(Imagen de cabecera: El ventre del mar de Agustí Villaronga)
Laura Carneros (Málaga)
En 1816, una fragata de la marina francesa llamada Medusa naufragó, según los relatos de la época, por culpa de la ineptitud de su capitán. La falta de suficientes botes salvavidas hizo que parte de la tripulación tuviera que improvisar la construcción de una balsa de madera a la que se subieron más de cien personas, de las que sobrevivieron quince. Un par de años después, el pintor romántico Gericault representó la escena de aquellos náufragos a la deriva en la obra conocida como La balsa de la Medusa. A su vez, el escritor Alessandro Baricco publicó en 1993 Océano mar, novela inspirada en el lienzo de Gericault y que Agustí Villaronga toma como referencia para realizar El ventre del mar, ganadora de la Biznaga de Oro a la Mejor Película del Festival de Málaga (entre otros cinco galardones).
El ventre del mar arranca con la escena de un juicio en el que dos hombres están siendo interrogados. Sus vestimentas sitúan la acción en una época que se remonta, al menos, doscientos años atrás. A través de sus intervenciones sabemos que son los supervivientes de un naufragio y que, entre ellos, dada la agresividad del tono, existen más que diferencias. A continuación, el sonido de una radio provoca un salto temporal hasta nuestros días, y una serie de fotografías en blanco y negro muestran imágenes fijas de rescates a personas migrantes que viajan en balsas hinchables. Un salto temporal con el que Villaronga quiere dejar más que clara la vigencia del suceso, aunque el paralelismo entre aquel naufragio del siglo XIX y cualquiera de los que siguen aconteciendo hoy día no vuelve a retomarse en la película.
Tras ello, la historia se desarrolla en un total de cuatro escenarios diferentes en los que aparecen los dos hombres presentados en el prólogo: Thomas (Òscar Kapoya) y Savigny (Roger Casamajor, Biznaga de Plata al Mejor Actor). La alternancia de estos espacios, en un principio, puede resultar confusa, puesto que en dos de ellos la acción representada sucede al mismo tiempo, pero en distinto lugar. Esto es: la escena en ocasiones transcurre en un lugar ficticio situado, quizá, en la mente de sus protagonistas. Así, por ejemplo, se intercalan secuencias de los supervivientes apiñados en la balsa en mitad del mar con otras en las que los mismos personajes están en un edificio luminoso de altos muros. Podría decirse que el edificio, que obviamente se encuentra en tierra firme, es una alegoría del encierro que sufren los personajes, ya que, aunque la balsa no tenga paredes, sus límites son como imponentes muros que acotan sus probabilidades de salir con vida.
La propuesta de Villaronga mantiene una esencia puramente teatral perceptible tanto en el atrezo, de predominio minimalista, como en un trabajo con la palabra que se apoya en textos muy literarios, alejados del lenguaje natural. Esto quizá lastra la fluidez y el ritmo de la historia, que avanza principalmente a través de los relatos que cuentan sus personajes, más que por sus acciones. De hecho, sin estas aclaraciones expresadas en voz alta, muchas escenas no se entenderían. Esto provoca, también, que en numerosas ocasiones la representación metafórica obture la comprensión de un relato que exige, para su comprensión, un conocimiento previo o una investigación posterior.
Resulta destacable la fotografía en blanco y negro por la que Josep M. Civit y Blai Tomàs han sido premiados. Especialmente bellas resultan las escenas de los cuerpos flotando en el mar, o la composición pictórica de los náufragos sobre la balsa, de alusión a la obra de Gericault. Técnicamente, El ventre del mar posee pocas fisuras, pero cabría preguntarse si un largometraje tan premiado no debería poseer cierto equilibrio entre forma y fondo; independientemente de que pueda destacar por su complejidad conceptual o el arriesgado juego narrativo en el que se embarca Villaronga.
Otra de las grandes promesas del festival, que finalmente recibió la Biznaga de Plata al Mejor Montaje y el Premio Especial del Jurado, fue Destello Bravío de Ainhoa Rodríguez, quien propone, en su ópera prima, una serie de historias cruzadas entre los habitantes de un pueblo anclado en el tiempo y perdido en el espacio. A pocos minutos del inicio, una esplendorosa luna llena contextualiza toda la película y la sitúa en un lugar en penumbra donde lo real pierde su definición en virtud de la superstición y el artificio que emana de las tradiciones.
