(Imagen de cabecera: Chaudron infernal de Georges Méliès)
Xavier Montoriol (Il Cinema Ritrovato, Bolonia)
Cae la noche en la Piazzetta Pasolini, y el viejo proyector de carbón empieza a desprender una llama azulada. Tal vez sea la mejor forma de comenzar: por el principio, cuando la pantalla se llena de sombras y toda la materia del cine es aún un cúmulo de posibilidades latentes. Es la primera noche en Il Cinema Ritrovato, que este año celebra su XXXVII edición, y se proyecta una selección de películas de 1903.
La extensa programación del festival –más de cuatrocientas películas a lo largo de nueve días en distintas sedes de la ciudad de Bolonia– invita a un pequeño ejercicio de montaje que va conformando una de tantas historias posibles del cine. La nuestra arranca con un coche que, siguiendo las vías de un tren, sube una cuesta serpenteante entre montañas y bordea largos acantilados. El fragmento inicial nos muestra la cámara instalada sobre una gran plataforma de madera que una locomotora empujará por los raíles. La película es Captain Deasy’s Daring Drive: Ascent (1903), y consiste en un precioso travelling que ya contiene el germen de las infinitas huidas en coche del cine clásico. ¿O acaso no nos acordaremos del Capitán Deasy cuando, en este mismo festival, veamos a Gary Cooper y Sylvia Sidney derrapando por las curvas de una carretera solitaria en la secuencia final de City Streets (1931)?
Tal y como apuntan los programadores al inicio de esta sesión de cortos de 1903, la mayoría de las piezas mostradas prescinden de estructuras narrativas y se abandonan al espectáculo del movimiento. Entre los motivos predilectos encontramos escenas de baile y entrenamientos militares. También destaca la presencia de los llamados trick films, cortometrajes destinados a presentar las últimas novedades en efectos especiales, y cuyo máximo exponente es Georges Méliès. Junto a su Chaudron infernal y Le Royaume des fées –dos fantasías coloreadas a mano y pobladas por una retahíla de criaturas terribles–, pudo verse una película sencilla pero muy interesante: King of Coins (Alf Collins), consistente en un plano detalle de una mano que hace aparecer y desaparecer monedas mediante una serie de cortes. El encuadre llama la atención por contraste con el resto de películas, que casi nunca abandonan el plano general, y encuentra un eco en Les Métamorphoses du Roi de Pique (Gaston Velle), una pieza de carácter humorístico que también recurre al plano detalle para filmar los juegos de cartas mediante los cuales un mago hace aumentar la carta del rey de picas hasta que, alcanzando el tamaño humano, el dibujo cobra vida. Aún estaban por llegar esas manos cargadas de afectos, llenas de amor, de odio, de deseo, deslizándose lentamente hacia otra mano o hacia la culata de un revólver que asoma entre la ropa: en 1903, según parece, los planos detalle eran por lo general terreno de prestidigitadores.
(Diana Karenne)
Bajo el nombre de La macchina del tempo, sección del festival que comprende varias retrospectivas en torno a las primeras décadas del cine, también se presentó un ciclo dedicado a las divas del Imperio Ruso que triunfaron en el cine italiano en la década de 1910. Se trata de figuras mayormente olvidadas, que nos llegan rodeadas de un halo de misterio, puesto que muy pocas de sus películas han sobrevivido al paso del tiempo. Entre ellas está Diana Karenne. Su identidad real es desconocida, así como la fecha exacta de su nacimiento –se sabe que nació en Kiev a finales del siglo XIX–, e incluso las versiones acerca de su muerte son contradictorias: hay quien asegura que murió el año 1940 en Alemania bajo un bombardeo de las fuerzas aliadas, mientras que otros documentos sugieren que su fin llegó en la ciudad de Lausana en 1968. Lo que sí está claro es que Karenne fue una mujer polifacética que dedicó su vida al arte: además de actriz, fue guionista, directora y productora, y se dedicó también a la crítica de cine, la música y la pintura.
