Manu Yáñez (Valladolid)

En uno de sus múltiples senderos temáticos, la programación de la Seminci 2023 invita a recorrer, en clave de road movie y desde una perspectiva juvenil, las luces y sombras de esa “otra América” que, históricamente, ha actuado como núcleo gravitacional del cine indie. Ocurre desde los tiempos de John Cassavetes, o, si se escarba aún más profundo, desde los empeños primitivos de Oscar Micheaux, el primer cineasta afroamericano, hasta la memorable Wanda de Barbara Loden, una obra cuya crudeza estética y talante feminista se extiende como un espectro pregnante por el cine yanki de los márgenes. Todo este legado confluye, de maneras casi opuestas, en Gasoline Rainbow, la radiante nueva película de los hermanos Bill Ross IV y Turner Ross, y The Sweet East, la siniestra ópera prima de Sean Price Williams, conocido por su labor como director de fotografía de los films de Alex Ross Perry y los hermanos Safdie.

Ambas películas reciben al espectador con unos zarandeos de cámara alrededor de un grupo de chicos y chicas, como si todavía fuera posible vivir en la fulgurante y festiva clausura de Slacker. Sin embargo, sólo Gasoline Rainbow se anima a abrazar la pulsión vitalista y jovial del cine de Richard Linklater. Nos encontramos en Wiley, una población deprimida en el corazón de Oregón, y pronto iniciamos una ruta hacia el “dulce Oeste”, hacia el mar, junto al grupo de almas libres que conforman Tony Abuerto, Micah Bunch, Nichole Dukes, Nathaly Garcia y Makai Garza. Estos cinco adolescentes –que interpretan versiones semificcionales de sí mismos– se convertirán, en su particular viaje de despedida de la primera juventud, en nuestros guías por una América depauperada, condenada a deglutir los detritus de décadas de neocapitalismo. Aunque cabe decir que Gasoline Rainbow, pese a abordar de frente la cuestión racial, el drama de la inmigración o la lacra de las adicciones, jamás se deja arrastrar por el abatimiento, el moralismo o la pedagogía aleccionadora. Ante todo, la nueva obra de los Ross es una celebración de la amistad, la rebeldía y la confianza en el prójimo.

En Gasoline Rainbow, los hermanos Ross reinciden en el método que les permitió erigir la memorable Bloody Nose, Empty Pockets, en la que un grupo de intérpretes no profesionales construía un retrato íntimo y familiar de los últimos compases de vida de un bar de mala muerte. Aunque, si Bloody Nose… se presentaba como un film abocado a la estasis y el crepúsculo, la deslumbrante Gasoline Rainbow propone un viaje iniciático por tierra y mar, a pie y a motor, sobre ruedas y raíles. Empapándose del ánimo aventurero del Jack London de El camino, los cinco protagonistas de la película dejan atrás sus dramas familiares y la evidente sensación de no-futuro para hacer realidad sus sueños, que tienen como único y modesto fin la experiencia de la libertad, ya sea dormitando en un parque público junto a sus amigos, visitando un skatepark de Portland o aterrizando en una rave en los confines del continente. La odisea itinerante de esta hermandad de almas nobles tiene algo de fábula mágica y utópica, en cuanto que, a diferencia del cliché que describe América como una tierra psicótica, los chicos topan por el camino con un amplio escaparate de ángeles de la guarda, desde un testigo de Jehová reformado a un rocker que adora El señor de los anillos.

Los Ross han definido Gasoline Rainbow como “una versión punk rock de El mago de Oz”. Por nuestra parte, diríamos que la película parece tocada por el espíritu subversivo de Jean Vigo (¿un Cero en conducta del siglo XXI?) y por las transgresiones de la ortodoxia fílmica de Jean Rouch, aunque los referentes más directos podrían ser las películas de Robert Kramer y el documental Streetwise de Martin Bell. Una valiosa herencia que los Ross emplean para retratar, con gran empatía y esperanza, a una juventud, la actual, obligada a navegar por los abusos y desechos de las generaciones pasadas.

Mientras los Ross otean la realidad persiguiendo signos de vida afectiva, Sean Price Williams demuestra en The Sweet East una cierta debilidad por las muestras de patetismo que abundan en la América contemporánea. La ópera prima del director de fotografía de The Color Wheel y Good Time se inaugura con un viaje estudiantil que parece la versión sarcástica de una comedia juvenil ochentera, a lo Porky’s. A un chaval le da por soltar una soflama ultraconservadora –“¡El sur se alzará de nuevo!”–, pero la cámara prefiere centrarse en la figura de la desubicada Lillian (Talia Ryder), que durante los prometedores títulos de crédito iniciales canta en primer plano, y frente a un espejo, una tonadilla que parece sacada de un film de Jacques Demy, Por desgracia, el encantamiento de esta apertura se disuelve rápidamente en una montaña rusa de situaciones absurdas, en las que Lillian –que podría llamarse Alicia, por su capacidad para atravesar espejos, o Lolita, por sus afectadas estrategias de seducción– intima con una delirante troupe de elementos subversivos: un tribu de artivistas punk, un petulante y muy conservador profesor de universidad (magnífico Simon Rex, como un Humbert de pacotilla), unos cineastas pedantes o unos islamistas fanáticos del techno.

Williams y su guionista, el excelente crítico Nick Pinkerton, buscan exorcizar el caos ideológico en el que se encuentra sumida la América actual, y para ello toman como modelo algunos emblemas del cine estadounidense de culto. Del lado político, The Sweet East hereda el gusto por el delirio grotesco de Putney Swope, la película de 1969 en la que Robert Downey Sr. ridiculizó la América corporativa; mientras que, en términos narrativos, el referente podría ser la descontrolada reacción en cadena de Jo, ¡qué noche!, una de las películas menos conocidas y más influyentes de Martin Scorsese. Así, entre chistes escatológicos y otras provocaciones inofensivas (el epíteto favorito de Lillian es “retrasado”), The Sweet East perfila el retrato de una nación perdida entre la irreverencia infantiloide, los extremismos disparatados y la masculinidad tóxica. Un cóctel hilarante que Williams y Pinkerton bañan, a la manera de Jean-Luc Godard, en una emulsión de pop, serie B y verborrea trufada de referencias cultas a Upton Sinclair, Edgar Alan Poe y la historiografía yanki. A la postre, The Sweet East deja muestras sobradas del ingenio de sus creadores, pero su descarada desafección limita tanto su alcance emocional como su empuje político.