Manu Yáñez (Festival de Locarno)

De entre un sombrío pasaje de altos muros coronados por cruces cristianas, un grupo de figuras alicaídas forman, con sus andares arrastrados, una suerte de procesión fantasmagórica. Mientras la escabrosa comitiva desfila, en plano general, entre las tinieblas, en un rincón del encuadre avistamos a Ventura –el protagonista de los últimos films de Pedro Costa– tumbado en el suelo y escoltado por dos hombres jóvenes cuyas camisetas de tirantes y aires amenazantes evocan el imaginario de Rainer Werner Fassbinder. Algunos signos apuntan hacia una lógica humana: los bastones y muletas parecen corresponderse con la avanzada edad de los caminantes, mientras su aura harapienta concuerda con un contexto de alarmante penuria material. Sin embargo, la representación parece comandada por fuerzas que yacen más allá de los límites de lo racional: ¿es posible imaginar esta oscuridad como una textura puramente natural, ajena al artificio cinematográfico y a la exploración fabulística de lo siniestro? ¿Es posible dar cuenta de esta marcha fúnebre sin recurrir a la idea del revenant, del zombi, una figura ya evocada por Costa en su anterior film, Caballo dinero, a través de un homenaje a Jacques Tourneur? Si de algo da cuenta Vitalina Varela, la nueva obra del autor de En el cuarto de Vanda, es del interés de Costa por transgredir los límites del realismo cinematográfico, un gesto que en ningún caso supone una merma para el compromiso de Costa con la denuncia de las inaceptables (y por desgracia muy reales) condiciones de indigencia que soportan sus compañeros de viaje (llamarlos únicamente “personajes” o “actores” sería no hacer justicia al crucial rol que Ventura y compañía desempeñan en el universo del cineasta portugués).

Vitalina Varela lleva el nombre de su protagonista: una mujer en la cincuentena que, en Caballo dinero, ya aparecía llorando por el fallecimiento de su marido, Joaquim. De hecho, apelando a un neologismo que, con toda seguridad, provocaría una mueca de disgusto en Costa, Vitalina Varela podría considerarse un spin-off del film precedente. Estamos ante una incursión punzante en el drama de una mujer que, tras décadas esperando el reencuentro con su marido, acaba realizando el viaje de Cabo Verde a Portugal demasiado tarde, solo tres días después del entierro del hombre que la abandonó años ha. Una fatalidad extrema a la que hay que sumar la indigente realidad que encuentra Vitalina en su (baldía) tierra prometida. En más de una ocasión, nuestra heroína recibe la misma advertencia lapidaria: “aquí en Portugal, no hay nada para ti”. Sin embargo, nada puede frenar la determinación de Vitalina por conocer más detalles sobre la vida y muerte de su antiguo amor. Una “investigación” sin atisbo de resolución que convierte la odisea de Vitalina en un viacrucis que tendrá como centro neurálgico la casucha que habitaba su marido en el barrio marginal de Fontainhas, en Lisboa, escenario por excelencia del cine de Costa desde su aterrizaje con Ossos, su película de 1997.

El estudio de la arquitectura enrevesada de Fontainhas alcanza un nuevo cenit en Vitalina Varela. Como de costumbre, Costa encuadra los cuartos lúgubres y las callejuelas ruinosas del suburbio lisboeta en composiciones fijas herederas de la abstracción espacial del cine del japonés Yasujirō Ozu. Llegamos a conocer en detalle cada una de las estancias que ocupan los personajes, pero su interrelación, la estructura global del espacio, permanece intacta, sumergida en una suerte de enigma insondable. El mismo que nos invita a preguntarnos cómo es posible (sobre)vivir en ese lugar vetado al progreso, y cómo es posible que sigamos operando como una sociedad supuestamente avanzada mientras damos la espalda a esta realidad. Costa nos insta a mirar de frente a la contracara de la supuesta Europa del bienestar, despertando incluso nuestra fascinación a través del empleo salvaje de la técnica del claroscuro. Sin lugar para el exotismo, o para el miserabilismo paternalista, Costa convierte los entresijos de Fontainhas –un amasijo de pasajes que parecen subterráneos debido a la escasez de luz– en una tierra misteriosa, inhóspita. ¿Hacia dónde conducen esas callejuelas que se sumergen en las sombras? ¿A dónde llevan esas escaleras devoradas por una noche perenne? ¿Qué se esconde detrás de esas puertas iluminadas que, al abrirse, parecen generar un agujero negro de oscuridad? En el arranque de Vitalina Varela, cuando varios caminantes llegan a sus moradas, Costa nos los muestra accediendo al umbral de sus casas, casi siempre después de subir alguna escalera. La impresión general es la de estar ante un laberinto de cemento, una sensación que se ve acentuada por las perspectivas oblicuas desde las que se nos invita a observar el cavernoso escenario. Así, el espectador se descubre víctima de un juego casi expresionista de arquitecturas absurdas o de posibles trampantojos, como si a Escher le hubiesen encargado el diseño de una ciudad fantasma.