El fotograma recuerda inevitablemente a Lúa vermella de Lois Patiño, ganadora de la Biznaga de Plata en la sección de Zonazine en la pasada edición del festival. El film de Patiño, situado también en un pueblo (en este caso gallego) y cuyo argumento giraba entorno a historias de fantasmas y marineros, estaba envuelto en una atmósfera onírica, sutil y poética donde los muertos dialogaban con los vivos a través de la naturaleza y los fenómenos paranormales. O, al menos, eso hacía creer Patiño. Esta proximidad entre ambas obras me hace reflexionar, inevitablemente, acerca de los criterios que sitúan a las películas en una sección u otra. Pienso en si Destello Bravío no hubiese encajado mejor en Zonazine, o en por qué Lúa Vermella no merecía estar en la sección oficial de un festival que es aplaudido cuando apuesta por películas “diferentes”. Quizá, parte de la respuesta se encuentre en criterios más cercanos a la industria, o al respaldo con el que cuentan las películas. También es reseñable que, dentro del cine considerado de autor, existen diferentes estratos, y Destello Bravío bien podría encajar en un nicho que conecta con una audiencia que gusta de una estética bizarra, excéntrica y ensimismada. Y es que, desde mi punto de vista, aunque la película posee elementos identificables dentro del género surrealista y fantástico, como por ejemplo la interpretación deshumanizada y fría de los personajes o el uso de sintetizadores para potenciar el misterio a través del sonido, lo cierto es que lo representado no llega a generar una atmósfera sensorial lo suficientemente inmersiva. De igual modo, los diálogos declamados de forma plana se corresponden con unos códigos asumidos como absurdos, pero dentro de ese sinsentido no encontramos un doble fondo, o esa ironía que debería contener una frase desprovista, aparentemente, de significado.
He de admitir que mi experiencia como espectadora de Destello bravío no fue óptima. A los pocos minutos del inicio de la proyección de prensa, la película se detuvo en hasta tres ocasiones por problemas técnicos que, finalmente, se solucionaron con un salto en el metraje. Y en cuanto al sonido, aún no sabría identificar si realmente la película sufre problemas de ajuste o en algunas ocasiones la intencionalidad es provocar confusión en momentos en que los diálogos no son relevantes. Esta decisión formal se entendería si, al menos, en esas partes donde supuestamente la palabra es prescindible, no se subtitularan en otro idioma. Pero al darle relevancia en la versión distribuida para festivales, en mi caso, entendí que era necesario leer estas líneas en inglés para entender los diálogos. Ocurre esto, por ejemplo, en la escena en que unos jóvenes charlan mientras hacen botellón con la música del coche a todo volumen. O cuando una mujer le habla a la tele a la vez que en la televisión está hablando su marido y no se entiende ni a uno ni a otro, a no ser que se lean los subtítulos.
Respecto a la temática predominante, Ainhoa Rodríguez apuesta por un feminismo que se centra en el empoderamiento de la mujer madura mediante la búsqueda de su independencia y el disfrute de la sexualidad más allá de la etapa fértil. Hay un claro discurso acerca de la dominancia masculina sobre la femenina, ya que la relación entre sexos parece estar basada en la necesidad biológica, primera; y social, después, de convivir. La violencia mostrada es sutil y se ejerce principalmente de modo verbal, aunque también hay lugar para las vejaciones, representadas como juegos de niños que encierran la crudeza de una agresión física o incluso sexual. Pero también, aunque de manera casi imperceptible, se exponen situaciones en que las mujeres actúan de manera opresora sobre otras mujeres, por ejemplo, mediante las habladurías o la necesidad de aparentar. En Destello bravío la religión se mezcla con lo profano a través de los relatos de corte fantástico que cuentan las mujeres. La tradición toma cuerpo mediante la celebración de las procesiones de Semana Santa, que se muestran como elemento exótico únicamente perpetuado por las mujeres de mayor edad que van quedando en el pueblo. Recuerdan estas escenas de velas y negras mantillas a la tendencia estética en videoclips como Demasiadas mujeres de C. Tangana o Malamente de Rosalía.
A la postre, Destello bravío transmite una extraña contradicción que nace de observar con melancolía cómo la población rural se encuentra en proceso de extinción, mientras que, por otro lado, provoca cierto alivio comprobar cómo ese tejido ponzoñoso, enredado de generación en generación, se desintegra. En cualquier caso, el film se presenta como un relato de contrastes muy definidos en el que no hay lugar para los tonos medios.
Sobre la identidad de las mujeres también trata de indagar Adrián Silvestre, quien presentó Sedimentos en la Sección Oficial de Documentales. La película afianza la particular mirada del realizador, cuya obra se mueve con soltura entre los límites del cine y la realidad. Ya en su anterior trabajo, Los objetos amorosos, un largometraje de ficción, Silvestre diseñaba una puesta en escena desprovista de artificios en que sus protagonistas, dos mujeres emigrantes, hacían frente a las vicisitudes de vivir en un país extranjero.
