Laura Carneros (Málaga)

Suele ocurrir que las películas programadas en un festival de cine articulan una cierta relación temática. Al menos, aquellas proyectadas en la misma sección o el mismo día. La mayoría de las veces no es muy complicado hallar ese leitmotiv que las une; en otras ocasiones, hay que echarle un poco de filosofía. Las películas y cortometrajes que coinciden en esta crónica del Festival de Málaga, pese a pertenecer a secciones y géneros diferentes, dialogan con fluidez sobre la memoria y cómo esta determina la identidad.

La volatilidad intrínseca de los recuerdos supone una amenaza para ellos mismos, pero esa característica perecedera, a su vez, resulta liberadora. Como plantea Nicolás Prividera en Adiós a la memoria ―largometraje que concursa en la sección documental―, quizá el olvido sea la consecuencia natural del acto de recordar. Esta contradicción, la necesidad de recordar para pasar página, está presente, por un lado, en la obsesión de Prividera por indagar en el pasado familiar, aunque ello suponga remover episodios dolorosos. Por otro lado, el cineasta argentino ahonda en la memoria de quienes sufrieron las nefastas consecuencias de una dictadura como la de Videla, apuntando que en el gesto memorístico reside la semilla de la construcción de un futuro mejor.

Prividera utiliza la enfermedad de Alzheimer que padece su padre como metáfora del silencio histórico, como si su incapacidad de recordar fuese consecuencia de un mecanismo natural que ha desarrollado contra el dolor de lo vivido. Para transmitir una sensación de extrañeza en el espectador, Prividera reconstruye su historia tomando distancia, como si nada o poco tuviera que ver con él. Así, recurre a elementos como la narración en tercera persona, y se refiere a su padre como “el padre”, y habla de sí mismo como “el hijo”, sin dejar claro en ningún momento que se trata de un relato personal. Esto crea cierta confusión inicial que se irá disipando a medida que avanza el metraje. Aunque no todo queda completamente aclarado. Y es, precisamente, el exceso de sugestión lo que poco a poco lastra el documental, que comienza abriendo espacios de reflexión muy luminosos pero acaba embrollado en un discurso demasiado denso. Esto ocurre, principalmente, por el uso constante de la voz en off (la del realizador) que alterna reflexiones personales con referencias literarias sin apenas proporcionar pausas para digerir cada una de las premisas que Prividera va lanzando a modo de divagación ensayística. La cual no deja de ser interesante, pero hace casi imposible seguir el ritmo de la propuesta. Por último, cabe apuntar que Adiós a la memoria se complementa con otras obras anteriores del director, ya que, por ejemplo, no llega a expresar claramente qué le ocurrió a Marta Serra, su madre. Un enigma que resuelve en su documental M (2007), en el que investiga en exclusiva este suceso.

Por su parte, Aitor Merino, director de Fantasía, utiliza también la propia familia como materia prima para reflexionar sobre memoria e identidad, aunque la principal diferencia discursiva es que Merino se centra en las vidas de sus seres queridos sin tener en cuenta factores políticos o sociales (muy al contrario que en su anterior trabajo, Asier ETA biok). El documental, que también compite en Sección Oficial del certamen malagueño, parte de un crucero llamado Fantasía en el que el realizador se embarca con sus padres y su hermana Amaia (una de las coguionistas junto Ainhoa Andraka, Zuri Goikoetxea y el propio Merino). Pero esto es solo la premisa inicial, puesto que no toda la cinta se desarrolla en dicho crucero, sino que durante el metraje se intercalan imágenes capturadas durante la travesía con otras que tienen lugar posteriormente, en el desarrollo de la vida diaria. Además, Merino realiza una retrospectiva familiar que funciona como una especie de subtrama en la que nos presenta a sus abuelos maternos y paternos. 

La propuesta funciona como un recorrido personal que trata de resolver de dónde viene la familia de Merino y cuál es su destino. Para ello, el realizador parte de la frase con la que un pariente resolvió su testamento en el año 1765: “No lego nada por no tener de qué”. Esta cita parece definir la preocupación que (se intuye) ronda la cabeza de Aitor, quien reconoce sentir melancolía por la paulatina desaparición de su familia (o más bien, la sensación en sí de pertenecer a una familia), ya que ni él ni su hermana han tenido (hasta el momento) descendencia. Sin embargo, hacia el final vuelve a rescatar dicha frase del siglo XVIII para desdecirla desde el punto de vista de la herencia inmaterial. Ahí Merino incluye la creación artística, como si la obra fueran los hijos y, por extensión, el legado que un artista deja a la humanidad.

Resulta destacable el planteamiento de Merino sobre la descendencia, ya que su historia ilustra una realidad cada vez más común: la de muchos jóvenes que deciden no tener hijos o se ven obligados a retrasar este momento. Sin embargo, el documental, a veces, parece navegar a la deriva entre los diversos escenarios que muestra. La introducción de nuevos elementos y “personajes” va diluyendo el planteamiento inicial, las vacaciones en familia. Aunque el tema genérico sea el mismo (la familia de Aitor y Amaia), el centro gravitatorio cada vez pierde más fuerza (el núcleo familiar de Aitor y Amaia). Cuando el cineasta se aproxima a la figura de su abuelo paterno, el cual falleció antes de que él naciera y del que conserva un misterioso lienzo, el relato se desvía hacia lo anecdótico para dibujar otra ramificación más en el árbol genealógico. Secuencias como estas, montadas con imágenes fijas y voz en off del director, no terminan de ensamblarse con las imágenes que Merino registra con su cámara casera en la que se limita, mayormente, a ejercer como observador.

