Endika Rey

Dirigida por la debutante británica Esther May Campbell, Light Years, presentada en la competición de Óperas Primas del Festival de Ourense, nos acerca a un día en la vida de una familia afectada por la reclusión de la madre en un sanatorio para enfermos mentales. Cuando la pequeña Rose se escapa de su casa para visitarla, sus hermanos Ramona y Ewan deberán emprender a su vez un rápido viaje en su búsqueda en el que, además, se enfrentarán a su mayor miedo: la herencia genética y la posibilidad de haber contraído la misma enfermedad que la madre. Ramona, por ejemplo, se recrea con un amante adolescente que la saca de la soledad pero que (todo parece indicar) tan sólo está dentro de su cabeza, mientras que Ewan, al borde de la agorafobia, se encuentra siempre enfermo y visualiza cómo un anciano (previsiblemente inexistente) le persigue en su periplo. Entretanto, el padre, incapaz de enfrentarse al drama personal, se refugia en su trabajo en un invernadero.

Así, la película juega con el frágil escenario que se intuye dentro de la cabeza de sus protagonistas, pero este hallazgo, aunque significativo, nunca acaba de encontrar un tono adecuado y se pierde por los vericuetos de una posible enfermedad que nunca acaba de estar convenientemente descrita. La perspectiva sí es clara: dotar a la cinta de un aire onírico, entre realidad y fantasía, que como en la propia afección no tiene por qué contar con unas fronteras diáfanas. El problema es que, finalmente, la excusa acaba convirtiéndose en un “todo vale” ya que las reglas nunca se ponen sobre la mesa. Cuando nos encontramos con el personaje de la madre, por ejemplo, descubrimos que su percepción de la realidad varía de un plano a otro: puede llegar a recordar a sus hijos o no, comportarse como una alcohólica con tendencias suicidas o ser la progenitora juguetona con que los niños siempre han soñado. La descripción de ese quebradizo estado mental puede ser certera, pero la traba va más allá del componente narrativo y esa indefinición se muestra también en una puesta en escena que pedía a gritos una mayor definición de sus líneas maestras.

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Campbell abusa de la recurrencia narrativa como método de acercamiento a la dualidad de sus protagonistas, una estrategia que parece impuesta por una mano exterior al relato. Por ejemplo, en la primera parte del film la pequeña Rose se encuentra de manera azarosa con una piscina donde varios padres y madres introducen en el agua a sus hijos, que nadan plácidamente en la seguridad de una suerte de líquido amniótico. Al final de la película, cuando los tres hermanos se introducen en el mar para salvar a la madre, los planos acuáticos se repiten, pero en esta ocasión la oscuridad del océano los envuelve. Y aunque las imágenes articulan un esteticismo cautivador, queda la sensación de que son un mero capricho de reflejos invertidos, algo no justificado por las acciones del relato. Campbell quiere que sus personajes pasen por ambas imágenes, pero no se plantea que esos altos en el camino son un desvío de la trayectoria inicialmente plantada en el guión.

Algo similar ocurre con la forma en que Campbell mueve la cámara. Cuando Rose y su madre escapan del sanatorio, conversan en un camino rodeado de árboles: la madre explica lo que son los años luz y cómo algunas de las estrellas que iluminan el cielo llevan varios años muertas. La metáfora es, si se quiere, un tanto obvia, pero el problema es otro: la cámara acompaña en travelling a sus protagonistas para, durante el discurso de la madre, abandonarlas y acercarse a los árboles, que oscurecen el plano. La idea es franca, pero la directora prefiere darle una vuelta de más: sin cortes, la cámara vuelve al camino, iluminado, en una elipsis que devuelve al espectador a una madre e hija felices, cuando el relato no lo requería. En definitiva, el discurso de la película y el de la puesta en escena parecen ir por caminos distintos, lo que sitúa Light Years en una resbaladiza tierra de nadie.