(Imagen de cabecera: El trío en mi bémol de Rita Azevedo Gomes)

Víctor Paz (Viennale, Viena)

Adaptar a Éric Rohmer desde el teatro. Es lo que se propone Rita Azevedo Gomes en El trío en mi bémol (O Trio Em Mi Bemol, 2022), que toma su título de una pieza musical de Wolfgang Amadeus Mozart. Rodada en plena pandemia, la película ocurre en buena parte en una casa en el campo de estilo moderno, con austeros muros blancos y líneas rectas; habitaciones luminosas gracias a ventanales enormes de una sola hoja, que dan a mínimos jardines con recovecos asfaltados en piedra lisa. Por estas características y el omnipresente viento en el exterior, de inmediato intuimos la arquitectura de Álvaro Siza, quien cuenta con extensas edificaciones en el norte de Portugal. Los créditos confirmarán más tarde que se trata de Caminha.

En este espacio, una pareja que se ha separado hace un año se reúne con relativa frecuencia. Siguen siendo buenos amigos y ella lo visita a él, poniéndolo al día principalmente sobre sus avances amorosos con otros hombres y volviendo a temas que marcaron su vida juntos, como la continua presencia de música clásica en el domicilio; de ahí el título. Cada uno de esos encuentros está marcado por elipsis, habitualmente divididas por un segundo nivel de narración. El trío en mi bémol no es una adaptación de la obra de Rohmer, sino una dramatización de su puesta en escena. Ya desde el inicio se rompe la cuarta pared para comprobar que al otro lado tenemos un equipo de rodaje, capitaneado por el realizador español, hijo adoptivo de París, Ado Arrietta. Este alter ego de Gomes se desvela rápidamente como personaje de ficción, al aparecer ensayando él mismo junto a sus actores. De repente, personas del equipo, vestidas de forma mucho más desarreglada que los elegantes protagonistas, entran en plano portando mascarillas. Ese es el rodaje real, presente en la cinta como tercer elemento narrativo de no ficción.

Al optar por mostrarnos estos tres niveles, la directora de Correspondências (2016) y A Portuguesa (2018) decide diseccionar su propio proceso creativo y continúa trabajando sobre las relaciones entre literatura y cine. Si en estos filmes anteriores tomaba las cartas entre Jorge de Sena y Sophia de Mello, y la novela homónima de Robert Musil, respectivamente, aquí se juega con una obra de teatro. Continuamente se discute dónde se posiciona la cámara, pero también cómo debe declamarse cada frase. No existen florituras, Gomes utiliza planos fijos más bien abiertos para dar a sus intérpretes la facilidad de moverse por el cuadro. Son estos desplazamientos los que acaban por enmarcar a los protagonistas en una estilización de las formas teatrales. El trío en mi bémol se disfruta, no obstante, no solo por estos elementos metatextuales, sino como una bonita y delicada historia de amor entre dos personas de las que emana complicidad. Rita Durão y Pierre Léon están magníficos a la hora de trasladar las sutilezas de una relación tan larga e íntima.

“Fogo-Fátuo”.

En comparación, las uniones marcadamente eróticas de Fogo-Fátuo (João Pedro Rodrigues, 2022) deben leerse con espíritu lúdico. Con tono paródico desde el arranque, el autor, que no dirigía un largometraje desde O Ornitólogo (2016), nos introduce en un futurista Portugal alternativo en que la monarquía vuelve a tener su lugar, entendemos que como figura decorativa, porque la república sigue activa. En su lecho de muerte, el rey recuerda su juventud en los tiempos actuales. El joven príncipe, preocupado por la emergencia climática, decide hacerse bombero. Casi toda la cinta gira en torno a su adiestramiento.

Definida en su título inicial como una “fantasía musical” por el propio Rodrigues, hay algunas canciones y bailes, aunque habría sido más preciso llamarla “sueño performático”. No hay una trama que evolucione, sino más bien un conjunto de viñetas de gozosa aproximación queer que intentan componer un retrato crítico de la identidad nacional portuguesa. Con mayor contención, esta dinámica ya estaba presente en el corto O Corpo De Afonso (2013), en el que hacía posar con una pesada espada a un grupo de musculosos hombres sacados de castings en gimnasios, emulando las estatuas del famoso primer monarca de Portugal. En Fogo-Fátuo añade dardos y dispara al pasado imperialista de su nación, al racismo, al calentamiento global, a la pandemia del COVID-19, al catolicismo más rancio, al inmovilismo de las tradiciones –fado incluido– e tutti quanti. Sencillamente es demasiado para 67 minutos. Fogo-Fátuo es una broma que confía en su ligereza como virtud, pero se convierte en su peor defecto.

“É Noite Na América”.

En latitud y estilo diferentes, Ana Vaz habla de la conexión entre lo natural y lo artificial en su documental É Noite Na América (2022), filmado en Brasilia siguiendo a diversos profesionales que se dedican a recoger animales salvajes perdidos en la ciudad. En una megalópolis rodeada de frondosas selvas, esto es una realidad cotidiana. Vaz usa teleobjetivos para captar detalles de las bestias, lo que llega a dar cierto carácter etéreo a la imagen. Jugando con el diafragma, ofrece diferentes tonalidades lumínicas y, aunque hay mucha entrevista a veterinarios o policías sobre su trabajo, jamás salen en pantalla. Sus voces se funden con las de la frecuencia de radio utilizada para comunicar casos de aparición de fieras y llegan a estar al mismo nivel que los ruidos de los animales o de la jungla urbana que es Brasilia. La banda sonora, con una enérgica impro de jazz peleándose continuamente con una composición clásica más pausada, subraya el universo de contrastes que es É Noite Na América, un film que juega con todas estas oposiciones y las fusiona para subrayar un conflicto que, según su autora, debiera tender a la integración.