Reivindicar a Alfred Hitchcock a estas alturas podría parecer lluvia sobre mojado, sin embargo, ninguna ocasión es mala para explicar que más allá del tópico del mago del suspense (tópico, como todos los tópicos, perezoso y probablemente cargado de equívocos) se esconde un auténtico creador de imágenes, un pensador cinematográfico, y uno de los raros cineastas que entendieron rápidamente, y que desarrollaron de forma obsesiva, la idea de que la forma de las imágenes es el verdadero vehículo de las ideas. Es decir, que cualquier decisión estética es fruto, o ha de serlo, de una decisión ideológica. La ventana indiscreta que como siempre en Hitchock es algo más que una película sobre lo que parece, puede ser leída ahora como una premonición de nuestra era de observación compulsiva y masturbatoria a través de ventanas (poco importa si ahora son digitales y no reales), además de una lección sobre el propio acto de mirar, sobre el propio hecho de contemplar una película, que tiene algo de masturbatorio. Como dijo Roman Gubern en El eros electrónico sobre el personaje encarnado por James Stewart: “La hipertrofia de su mirada inquisitiva le había sorbido hasta tal punto sus intereses personales, que le había producido un desinterés por su vinculo sexual con el mundo real, en una obvia alegoría masturbatoria”. Y sí: todas las películas del británico esconden en el fondo una alegoría sexual, muchas veces reaccionaria, pero siempre fascinante y cargada de culpas y complejos.

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