Por otro lado, es comprensible que el autor quiera registrar de manera exhaustiva todos esos momentos cotidianos con sus padres y su hermana para conservarlos como oro en paño. Pero, precisamente, muchas de las escenas que buscan la complicidad (y la comicidad) con el espectador, solo se entienden en un entorno íntimo. Quizá esa excesiva piedad por el material filmado hacen que Fantasía no acabe de dar el salto de lo personal a lo universal. Algo que, sin embargo, ocurría con maestría en su anterior trabajo, el documental Asier ETA biok (Asier y yo), escrito y dirigido junto a Amaia Merino. Aquella película, también personalísima, indagaba en la historia de ETA y en cómo esta atravesaba la vida del cineasta hasta el punto de convertirse en un elemento indisociable de su identidad. Los Merino, en aquella ocasión, planteaban la posibilidad de separar el afecto de los valores morales, mediante la relación de amistad que Aitor forjaba con su amigo de la infancia, Asier, quien acababa militando en la banda terrorista.

El mismo dilema ético/afectivo plantea Carolina Astudillo, directora de los largometrajes El gran vuelo (2014) y Ainhoa, yo no soy esa (2018), en su último trabajo: Naturaleza muerta. El cortometraje cuenta la experiencia de una mujer que, a través de unas fotografías familiares, descubre una faceta de la vida de su abuela que pone en jaque el recuerdo que tenía de ella. El hallazgo despierta en su protagonista cuestiones que ya no podrán ser contestadas en primera persona, pero Astudillo elabora un guion ficcionado en el que a través de una voz en off la nieta busca respuestas dirigiéndose por carta a su madre. De este modo abre un diálogo con el espectador para plantear si es posible que las personas puedan actuar de forma contraria a sus convicciones morales cuando se ven arrastradas por situaciones extraordinarias. El episodio que recoge el cortometraje bien podría explicarse, en parte, a través de la teoría de “la banalidad del mal” acuñada por la filósofa Hannah Arendt, quien, a raíz del juicio al genocida nazi Adolf Eichmann, planteaba que, en un sistema donde no hay espacio para la pluralidad y el pensamiento, los individuos acaban formando parte de un engranaje que anula su capacidad de reflexionar acerca de las acciones que ejecutan. Así, en esta tesitura macabra, las personas sin grandes aspiraciones encontrarían la realización personal dentro de la propia maquinaria que las somete.

En esta misma línea teoría cabría enmarcar la evolución del protagonista del cortometraje documental Augas Abisais, en el que Xacio Baño indaga en la figura de un antepasado cuya vida y obra aconteció a merced total de la historia, en gran parte, por su procedencia humilde. La pieza, que puede verse en Filmin, se apoya en la figura del pez llamado “el diablo negro” o “rape abisal”, una especie que habita a más de 2.000 metros de profundidad, donde no alcanza la luz del sol. Así, mediante esta metáfora, el director se sumerge en el pasado familiar alumbrado, principalmente, por el relato oral de su tía, que actúa como fuente de la que parte la investigación. Baño reconoce que su tía repite una historia ya hecha desde hace muchos años, y que incluye elementos casi fantásticos para cohesionar el relato. Así, por ejemplo, resulta casi bíblica la escena en que esta mujer relata el momento en que una bandada de pájaros de mal agüero aparecen con la llegada de una carta que porta malas noticias. Con este testimonio vivo, junto con las misivas que este pariente envió a sus padres y un misterioso retrato del protagonista, Baño reconstruye una vida, tan particular como anónima, que formó parte de la Guerra Civil.

En un tono mucho más festivo, Brandán Ceviño Abeledo elabora un breve recordatorio en formato audiovisual llamado La comunión de mi prima Andrea. En este cortometraje documental, Andrea, quien recibe por primera vez el sacramento de la eucaristía, se sincera con una honestidad que alcanza lo cómico, paradójicamente, por la manera ingenua y a la vez perspicaz de expresar sus opiniones. Ceviño Abeledo aporta su toque personal y refuerza el tono irónico al cumplir en postproducción todos (o casi todos) los deseos de su prima Andrea. Así, mediante la representación literal y fantasiosa de lo que para ella significa este día tan señalado, el realizador pone sobre la mesa cuál es la motivación verdadera de una niña para participar en un evento religioso (y en concreto cristiano) en la actualidad. Así, el lujo, la apariencia y el reguetón presentes en la celebración chocan con la sobriedad, el recogimiento y la música clásica presumibles en la celebración de la misa. Esta contraposición queda claramente expuesta a través de un lenguaje audiovisual desenfadado e intrínsecamente millenial que refuerza el sarcasmo característico de este cortometraje que, a pesar de ser tremendamente contundente, posee la sutileza suficiente para mantenerse al margen de cualquier juicio.