de corte más naturalista. La cinta es un reivindicativo y alegórico tríptico que sobrevuela por diferentes temporalidades y geografías –de la reserva de Pine Ridge en Dakota del Sur a la selva amazónica– con el indigenismo americano como hilo conductor. Alonso colabora por segunda vez con el poeta Fabián Casas en el desarrollo del guion, con el director de fotografía finlandés Timo Salminen –reconocido por su personal uso de la luz artificial en los films de Kaurismäki– y con Viggo Mortensen. Además, incorpora a Chiara Mastroianni en el reparto para ahondar en el estimulante ejercicio de mezclar a estrellas consagradas con actores no profesionales –como la debutante de origen indígena Sadie Lapointe, cuya luminosa mirada sirve de guía espiritual de la segunda parte del film, la más sugerente e inspirada de las tres–. A pesar de la audaz propuesta, el carácter fragmentario de la película resulta menos orgánico y sutil que en Jauja, en buena medida por el sobreesfuerzo en pretender conectar los episodios mediante señuelos innecesarios y por incorporar algún plano que incide en lo sobreentendido.

No esperes demasiado…y Eureka no fueron las únicas propuestas episódicas de la sección Albar. Si en el panorama actual hay un autor que ha construido su filmografía sobre la hipótesis de un relato único que, a su vez, está fragmentado y cuyas piezas son en realidad variaciones desajustadas o ensoñaciones de sí mismas ese es Hong Sang-soo. El surcoreano, como ya es habitual, presentó sus dos películas anuales (Nuestro día e In water) en la sección Albar. La primera de ellas funciona como compendio perfecto del conjunto de su obra: una película dividida en otras dos que, en esencia, son la misma película y cuyos nexos –a diferencia de lo comentado sobre Eureka– están intencionadamente elididos. Cada vez es más evidente que Hong ha tomado un camino de depuración formal en el cual la trama funciona básicamente a modo de discreto destello que alumbra la vitalidad y el espíritu humanista de su polifacético autor, que escribe, dirige, monta, opera la cámara y compone las minimalistas bandas sonoras.

También In water es totalmente coherente con el momento actual de Hong. Se trata de un film que lidia con la idea del proceso de creación artística, pero que contiene un dispositivo –la imagen desenfocada– que alude a la disolución de las formas y de los contornos, mediante trazos de influencia impresionista. Otro aspecto destacable de sus últimos trabajos es la habilidad para camuflar pequeños ingredientes de autoficción –en la línea del emocionante final de La novelista y su película– que juegan con la dualidad de Kim Min-hee, como actriz y pareja del cineasta, y que devienen el núcleo emocional del conjunto. La sola aparición de la voz de Kim en In water dota de una nueva dimensión a todo el film.

(In Water de Hong Sang-soo)

Aunque no parece muy factible que Philippe Garrel reniegue del celuloide para trabajar con archivos en QuickTime ProRes (el formato usado por Hong Sang-soo en In Water), los universos de estos dos autores no están, en realidad, tan alejados. La vida personal y familiar de Garrel siempre ha tenido un claro reflejo en su obra, ya desde la década de 1970, en su etapa con Nico. De este modo, el cine del autor francés ha sido una extensión de la propia vida, la excusa perfecta para disfrutar trabajando con los amigos y la familia. Si en los últimos años ya despuntaba en sus películas –camuflada entre las historias pasionales de los jóvenes protagonistas– alguna subtrama de tono crepuscular sobre el legado artístico, cultural o moral de un personaje de avanzada edad, Le Grand Chariot –el mejor film de Garrel en años y su vuelta al color desde Un verano ardiente– ubica la trama sobre la formación de la familia profesional y el peso del legado artístico paternofilial en el centro de un relato otoñal donde destacan las interpretaciones de sus hijas Esther y Léna Garrel. Los ecos familiares abundan, como cuando se presiente la figura eterna del padre del cineasta, el gran Maurice Garrel.

Destacar antes de finalizar, ya fuera de competición de la sección Albar, dos películas especialmente estimulantes. Por un lado, el estreno nacional de The Future Tense que se proyectó dentro del foco que el FICX dedicó a la pareja de directores irlandeses Christine Molloy y Joe Lawlor. Este es un film-ensayo, a modo de diario personal desbordado por la oratoria, en el cual sus autores, a través de las imágenes y de unos textos que ellos mismos leen delante de la cámara, tratan de conectar momentos claves del pasado familiar y de la historia nacional de su país. Así esperan desentrañar los orígenes de su inagotable interés por el concepto de la inconsistencia de la identidad, un tema que reaparece de forma constante en cada una de sus largometrajes, ya sean documentales o de ficción –como también sucede en Baltimore, presentada en Albar fuera de competición–.

Y finalmente, el excepcional y exigente film De Facto (Premio al Mejor Largometraje, Sección Retueyos), dirigido por la bosnia Selma Doborac, que fue la propuesta más arriesgada de lo visto en el festival. Sobre un único y estilizado escenario con dos sillas, una mesa y un ventanal al fondo (con vistas a la naturaleza), Doborac construye –en apenas siete planos, durante más de ciento veinte minutos, y con solo dos actores recitando sus textos– una demoledora reflexión en torno al potencial manipulador de ciertos usos del lenguaje que, combinados con una aséptica puesta en escena, pueden tratar de maquillar las mayores atrocidades y barbaries de la historia de la humanidad. La película nos incomoda, como espectadores, al obligarnos a compartir el mismo espacio temporal que estas figuras abyectas, durante planos de casi media hora de duración. Desconfiar de las imágenes, como nos recordaba Radu Jude en su film, siguiendo los pasos de Harun Farocki.