Violeta Kovacsics (Festival de Berlín)

Al comienzo de Music, la nueva película de Angela Schanelec, el paisaje ocupa el grueso del plano, como si fuera un cuadro. Sobre esa composición, y gracias al trabajo de puesta en escena, las acciones se irán presentando de manera fragmentaria, esquiva, aunque es posible reconstruir lo que sucede: un hombre ensangrentado es detenido, y un bebé es rescatado de este árido lugar. Luego pasarán los años, y ese chico crecerá, marcado por aquella tragedia fundacional. Como en Estaba en casa, pero…, en Music, Schanelec propone más preguntas que respuestas, aunque los enigmas se pueden ir resolviendo mediante pequeños detalles. ¿Dónde estamos? En Grecia, la cuna de la tragedia. ¿Y cuándo? Primero, en un momento en que todavía no existe la moneda unificada, quizá en los años ochenta o noventa; y luego en 2006, porque en un momento escuchamos los goles de Italia en las semifinales del Mundial de aquel año.

No todo en Music es un secreto, por mucho que la puesta en escena elíptica insista en ello. El nuevo trabajo de la veterana cineasta alemana, emblema de la Escuela de Berlín, no solo hace alarde de un despliegue escénico de gran belleza, sino que deslumbra por su modo audaz de revelar narrativamente el paso del tiempo. Los personajes envejecen, pero los actores permanecen igual. He aquí una idea curiosa, que incide en el misterio que la película plantea sin que la directora tenga la más mínima intención de desvelar nada desde la evidencia. Schanelec no afloja. No concede. Es más, cuando la película se vuelve algo explicativa (solo un poco), la propuesta pierde fuelle.

La música, que abunda en el tramo final, pretende dotar de emoción a una película que, durante buena parte de su metraje, bloquea esta posibilidad. Music no es un jeroglífico (en el fondo, la partitura es claramente la de una tragedia), sino una obra hermética. Apenas corre el aire, aunque entre líneas se entrevén las relaciones de los personajes: un hombre abandona a su hijo, y el chico crece y es detenido tras un homicidio que nos remite al mito de Edipo. En el reformatorio, o en la cárcel, o en el extraño lugar donde es recluido (¿habrá quizá algo en la rareza del lugar del universo de Yorgos Lanthimos?), él conoce a una mujer, y tiempo después los dos tendrán una hija. La tragedia, sin embargo, no les abandona. Como en otras películas vistas en esta edición de la Berlinale (Le grand chariot, Tótem, 20.000 especie de abejas, Mal viver), Music explora el universo de las relaciones familiares, la transmisión de padres a hijos. Aquí, sin embargo, no se hace desde lo afectivo, sino desde la distancia que ofrece una puesta en escena quirúrgica.

“Mal viver”.

En Mal viver, la última y esperada película de João Canijo, el director de Sangre de mi sangre indaga también en las relaciones familiares. Esta es, también, una película de secretos, aunque estos se van desvelando de manera más abierta y narrativa. La historia es la de tres generaciones de mujeres que se encuentran en el hotel que regenta la familia, y el desencuentro entre la madre y su hija se va evidenciando. Quizá esta sea la principal tirantez de la película: Canijo es sumamente virtuoso en su puesta en escena, y sin embargo el relato no le acompaña.

Claustrofóbica como el cine de Martel, cuyo malestar parece querer reproducir, Mal viver se construye a través de marcos, de reflejos, de cuadros dentro de los cuadros y de murmullos o conversaciones que se intuyen. El plano deviene así un lienzo a observar con atención, porque siempre es complejo, siempre hay un detalle escondido. Quizá, Mal viver tenga más que ver con la arquitectura, del plano y del espacio del hotel decadente donde tiene lugar el grueso de la película. La propuesta estética es interesante, pero esta no es una película de Tsai Ming-liang, un cineasta que no teme el salto de lo narrativo a lo experimental.

“20.000 especies de abejas”.

La familia es también el eje en torno al que gira 20.000 especies de abejas, la única película española en la Sección Oficial. La historia de una niña trans en pleno proceso de comprensión de lo que le está pasando, se presenta en Berlín en un momento en el que el drama rural costumbrista parece haberse instalado en cierto cine español para convivir con otra de sus grandes tendencias, la del thriller con trasfondo sociopolítico.

A la manera de Estiu 1993, Estibaliz Urresola Solaguren privilegia el punto de vista de la niña protagonista. Sin embargo, no es dogmática en la propuesta: la película se centra tanto en la hija como en la madre, atrapada entre sus tribulaciones, las de su hija y las de su propia madre, una mujer católica. A diferencia del cine de Simón (con la que lo compararán por el mismo hecho de estar en Berlín, pero también por el retrato familiar y rural), el drama se impone al realismo. En Estiu 1993, como en Alcarrás, hay un trabajo con los lugares y especialmente con los actores que surge de la propia realidad. En el caso de 20.000 especies de abejas, como ocurría en Cinco lobitos, las intenciones son buenas, pero la forma, la del costumbrismo academicista, resulta algo antigua. Son películas excesivamente literales. 20.000 especies de abejas contrasta con Orlando, ma biographie politique. Las dos abordan el debate (tan vigente) en torno a lo trans, pero una lo hace desde la convención y la otra lo hace desde la subversión de lo narrativo, una lo hace desde lo social y la otra desde lo político.