Y si la dimensión arquitectónica del cine de Costa crece aquí en complejidad, ¿qué decir de la iluminación? Un trabajo con la luz –en necesaria interacción con los espacios y, sobre todo, los cuerpos– que aparece íntimamente ligado a la profunda dignidad que emana de las figuras que alumbra Costa. En este sentido, cabe detenerse ante las deslumbrantes “apariciones” que avivan las imágenes de Vitalina Varela. Me refiero a un motivo visual recurrente según el cual una zona del encuadre bañada por la oscuridad se ve iluminada súbitamente por el “surgimiento” de un personaje, un hombre o una mujer que no aparece por un extremo del encuadre, sino que emerge de la oscuridad al alejarse o acercarse a la cámara, pasando a ocupar un plano del espacio iluminado por un foco procedente del exterior del encuadre. Se trata de un movimiento contrario a las “desapariciones” en el interior del encuadre que podemos encontrar en películas de Kenji Mizoguchi –los barqueros sumergiéndose en la niebla en Cuentos de la luna pálida (una escena que Costa homenajeó en su ópera prima, O sangue), o la mujer desapareciendo en las profundidades del lago en El intendente Sansho–, así como en numerosos títulos de Kiyoshi Kurosawa o David Lynch. En Vitalina Varela, como en casi ninguna otra película que este crítico pueda recordar –a excepción, quizá, de las abstractas secuencias de cortejo y destrucción de Under de Skin de Jonathan Glazer–, son los cuerpos de los personajes, con sus movimientos y presencia, los que dan forma, vida y vigencia a las imágenes. Los personajes no solo hacen acto de presencia, sino que devienen fuentes de luz. Y si estamos dispuestos a aceptar que, en materia cinematográfica, la luz es el uno de los dos principales indicativos de la existencia de algo (el sonido es el otro), ¿es posible imaginar una aseveración más rotunda de la existencia y dignidad de un individuo que estas “apariciones” del cine de Costa?

Hay secuencias de Vitalina Varela en las que varios personajes se van turnando para ir “apareciendo” y “desapareciendo” de entre (o hacia) las sombras. Un ejercicio coreográficos que alcanza grados de creatividad y virtuosismo inéditos en la obra de Costa, como por ejemplo cuando un personaje “desaparece” en una sombra que crea otro personaje. Un trabajo puro de puesta en escena que requiere, sin lugar a dudas, de la inteligencia suprema de una “actriz” como Vitalina Varela. ¿Cómo imaginar esta película sin ella? ¿Qué nos quedaría sin su belleza curtida por los años, sin su tez azabache y sin el resplandor lagrimal de su mirada? ¿Hacia dónde miraríamos si no contáramos con el aura ritualizada de cada uno de sus gestos (quitarse los pendientes como quién se santigua ante el féretro de un ser querido), con la lentitud plenamente interiorizada de su andar (arrastrando el drama de todo un pueblo), y con ese hablar susurrante en el que cada palabra tiene el peso y consistencia del hormigón armado? “Aquí hay solo amargura. Aquí no somos nadie”, declama Vitalina, en líneas de diálogo que son puro esqueleto, esencia marmórea de un dolor transmutado en pundonor.

