Víctor Esquirol (Festival de Locarno)

Siete años después del estreno de Arraianos, Eloy Enciso vuelve a rondar los rincones olvidados de la geografía gallega, esta vez para arrojar luz sobre unos capítulos que el tiempo ha querido enterrar de mala manera. Y es que, con Longa noite, el cineasta de Meira se desprende un tanto del interés etnográfico para ganar en carga política. No en vano, el propio título del film nos remite a un sombrío período histórico que, en la España actual, parece generar tanto extrañamiento como incomodidad. Hablamos (habla Enciso) del franquismo, esa noche de treinta años, esa herida mal cauterizada.

Un hombre vuelve a su pueblo natal, convirtiéndose así en una especie de hilo conductor entre historias humanas inevitablemente marcadas por el contexto sociopolítico. En uno de las pocos planos generales urbanos que nos ofrece la película, se percibe un toque de atención metafórico: vemos cómo, en plena noche, la luz de las farolas pugna silenciosamente contra la espesura de una niebla que impide ver con claridad. La luz y la niebla ofrecen una nueva posibilidad para el lucimiento (nunca mejor dicho) de Mauro Herce en las labores de dirección fotográfica, aunque, lejos del exhibicionismo gratuito, las imágenes se erigen en elocuentes portavoces del espíritu reivindicativo que motiva en esta ocasión el trabajo de Enciso.

Estamos en Galicia, en unos años en los que la luz no tiene permitido moverse con libertad. Advertimos esto cuando, tras escuchar las quejas de dos mendigos que intentan ejercer su “profesión” con orgullo y dignidad, uno de ellos muestra su recaudación del día: un puñado de moneadas seguramente ajenas a la memoria de las nuevas generaciones. Al poco rato, por si todavía quedaban dudas, los dos mendigos se enfrentan a un obrero que está construyendo una prisión para un régimen totalitario. A partir de ahí, Enciso va invocando el recuerdo de victorias y derrotas pasadas que marcan los complejos, inseguridades y (crueles) vanidades del presente. Se trata de romper el tabú del ayer para conocer mejor el ahora. Para ello, el director y guionista echa mano de una fértil materia prima intelectual (textos de Max Aub, Luís Seoane o Ramón de Valenzuela) para moldear un proceso memorístico encarnado en la cercanía corpórea de un elenco de actores semiprofesionales.

Discursos, caras y cuerpos hermanados por la tierra de la que emanan. Una tierra inevitablemente manchada por una realidad cuyo terror pasó a ser normalidad durante tres décadas. La narración, dividida en tres episodios, nos habla del pánico sostenido, el exilio forzado y el encierro injusto. Lo hace, principalmente, a través de monólogos travestidos de diálogos. En bares, autobuses y casas de campo se encuentran personas que intercambian, a través de la palabra, sus respectivas vivencias, de las que se derivan claras consecuencias. Lo hacen en la soledad de un primer plano en el que solo cabe su semblante. La única comunicación posible se efectúa a través del corte de montaje entre planos de rostros que nunca llegan a compartir pantalla. Como si cada uno estuviera solo, atrincherado, en sus pensamientos; como si éstos fueran irreconciliables con los de la persona que está a pocos centímetros de distancia física… aunque, ideológicamente, ya se ve, a años luz.

Esta compilación de encuentros –o directamente de enfrentamientos, pues sobrevuela, durante buena parte del metraje, la idea de esas dos Españas condenadas a no encontrarse– se resuelve en un último acto de fuga hacia una naturaleza aparentemente inaccesible, pero que al mismo tiempo parece ser el último refugio de unas voces que no deben caer en el olvido. Hacia allí nos dirige Enciso, en un apunte final que refuerza sus tesis fílmicas, pues una vez más, en lo recóndito, allí donde nos dijeron que no podríamos llegar, reside el secreto que nos acerca los unos a los otros.

A todo esto, va José Luis Guerin y recoge el testigo de dicha revelación. En el cortometraje De una isla, el director de En construcción y La academia de las musas nos embriaga con las románticas esencias de una naturaleza sin la cual no se puede entender el terreno que estamos pisando. Así, este “drama geológico” nos invita a entender los siglos de historia humana a través de pulsiones telúricas. El blanco y negro, los 16mm y un silencio apoyado sobre títulos explicativos nos remiten a los orígenes de un arte (el cinematográfico) que interpela aquí a los mismísimos orígenes del planeta. Y, ante el atisbo de la existencia de visiones enfrentadas sobre ese origen, Guerin se parapeta en el terreno filosófico de César Manrique, arquitecto de ríos, grutas y lagos cuya formulación del espacio alcanzó la relevancia política suficiente como para que la isla de Lanzarote se erigiera en orgullosa excepción frente a la imperante explotación del espacio natural.

Para combatir esta falta de respeto hacia el entorno, Guerin busca argumentos en un cine maravillado ante el poder de los elementos. La niebla sirve para fundir imágenes y transitar entre escenarios, la sombra de la cámara (plantada en un trípode) se confunde con las que proyectan las montañas del fondo, gigantes de roca que rompen un horizonte infinito. El cineasta barcelonés convierte la contemplación en apreciación. La narración, por consiguiente, brota de la tierra, y navega por el inmenso océano, y vuela llevada por el viento. La Historia ya no es una engorrosa tarea pendiente, sino el resultado de una sedimentación sabia y preciosa que debería calar en la voluntad humana. Suena a fantasía, y se percibe como tal, como una celebración del vínculo primigenio entre el cine y los sueños. Ahí deberíamos hallar una inspiración.