Júlia Gaitano (Mostra de Cinema Llatinoamericà de Catalunya, Lleida)

En el palmarés del Festival de Cannes de 1959, entre los grandes nombres –algunos emergentes, como Truffaut y sus 400 golpes; otros reconocidos, como Powell, Welles o Buñuel– se coló el de una joven venezolana que presentaba una inclasificable pieza en blanco y negro titulada Araya. La Federación Internacional de la Prensa Cinematográfica (FIPRESCI) reconocía, en un premio ex aequo con Hiroshima, Mon Amour de Resnais, la obra de Margot Benacerraf. En ella, la cineasta venezolana de origen sefardí dirigía su sensible mirada a una pequeña zona de la Península de Araya, su producción salina y la comunidad local. “No es un documental”, sigue protestando Benacerraf a los 92 años, reivindicando la fluidez de géneros cinematográficos en el 60 aniversario de su reconocimiento en Cannes. Aunque Araya marcaría el punto y final de su filmografía, Benacerraf continuó trabajando y luchando por la cultura y el cine en su tierra.

Ahora, el cineasta Jonathan Reverón le rinde un sentido homenaje a Benacerraf en Madame Cinéma. La voz de Reverón, poética más que narrativa, sugerente más que descriptiva, sirve de prólogo para esta pequeña gran historia que, como las de muchas mujeres a lo largo de los años, se ha ido perdiendo en medio de un ensordecedor y absolutista ruido masculino. Las reflexiones del director se mezclan con imágenes de toda una vida, la de Benacerraf, sus grabaciones e instantáneas, las de los sitios que la acogieron (Caracas, París, Araya), pero también imágenes animadas e incluso marionetas, con las que se introducen las diferentes entrevistas que incluye Madame Cinéma, con nombres como Fernando Trueba. Todo ello configura un homenaje fascinante tras el cual queda esa sensación ambivalente de un descubrimiento tardío: la alegría de haber llegado a él, y la tristeza por una cierta injusticia.

Entre las declaraciones que quedan inmortalizadas en el film, una sobresale por sorprendente, aunque como se verá a lo largo del metraje, en absoluto incierta. Dice Benacerraf que ella siempre se ha considerado producto de los Republicanos Españoles. Y es que, por azares de la vida, coincidió en su etapa parisina con figuras tan sobresalientes como el propio Buñuel, del que fue íntima amiga, o Picasso, con el que inició un proyecto que nunca llegó a ver la luz. Declara Reverón, algo conmovido: “Todos le preguntaban a Margot por qué no hacía otra película, como si la meta de la vida de un cineasta fuese rodar y proyectar. La meta de un cineasta es hacer una película inolvidable”. No solamente eso, cabría añadir, durante esos años de “silencio creativo”, que Benacerraf atribuye, apesadumbrada, a la intromisión ineludible de su vida personal, la cineasta siguió realizando tareas fundamentales para el cine y el arte en Venezuela, como la creación de la Cinemateca Nacional, con la que desea emular ese efecto enriquecedor y creativo de la Cinémathèque française que tuvo la suerte de vivir en sus años de gloria. Madame Cinéma es un canto reverencial, la ocasión perfecta para sumergirse en la vida y obra de esta leyenda viviente, desconocida para muchos y muchas, pero sin duda fundamental para la historia del cine venezolano.

Por su parte, en Charco: Canciones del Río de la Plata, el argentino Julián Chalde retrata la figura de Pablo Dacal, cantor, músico y compositor porteño que, en un lapso de 5 años, realizó un melódico recorrido por Buenos Aires y Montevideo intentando descifrar los sonidos y ritmos de ambos lugares. En la película, Dacal, canalizador de todo un flujo de energía musical y cultural, se funde con otras muchas voces fundamentales de las canciones argentinas y uruguayas: Jorge Drexler, Fito Páez, Cristobal Repetto, Hugo Fattoruso, Gustavo Santaolalla… y las menos representadas pero poderosas cantautoras Sofía Viola, Ana Prada o Vera Spinetta, hija del mítico Luis Alberto Spinetta. De esa convergencia de más de 70 nombres, de distintas generaciones y tradiciones, surge un testimonio colectivo de una misma sensibilidad latinoamericana, que bebe de unos ritmos madre, profundamente inscritos en la cultura argentina y uruguaya. Tal como comenta uno de sus protagonistas, en el fondo no hacen la música que quieren, sino aquella que tienen dentro.

Chalde aprovecha su experiencia como director de videoclips –habiendo realizado trabajos para Prada, Páez o Santaolalla–, para filmar de forma muy musical. Se trata de una sensibilidad parecida a aquella que podemos encontrar, por ejemplo, en obras como Lost Songs: The Basement Tapes Continued, en la que Sam Jones reunía músicos de muy diferente índole (desde T-Bone Burnett o Elvis Costello hasta Rhiannon Giddens) para poner música a 16 letras nunca musicadas que Bob Dylan había escrito en 1967.

Chalde y Dacal, cada uno desde sus posiciones de observador y transitante, consiguen sacar de cada uno de los interlocutores un fragmento de verdad con el que completar un puzzle musical de memoria y renovación. Charco… cuenta, asimismo, con un gran número de actuaciones musicales, versiones cruzadas de compositores, cantautores y cantantes, que comparten sus personales visiones sobre la milonga, el rock, el tango, la cumbia, hasta la payada, antiquísimo género musical que, en voz de Pablo Dacal, recupera su vigencia para dar la nota final al documento.