Fernando Bernal (Festival de San Sebastián)

Coinciden en la programación del Festival de San Sebastián dos documentales que tienen como objetivo el retrato de dos grupos de música que son auténticos mitos dentro sus diferentes disciplinas, registros y niveles de impacto. En la sección Zinemira se ha podido ver No somos nada, de Javier Corcuera, sobre la banda de punk vasca La Polla Records, mientras que dentro de Perlak, el espacio dedicado a recuperar los títulos más destacados de otros festivales internacionales, se ha proyectado The Velvet Underground, el largometraje de Todd Haynes a propósito de la formación neoyorquina de los años sesenta. Dos obras interesantes, que muestran dos fórmulas muy distintas y con diferentes grados de eficacia a la hora de narrar una biografía.

El film de Todd Haynes se basa principalmente en el archivo y en el montaje, aunque también integra las inevitables entrevistas. Cuenta con testimonios de los supervivientes de la banda en el momento de producción –John Cale y Maureen Tucker–, las grabaciones de audio con las voces de los dos miembros que habían fallecido –Lou Reed y Sterling Morrison– y también con declaraciones de algunos amigos y colaboradores como Jonas Mekas, a cuya memoria está dedicada la película. El director de Carol (2015) trabaja sobre la memoria audiovisual del grupo para poner a The Velvet Underground en contexto y dejar clara su influencia en la historia de la música. La banda que revolucionó el concepto de rock and roll que se tenía hasta mediados de los sesenta y que sigue siendo una influencia natural para las nuevas generaciones que se agrupan bajo el concepto de noise rock. Un grupo que trascendió, como queda claro en el trabajo de Todd Haynes, lo puramente musical para integrar sus canciones en el mundo artístico.

Buena culpa de este impacto la tuvo Andy Warhol, que adoptó a The Velvet Underground entre los inquilinos de The Factory, decidió producir su primer disco, diseño la mítica portada del plátano y ficho a la sensual Nico como segunda cantante. Hasta que Lou Reed no decidió cortar la relación con el genio del arte, la banda vivió sus mejores años, los más experimentales a nivel conceptual y también interpretativo, con una propuesta radical que convertía sus conciertos en performances. Como recuerda el músico Jonathan Richman (The Modern Lovers), el público tardaba cinco segundos en reaccionar y aplaudir tras una versión larguísima del tema Sister Ray que hipnotizaba a la audiencia a partir del ruido. Haynes dedica la mayor parte del metraje a explicar la formación del grupo y a diseccionar el proceso de creación de su estilo avant-garde.

Apoyado en el inmenso poder de las imágenes, el cineasta saca el mejor partido al recurso de partir la pantalla, para proponer un relato que transmite su pasión por la banda y por una época de la historia cultural estadounidense repleta de genios y talentos surgidos desde el underground. Un punto de vista diferente adopta Javier Corcuera en No somos nada, en el que si algo se echa de menos es precisamente eso, una mirada al contexto en el que surgió La Polla Récords en el País Vasco a comienzos de los ochenta. Una época convulsa a nivel social, con violencia y drogas, y muy rica a nivel musical, porque supuso el surgimiento de lo que luego se ha etiquetado como rock radical vasco, y en el que se suele incluir a Kortatu, Eskorbuto o Cicatríz, entre otros. Pero el documental pasa de largo sobre estos dos asuntos, que se antojan determinantes para la historia, para centrarse en la figura de su líder y en el momento en que el grupo, hace un par de años, realizó su gira de despedida.

No somos nada alterna imágenes de varios de esos conciertos con entrevistas con el líder y fundador de la banda, Evaristo Páramos. Es un viaje que comienza en Agurain, un pueblo alavés a cuyo bar había que llamar durante muchos años si alguien quería contratar al grupo, y acaba en pabellones y campos de fútbol, más de treinta años después. El director de La espalda del mundo (2000) filma a Evaristo caminando solitario por el monte, una de sus actividades favoritas, y luego lo muestra en el escenario convertido en un ídolo punk para el público de varias generaciones, contoneándose de una forma nerviosa, gritando los estribillos y llamando a la desobediencia. Le gusta que se le escuche y hacer ruido. Cuando actúa, el Evaristo doméstico se transforma, aunque su actitud vital de rabia y crítica permanece intacta en cualquier momento de su vida. La cámara se queda prendada con su humanidad y ternura, pero también con las sentencias que pronuncia a un ritmo endiablado, repletas de fina ironía y de la sabiduría que le han dado los años. Son pequeños aforismos de su propia cosecha –se acuerda de los políticos cuando ve un rebaño de ovejas– que se presentan como anexos perfectos para las letras de sus canciones.

Corcuera se deja arrastrar por ese torrente verbal, se centra en el retrato de su protagonista y lleva la película al terreno del biopic más clásico, que solo rompe ese esquema de entrevistas-conciertos con el inserto de algunas piezas animadas y (pocas) imágenes de archivo de la banda, lo que limita su recorrido temporal. A pesar de ello es un trabajo que tiene un peso que va más allá de lo hagiográfico, pero que se sitúa en el polo opuesto de lo que orquesta Todd Haynes. Dos obras muy diferentes, pero que invitan igualmente a disfrutar del binomio música y cine. Una que logra que el público se encariñe con un personaje tan lúcido como carismático en sus reflexiones y cañero desde su nacimiento, como recuerda su madre en el film. Y otra que transmite sensaciones con solo escuchar los primeros acordes de la estremecedora Venus in Furs acompañando las imágenes de John Cale y Lou Reed sobre la pantalla.