Violeta Kovacsics (Festival de Rotterdam)

En L’État sauvage, de David Perrault, presentada en la sección Voices del Festival de Rotterdam, hay una bandida que va ataviada de negro, como la Emma de Johnny Guitar. Más allá de este detalle, este western francés carece de algo que atravesaba cada plano, cada geometría amorosa y cada color de cada vestido del film de Ray: la emoción con la que, por ejemplo, un amante le soltaba a otro frases como “miénteme, dime que me quieres”. La película de Perrault, situada después de la Guerra Civil americana, describe perfectamente las dificultades de jugar con los códigos del género. La historia de una familia francesa que se ve obligada a dejar Missouri se presenta como una mezcla entre el western y el descubrimiento amoroso. La pasión, sin embargo, solo existe sobre el papel. L’État sauvage no va más allá ni en el relato amoroso, ni en su exploración de los géneros, ni en su retrato de la violencia latente… Tampoco en las posibilidades de sus actores, de un Bruno Todeschini, por ejemplo, que permanece impasivo, como si lo que sucede a su alrededor –la relación extramatrimonial que mantiene con la doncella negra que está al servicio de su personaje– no fuera con él.

Digamos que, sobre el papel, un relato protagonizado por una horda de hombres enmascarados, tres mujercitas en el oeste americano y una bandida despechada lo tendría todo para funcionar; sin embargo, el resultado genera un interrogante: ¿qué hace que las imágenes trasciendan la literalidad de una trama? La respuesta, quizá, es la puesta en escena, olvidada aquí con la esperanza de que de la suma de algunas ideas interesantes nazca una buena película. Algo similar sucede en Chaco, de Diego Mondaca, en la que un regimiento boliviano a las órdenes de un comandante alemán sobrevive como puede en plena guerra entre Bolivia y Paraguay. La película ahonda sobre lo fútil de la guerra –como dictan los cánones del género bélico–, y lo hace en un paisaje árido y silvestre que se expresa aquí de forma sobria, en el formato cuadrado de la pantalla. De nuevo, hay una distancia entre lo que se plantea –la fisicidad de la tierra, del esfuerzo– y lo que emana de sus imágenes, apoyadas en exceso en el diálogo. En cualquier caso, Chaco sí alcanza una cierta soltura expresiva en ciertos, especialmente cuando la cámara en mano se posa en el rostro de uno de los soldados, mientras alrededor suena una tonada militar desafinada. De repente, de la planicie surge una escena que bien podría ser una ensoñación, y la película, tan pegada a la tierra, revela algo diferente: el delirio. Es en estos momentos que Chaco se acerca más al referente que parece sobrevolar sus imágenes: el imaginario de Werner Herzog, un cineasta capaz de convertir el paisaje más concreto y terrenal en algo terrible y fascinante.

Al final, L’État sauvage se revela como una suerte de “grupo salvaje”, algo similar a lo que sucede en Fanny Lye Deliver’d, de Thomas Clay. En una granja, en medio de la nada y en un contexto entre tiempos, entre el conservadurismo más salvaje y la posibilidad de un cierto libertinaje, la vida de una familia se ve perturbada con la llegada de una pareja joven. Fanny, esposa de John y madre de un niño, se verá atrapada entre la tiranía de su marido y las exigencias del chico que acaba de llegar. Clay tiñe la película de una niebla incesante. Si bien es cierto que el diálogo y sobre todo los discursos aleccionadores resultan excesivos, Fanny Lye Deliver’d se apoya a la vez en su poder atmosférico, el del paisaje y el de la creciente violencia. Nada resume mejor la puesta en escena de Clay que el plano secuencia que muestra a la familia Lye alejarse hacia misa a través del campo, hasta que la cámara se gira y muestra a los dos jóvenes, que llegan al caserón y entran. La película abraza en estos momentos el cine de “home invasion”, en un ambiente frío y aislado en el que la carnalidad del deseo hace acto de presencia, como lo hacía por ejemplo en El ojo de la aguja. Fanny Lye Deliver’d no es una película redonda –de momento, y quizá a excepción de El año del descubrimiento, ninguna de las que he visto en Rotterdam lo es, pero al menos logra revelar una cierta extrañeza y un grupo de actores –entre ellos Maxine Peak y Charles Dance– excepcionales.

Tanto Chaco como L’État sauvage flirtean con los códigos del género, pero se muestran tímidas a la hora de reflejarlo. En Fanny Lye Deliver’d también hay algo de esto, aunque la niebla perenne que emborrona sus imágenes facilita la lectura genérica. La cuestión del género como velo sutil es una asignatura difícil de aprobar. En Kala azar la extrañeza se apodera de toda la película, a través del retrato de una pareja que se dedica a recoger muertos para llevarlos a un crematorio. El universo que retrata la película parece salido de una película postapocalíptica, y la presencia de los animales pone en evidencia a los humanos, marcados por una inquebrantable incomunicación. Las dificultades de conectar están también presentes en Desterro, en la que una pareja brasileña habla y convive sin apenas cruzarse la mirada, hasta que ella desaparece, y él descubre que esta hizo un viaje, que ha muerto y que su cuerpo está en Argentina. La directora, Maria Clara Escobar, revela la incomunicación a partir de la fragmentación: cuando él le pregunta a ella si quiere te, ella le dice que quiere café, y mientras los dos hablan, la cámara se posa en objetos y espacios cotidianos. Todo aparece fragmentado, como en una escena en la que el fuera de campo pone en evidencia que en esa casa hay algo que está tremendamente mal: en un plano general, el hijo se baña en la piscina, la madre se tumba al sol; luego la vemos de cerca, mientras una figura pasa de forma fugaz por su lado, y escuchamos que alguien se ha tirado al agua; al volver al plano general, descubrimos que el niño se estaba ahogando y que el padre lo ha sacado de la piscina. Desterro se reafirma así en la cuestión de la incomunicación, que se gesta eminentemente en una puesta en escena incómoda.