Una de las películas que se mostraron en el festival fue The Two Sisters’ Tragedy (Tragediya Dvukh Sester, 1914), que ella misma escribió, dirigió y protagonizó bajo el nombre de Dina Karen antes de su llegada a Italia. La única copia que se conserva está incompleta, pero permite asistir a los orígenes de una estrella de cine temprana, que pronto triunfaría bajo las órdenes de Ernesto Maria Pasquali en Passione Tsigana (1916), de la cual sólo sobreviven tres bobinas de las cinco originales. Apenas ha transcurrido una década desde la conducción temeraria del Capitán Deasy, pero las transformaciones son profundas. Como apunta Godard, la historia de la estrella de cine es una derivación del primer plano, y aquí lo vemos aparecer con toda su fuerza. Karenne tiene unos rasgos marcados que le dan una presencia enérgica e imponente; a menudo frunce el ceño, ojea a un lado y a otro, y fuma un cigarrillo que sostiene entre los dedos de la mano abierta, de forma que, cuando da una calada, la mayor parte de su rostro queda escondido: tan solo asoman sus ojos oscuros y penetrantes, escudriñando el paisaje. Cuando una idea o una esperanza se cruzan en su camino, cosa que sucede a menudo, su mirada se enciende, toma un cariz ausente y soñador, y un principio de sonrisa pícara se le dibuja en los labios. Dichas esperanzas suelen tener un final trágico.
(Za oponou smrti de Ferenc Futurista)
Siguiendo el cortejo de personajes misteriosos que poblaron los comienzos del cine, cabe destacar la proyección del metraje conservado –apenas diez minutos– de la única película dirigida por Ferenc Futurista, Za oponou smrti (1923). La oscura historia de un científico que logra revivir el cadáver de una joven ahogada es apenas legible en la sucesión de fragmentos, pero las lagunas invitan a soñar; la imagen se abre como una puerta al vacío, y esos seres pesadillescos que se deslizan por los salones de un palacio olvidado delimitan los bordes de un abismo insalvable. A veces da la sensación de que la película, con su escenografía minimalista, ya anticipaba su propia desintegración: apenas unos cuantos objetos –una cama antigua, un enorme sillón– emergen de la oscuridad perenne de los decorados, tocados por un haz de luz, como si todo el resto estuviera condenado de antemano al olvido.
La película de Futurista –o lo que queda de ella– pudo verse en el marco de un ciclo llamado Cento anni fa, que este año, como es lógico, estuvo consagrado a una selección de películas de 1923. Resulta interesante observar como a esa edad temprana del cine aún conviven obras de factura bastante rudimentaria –por ejemplo, varias de las películas mostradas en la sesión dedicada a la Egiptomanía– con otras que ya se sitúan en las cumbres expresivas del medio. Si el año pasado tocó revisitar el Nosferatu de Murnau, esta vez fue el turno de Schatten de Arthur Robinson, otra pieza clave del expresionismo alemán, y otra inmersión en las pesadillas de la noche –para las cuales el cine se revela como el vehículo perfecto– antes de que el amanecer ponga las cosas de nuevo en su lugar. Sin embargo, las dudas no se desvanecen del todo con la llegada del sol: ¿acaso esos sueños no nos parecieron tan reales como la vida misma? ¿No fue un poco como ese entrar y salir constante de las salas de cine, pasando de las sombras a la luz? El mundo, inalterado, sigue su curso, pero la ciudad ya no puede ser exactamente la misma para nosotros; esa fuente tranquila en medio de la plaza lleva ahora la huella silenciosa del horror.
(L’auberge rouge de Jean Epstein)
La retrospectiva de 1923 trajo también una de las experiencias más bellas y arrebatadoras del festival: la proyección de L’auberge rouge, la primera película en solitario de un joven Jean Epstein. Se trata de una adaptación del cuento homónimo de Balzac, cuya estructura consiste en una doble narración intercalada: una noche, alrededor de una cena opulenta, un hombre cuenta una historia que, sin saberlo, acabará sacando a la luz el oscuro secreto de uno de los comensales. Su relato empieza con la llegada de dos viajeros a una humilde posada en medio de una gran tormenta, una escena que ya anticipa el comienzo de La chute de la maison Usher (1928). Un extenso trabajo de depuración y de concentración dramática del gesto separa ambas películas, pero la misma aura de fatalidad se cierne sobre las respectivas posadas; como si, al abrir la puerta y ver los rostros que se voltean para observarlos, los viajeros hubieran accionado un mecanismo irrevertible que los empujará a la desgracia.
El plano detalle surge aquí en todo su esplendor. Tal vez nos acordemos de La Métamorphose du Roi de Pique cuando una figura misteriosa aparece en la penumbra de la posada y se ofrece a echarle las cartas a uno de los viajeros. Otra vez unas manos que barajan y cortan y despliegan los naipes en abanico; pero en veinte años de cine se han cargado de suspense y de temor. La mano del viajero tiembla, elige una carta, la voltea: salen picas otra vez. Pero esta vez no es el rey y no habrá risas entre el público; es el diez, y un intertítulo amenazador aparece para dar sentencia: Muerte.