Iker Zabala (Festival Zinebi, Bilbao)

En How to Save a Dead Friend –película ganadora del premio del jurado joven en la sección ZIFF de Zinebi– la rusa Marusya Syroechkovskaya emplea material recabado durante casi dos décadas para narrar la historia de Kimi, el amor de su vida, quien en 2005 se suicidó. Resulta sorprendente la naturalidad con la que la directora realiza afirmaciones como la siguiente: “mis amigos por aquel entonces no dejaban de suicidarse”. Una realidad a la que Syroechkovskaya responde de forma directa, y en ocasiones también grotesca, como cuando adopta los códigos del discurso publicitario para mostrar diferentes formas de quitarse la vida. En todo caso, el centro del film lo termina ocupando el retrato, entre el melodrama y la comedia negra, de una relación amorosa marcada por la devoción y el tormento. La cámara de Syroechkovskaya, de adorable textura doméstica, mostrará escenas cotidianas donde poco a poco los adolescentes irán envejeciendo lentamente. Equilibrando la joie de vivre y una cierta pulsión de muerte, marcada por la representación de la adicción a las drogas, la película conforma un mosaico histórico, no cronológico, sobre la vida de la pareja.

Más allá de la crónica íntima, Syroechkovskaya aprovecha la ocasión para situar el problema del suicidio juvenil en el corazón de la realidad rusa, marcada por la melancolía y el patriotismo –las elipsis del film estarán marcadas por las felicitaciones de año nuevo de los presidentes Medvedev y Putin–. Sin embargo, estos son apuntes que complementan el retrato de la deriva de Kimi a manos de la ansiedad y la depresión. Así, como se nos anticipaba al principio del film, la prematura muerte de Kimi enmarca el segmento final. Entonces, sin lugar ya para la ligereza, Syroechkovskaya formula una sentencia iluminadora: “si existe vida después de la muerte, ésta debe ser digital”. Mientras, en la imagen, la cineasta muestra un detalle pixelado de una imagen de los ojos azules de Kimi. Se trata de la invocación de un fantasma digital. En otro momento, la voz en off del fallecido entona un cautivador monólogo de despedida, mientras vemos fragmentos parciales de su cuerpo, sus tatuajes, sus cicatrices, y de una vena palpitante, repleta de vida. ¿Es la permanencia digital, la construcción de la película en sí, una forma de salvar a un amigo muerto? Probablemente no, pero es innegable que la propia creencia atesora cierta belleza.

“À vendredi, Robinson”.

Una sombra fúnebre recorre también À vendredi, Robinson de Mitra Farahani. El reciente fallecimiento de Jean-Luc Godard condiciona sobremanera el visionado de la película, añadiendo nuevas capas analíticas y emocionales, evidenciando así que los relatos fílmicos son artefactos vivos capaces de crear nuevos significados tiempo después de haber sido creados. Aquí estamos ante una película milagrosa que contiene el intercambio epistolar entre el cineasta y escritor iraní Ebrahim Golestan y el propio Godard. Farahani se afana, en primer lugar, en acentuar las diferencias entre ambos hombres. Golestan es un hombre locuaz y alegre, asentado en su enorme mansión británica, de formas clásicas y sobrecargadas, mientras que Godard aparece siempre solo en su austero hogar suizo. Fiel a su iconografía personal –gran sombrero, puro en la boca, manipulando rústicos dispositivos de montaje– Godard es perfilado como un hombre enigmático, de mirada severa y lacónica.

El juego epistolar no hace más que agudizar el contraste entre ambos hombres. Golestan escribe largas cartas alambicadas, con sesudas y literarias reflexiones sobre la propia existencia, mientras que los mensajes de Godard son crípticos y tremendamente ricos en su materialidad: aparecen detalles de cuadros, aforismos y boutades, fotografías y extractos de la propia escritura de Golestan. Así, la personalidad poliédrica y rupturista de Godard confronta las formas clásicas de Golestan. Y, en cierto modo, la reacción de este último podría ser una caja de resonancia de lo que el propio Godard ha generado durante décadas en sus espectadores. Esa sensación de enfado por no comprender el significado de sus mensajes (en uno de sus primeros intercambios Golestan creerá ver una relación entre el Saturno devorando a su hijode Goya y el Al final de la escapada del propio Godard), la manifestación vehemente de que nada tiene sentido, pero a la vez una inevitable atracción por el razonamiento que se esconde en cada mensaje.

“À vendredi, Robinson”.

En paralelo a este intercambio, observamos la vida cotidiana de ambos, la rutina de personas en el ocaso de sus vidas. Golestan trabaja de forma metódica en su despacho y conversa de manera amigable con sus familiares. Las rutinas de Godard –a quien vemos doblar ropa ataviado con una sencilla camisa y pantalones cortos– también sirven para humanizar al personaje, aunque su lugar sigue siendo el de la cinefilia, como evidencia su enésima visita a las imágenes de Johnny Guitar. Luego, la muerte irá apareciendo de forma recurrente en las misivas, donde, pese a las aparentes animadversiones iniciales, irá surgiendo una relación de complicidad entre ambos hombres, que llegarán incluso a remitirse fotografías de sus respectivos ingresos hospitalarios.

Si bien la película tiende a retratar más a Goldestan durante su primera mitad, Godard adquirirá mayor protagonismo en el último tercio del film. Lo observaremos presa de sus cavilaciones, musitando reflexiones del tipo: “nunca estamos lo suficientemente tristes para hacer del mundo un lugar mejor”. El peso de la lúcida mirada de Godard nos interpela de forma enigmática, dejándonos un poso profundamente melancólico. No estamos antes el legado final de Godard –Le livre d’image se grabó después de À vendredi, Robinson–, pero sí frente a una ventana abierta al centelleo crepuscular de un artista colosal.