En los cimientos de la artesanal e hilarante La reina de los lagartos, dirigida por el colectivo Burnin’ Percebes, se esconde una genial paradoja conceptual. Por un lado, la película se afianza en una apuesta por lo vintage, encarnada en el uso del formato Super 8mm, en el retrato de una Barcelona de extrarradio que parece situada en un limbo pre-Olímpico, y en la referencia a films como Ultimátum a la Tierra o La semilla del diablo. Sin embargo, en paralelo, el film transita por las sendas de la posmodernidad: entrecruza con descaro los más variopintos códigos del cine de género y se explaya en las formas del poshumor, exprimiendo las posibilidades de la comedia absurda (como en la simple pero efectiva repetición de la palabra “catequesis”), del gag excesivamente dilatado y del humor deadpan, que opera normalizando la excentricidad. Así es como se articula la imposible relación entre un príncipe-lagarto-extraterrestre (interpretado por el espigado Javier Botet) y una madre-separada-humana (la menuda Bruna Cusí), una historia en la que las coordenadas de géneros eminentemente foráneos como la ciencia ficción y la comedia romántica se pasan por un filtro castizo, a la manera de Extraterrestre de Nacho Vigalondo o Sueñan los androires de Ion de Sosa. Con sus prolongados planos fijos, su empleo de primeras tomas (que imbrican la sofisticación formal y la imperfección amateur) y su inclinación al diálogo balbuceado, La reina de los lagartos conjuga una suerte de realismo ilusionista, una invitación a contemplar la magia de lo cotidiano a través del filtro de la fantasía indomable. Manu Yáñez y Víctor Esquirol

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