En esta ocasión, Silvestre posiciona su trabajo desde la perspectiva documental, pero evidencia su dominio de la narrativa audiovisual para extraer de la vida todo su potencial cinematográfico. Así, en Sedimentos reúne a seis mujeres para iniciar con ellas una especie de road movie a la que no le faltarán todos los elementos propios del género. Y es que, durante el viaje, cada una evolucionará de algún modo al abrirse ante sus demás compañeras y, por extensión, al espectador. El grupo, formado por Ali, Sayi, Cristina, Tina, Magdalena y Yolanda, lo constituyen mujeres de generaciones diferentes con bagajes también diversos, que convergen en un punto común: todas ellas, en algún momento de sus vidas, tuvieron que romper con la identidad sexual que su género les imponía para iniciar la transformación hacia quienes realmente son. Las protagonistas se conocen en la asociación i-Vaginarium, un proyecto ubicado en Barcelona que asesora y acompaña a mujeres transexuales que están pensando en afrontar una vaginoplastia.
Desde esta perspectiva, el documental se construye fundamentalmente sobre el intercambio de vivencias y reflexiones aportadas por estas mujeres que, a través de las rutas que abren hacia la amistad y el autoconocimiento, proporcionan al público una vía para transitar de manera cercana una realidad a menudo conocida de manera superficial. De este modo, por ejemplo, algunas escenas en que las chicas se reúnen por la noche tras las jornadas de excursión, y que pueden recordar a una fiesta de pijama de adolescentes, adquieren la solemnidad que en tiempos pretéritos podría suponer escuchar al sabio de la tribu contar historias frente al fuego. Así, el relato oral supone una pieza primordial en la cinta, que además se ve enriquecido por el carisma de cada una de sus componentes y sus personalidades dispares, las cuales, a pesar de ser muy diferentes, acaban complementándose.
Además de su fortaleza discursiva, Adrián Silvestre domina el arte de convertirse en un ente invisible capaz de capturar la vida que sucede, en esencia, delante de ese elemento extraño y perturbador que, en principio, puede ser una cámara. Apenas es perceptible y por momentos se olvida que detrás de las protagonistas existe un equipo de rodaje. Además, gracias al montaje, se encadenan de manera natural aquellos elementos que cabría esperar de una película guionizada a priori, ya que el humor, la emoción e incluso el conflicto encuentran su lugar como lo haría en la vida, así como en el cine.
Por su parte, Daniel Eek presentó en la sección documental el largometraje La primera mujer, un proyecto que registra la historia de transformación de Eva, quien pasa seis años en un psiquiátrico y está a punto de recibir el alta. El director de los largometrajes Ciudad de los muertos (2017), y Vida y muerte de un arquitecto (2019), acompaña en esta ocasión a la protagonista como testigo de sus últimos días en la residencia, mientras esta espera impaciente la resolución de su destino, ya que en poco tiempo pasará a vivir en un piso desde el que tendrá la posibilidad de empezar, como ella mismo expresa, la vida de una persona “normal”. Durante este periodo, el documental va descubriendo cuál es el pasado de Eva y qué deseos proyecta para el futuro. Pero a medida que recupera la independencia tendrá que asumir, poco a poco, los riesgos que conlleva la libertad. Así, a pesar del optimismo de Eva, el temor de volver al centro psiquiátrico en algún momento de su vida ensombrece el estado de euforia en el que se encuentra inmersa. El documental funciona como ejemplo de la importancia de la creación de mecanismos en la sociedad para ofrecer una oportunidad a personas en situaciones vulnerables sin los medios suficientes para salir de un círculo de autodestrucción.
Por último, en las antípodas formales y temáticas de cualquier film comentado hasta el momento, Alexis Delgado Búrdalo presentó Soledades en la sección Zonazine. Una pieza de 45 minutos dividida en tres partes bien diferenciadas que funcionan como capítulos independientes. Las diferentes secciones coinciden en que ninguna incluye diálogos o voz en off y las tres incluyen un protagonista que, al menos durante la duración de la secuencia, se encuentra solo. A través de la propuesta, de un marcado estilo experimental, Delgado alterna diferentes texturas, colores, composiciones y sonidos para crear una experiencia sensorial de tintes oníricos. Tres piezas que parecen extraídas directamente del subconsciente, donde las sensaciones pueden cambiar de un momento a otro, así como los escenarios y las circunstancias, del mismo modo en que todo puede transformarse rápidamente durante las diferentes etapas del sueño.