Si hablamos de los diálogos de Vitalina Varela, hay que hacer hincapié en el modo en que Costa retoma la vieja costumbre de invitar a sus personajes a insistir en la evidencia numérica de su existencia. Vitalina recuerda haberse casado por lo civil el 14 de marzo de 1982 y por la iglesia el 5 de marzo de 1983, y rememora el número de habitaciones (diez) que tenía la casa de Cabo Verde que construyó con su marido. Por su parte, la cámara de Costa se recrea en las fechas de nacimiento inscritas en las tumbas del cementerio en el que yace el marido de Vitalina (1988, 1954, 1914, 1904…). Fechas y conteos que son blandidos como la constatación objetiva de la odisea de todo un pueblo –los inmigrantes caboverdianos, las víctimas del colonialismo europeo– extirpado de la Historia. Números que, en el caso de Vitalina, dan cuenta de la resistencia estoica de una mujer aferrada al recuerdo de un amor granítico, un amor con forma de casa-construida-ladrillo-a-ladrillo-en-45-días-y-45-noches.

El recuerdo de su férrea (y efímera) comunión afectiva con Joaquim hace de Vitalina una pariente no muy lejana de las protagonistas de los dramas femeninos del cine clásico japonés, en particular de las heroínas dolientes y resilientes de los melodramas de Mikio Naruse. Vitalina vive marcada por el recuerdo del proyecto común que un día la unió a Joaquim, aun sabiendo de la existencia de una amante que el marido nunca pudo olvidar, y aun después de haber sobrellevando el abandono hasta extremos impensables. El amor de Vitalina trasciende las fronteras de la muerte y la sume a ella en una especie de letargo existencial, aunque en el vocabulario de Vitalina y de Costa la entereza y la integridad siempre están un peldaño por encima de la resignación. En uno de sus arrebatos de lucidez, Vitalina, aureolada por el marco iluminado de una puerta y parcialmente sumergida en una oscuridad que la asemeja a la protagonista de un cuadro de Caravaggio, reafirma con fiereza su fe en el espíritu humano: “Si hay amor, las cosas deben funcionar”.

Con su tono anímico marcado por el diálogo entre la aflicción manifiesta y el amor persistente, Vitalina Varela se eleva gracias a la fructífera relación entre el compromiso realista de Costa y la confección de imágenes fantásticas. Imposible olvidar la evocadora llegada de Vitalina a Portugal en un avión nocturno, clandestino, varado en una pista de aeropuerto semivacía. El plano de los pies de Vitalina bajando las escaleras del avión –unos pies bañados por un llamativo goteo acuoso (¿las espaldas mojadas de los inmigrantes del mundo?)– consigue reunir los imaginarios de Robert Bresson y Luis Buñuel. ¿Y qué decir de ese momento espectral en el que Vitalina, sumida en un extraño trance provocado por la visión de una antigua fotografía de Isabel II, rememora el enamoramiento de la futura reina de Inglaterra en 1939, mientras “el mundo temblaba de miedo por Hitler y los alemanes” (de nuevo, la aflicción manifiesta del mundo y el amor persistente de una mujer)? Por no hablar de ciertas estampas minimalistas que, gracias a su fuerza simbólica, conquistan una épica intimista: las manos de Vitalina recogiendo un rosario del suelo, o esas mismas manos acariciando delicadamente las hojas de una planta para luego arrancar el tubérculo que esconden sus raíces.

Una épica que se desborda cuando Vitalina y Ventura –aquí reconvertido en un cura abandonado por sus parroquianos– abandonan sus refugios “subterráneos” para enfrentarse a los espacios abiertos. En la estampa más inolvidable de la película, un imponente contrapicado nos muestra a Vitalina intentando reforzar el endeble tejado de la chabola de Joaquim. Perfilada contra un cielo tenuemente iluminado por la luz del atardecer y encapotado por nubes pasajeras, nuestra heroína combate contra un viento arremolinado que parece venido de la Irlanda de El hombre tranquilo. La referencia no es gratuita si tenemos en cuenta que Costa, con su actualización digital del formato académico, es probablemente el único cineasta contemporáneo capaz de mirar de tú a tú a la monumentalidad crepuscular del cine de John Ford. Así certifica Costa la magnitud cinematográfica de Vitalina Varela, una película que camina al ritmo de sus personajes, una obra de paredes enmohecidas e ímpetus indomables, de sábanas ensangrentadas y abrazos sublimes, de estómagos vacíos y voluntades obstinadas. He aquí la nueva obra maestra de un artista comprometido con la grandeza del cine y del espíritu humano, un hombre no reconciliado con las injusticias de nuestro tiempo.