(Imagen de cabecera: José Luis Alcaine frente a dos cuadros de Sorolla en el Museo de Bellas Artes de Asturias @Iván Martínez)

Manu Yáñez (Oviedo)

Mientras pasea por el Museo de Bellas Artes de Asturias, invitado por la Semana del Audiovisual de Oviedo, José Luis Alcaine se detiene frente al pequeño lienzo Estudio de luz (1894), obra de Ramón Casas. La excusa para analizar el óleo sobre cartón del modernista catalán tiene un origen cinematográfico, ya que la imagen de una joven vestida de blanco, iluminada por un haz de luz que cae desde una abertura en el techo, despierta en Alcaine el recuerdo de Dolor y gloria (2019), una de las últimas colaboraciones del director de fotografía tangerino con Pedro Almodóvar. La claridad del cuadro de Casas remite al escenario de la cueva valenciana que, en el film del cineasta manchego, acogía la infancia del personaje interpretado por Antonio Banderas. “En el cine, los focos de luz suelen ponerse arriba, pero yo huyo de ese tipo de iluminación. Lucho para que la luz quede a la altura de los personajes. Así suele ocurrir en la realidad, cuando la luz entra en las estancias por las ventanas. De este modo, además, se favorece que los rostros de los actores queden bien iluminados”. Alcaine habla con la autoridad que le proporciona haber encendido, en el pasado, los semblantes de Carmen Maura en Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988) o de Penélope Cruz en Volver (2006).

Pero más que a los rostros de los actores de Dolor y gloria, Estudio de luz conduce a Alcaine hacia el recuerdo de una conversación con el diseñador de producción del film. “Antxón (Gómez) me ofreció elevar el techo de la cueva, que recreamos en estudio, para que yo pudiera situar con comodidad los focos. Pero me negué. De hecho, le pedí lo contrario, que bajara el techo. Así se podía acentuar el encierro de los personajes. Me interesaba que el techo se viera incluso en los primeros planos”. La demanda de Alcaine podía suponer un quebradero de cabeza a la hora de iluminar el espacio, pero para el Premio Nacional de Cinematografía la prioridad era garantizar una representación lo más verista posible.

Y, de hecho, este interés por trabajar la luz desde una perspectiva realista se convierte en el principal leitmotiv de la visita guiada (y a su vez masterclass) que Alcaine ofrece en el museo ovetense. “Siempre trato de que la luz de mis películas sea creíble. Me gusta jugar con el modo en que la luz, de manera natural, rebota sobre las superficies y los cuerpos”, señala el director de fotografía de El sur (1983) mientras observa el cuadro Descanso en la huida de Egipto (1610-1620) de Eugenio Cajés. Y luego, frente a El bosque maravilloso (1977) del colectivo Equipo Crónica, Alcaine rememora con devoción la luz “dura y realista” de las películas de serie B de los años 40 y 50 de la Warner Bros. A la postre, las reflexiones de este escultor de la luz fílmica dejan para el recuerdo la paradoja esencial de la obsesión por el realismo del fotógrafo de cabecera de Almodóvar, uno de los grandes cineastas manieristas de nuestro tiempo.

En el transitar de cuadro en cuadro por la pinacoteca asturiana, Alcaine va desplegando un fascinante abanico de conexiones entre pintura y cine. La luz que incide lateralmente sobre el Cristo muerto en la cruz (1636) de Zurbarán “resulta muy cinematográfica”, mientras que el Greco, en sus cuadros sobre los apóstoles, debe ser considerado como “el Fellini de la época, porque la base de su creación estaba en las elecciones de casting de sus modelos”. Y todavía más. El detallismo del San Pedro (1670) de Murillo invita a Alcaine a crear un zoom in orgánico, aproximándose lentamente al lienzo y descubriendo incontables detalles: “¡El cuadro cobra vida a medida que te acercas!”, celebra el legendario director de fotografía.

Luego, en consonancia con su fijación por las formas del realismo fílmico, Alcaine deja en Oviedo varias muestras de su interés por un cine capaz de proponer al espectador una experiencia de visionado activa. Frente al Camino del calvario (1555) de Juan Correa de Vivar, el responsable de la fotografía de Quién puede matar a un niño (1976) destaca la capacidad de la pintura para abrazar lo coral desde la multiplicidad de los focos de atención. “Me gusta la idea de que el espectador pueda pasear la mirada por la pantalla con libertad”. Según este ideal interactivo, el cine debería seguir la estela de cuadros como The Early Career of Murillo (1634) de John Phillip. “¡Veis, todo está en foco!”, exclama Alcaine, quién unos minutos antes había imaginado un escenario utópico en el que “el espectador podría convertirse en el director de la película, eligiendo con libertad hacia donde mirar. Cada espectador perfilaría su película, o se podría ver varias veces la misma película extrayendo experiencias siempre nuevas”. Cabe imaginar que, pese a su apego por lo narrativo, a Alcaine debería interesarle la obra de cineastas como Jacques Tati o Apichatpong Weerasethakul.

Pero más que por una idea dogmática del cine, Alcaine aboga por un arte en evolución. A sus ochenta y cuatro años, el ganador de cinco premios Goya se muestra entusiasmado por haber vivido “en directo” la transición de lo analógico a lo digital. “Se trata de un cambio de paradigma total, que tendría un equivalente pictórico: el salto de la pintura al fresco a la pintura al óleo. En el óleo es posible introducir un montón de modificaciones a posteriori. En este sentido, los frescos serían el equivalente a la fotografía analógica, mientras que el cine digital estaría más cerca del óleo”. Aferrado a la idea del aprendizaje permanente, el colaborador de Vicente Aranda, Fernando Trueba y Brian de Palma, entre muchos otros, exuda un vitalismo inspirador. En el cierre de su visita-masterclass, Alcaine defiende la necesidad de que la enseñanza audiovisual llegue a las escuelas y, ante la creciente posibilidad de llegar a vivir cien años, subraya su deseo de que las nuevas generaciones encuentren una pasión vital, a poder ser creativa. “¿Os imagináis vivir cien años sin una pasión? Eso sí sería la muerte”, remata el maestro de la luz.