Gerard Casau

De entre todas las películas presentadas hasta ahora en la Sección Oficial de Cannes, American Honey es quizá la más desconcertante (hasta el punto de recibir algún que otro silbido en el pase de prensa). No porque sus formas resulten particularmente novedosas o extremas, sino porque durante la mayor parte de sus prolijos 162 minutos, uno se está preguntando qué pretende hacer Andrea Arnold con esta road movie que recorre la América desarrapada. Y es muy posible que lo que nos cueste aceptar sea, justamente, que sus propósitos son muy sencillos: seguir a una chica de 18 años que se sube a una furgoneta junto a otros jóvenes para trabajar vendiendo revistas de puerta en puerta por pueblos y ciudades estadounidenses.

Los personajes de American Honey viven con hedonismo incluso cuando están trabajando; follan, bromean, beben y fuman porros, se discuten y se pelean en absurdos juegos/ritos privados. Pasan de una localidad a otra, durmiendo en moteles y casas vacías… y eso es todo. No hay puntos de giro ni picos dramáticos; existe el viaje, pero no el destino, y todo es observado por la mirada afectuosa de Star, quien irradia una especie de inocencia callejera, y parece dispuesta a probar cualquier cosa con tal de no mirar atrás.

Acaso lo que más nos desoriente de la película es el hecho de que, en el momento en que una cámara enfoca a unos cowboys sureños, conduciendo una limusina vestidos de blanco, y con gorro incluido, o se fija en un cartel con el lema “God is coming”, automáticamente esperamos que aparezca la sátira (sobre todo en el caso de que estemos mirando a través de los ojos de un extranjero, como es el caso de la británica Arnold) y si esta no llega, no sabemos muy bien qué hacer con esas imágenes. El cine nos ha vendido el Sueño Americano en multitud de ocasiones, pero también nos ha instado a desconfiar del fanatismo religioso que actúa como cinturón de buena parte del país, y ha señalado con fascinada mofa la estupidez de su lado más paleto y trash. Pero Andrea Arnold no parece querer reírse de nadie, sino acompañar a una juventud cuya relación con el mundo se define más por la hospitalidad que por lo hostil; tampoco ofrece una visión idílica de la Gran América: la elección del formato académico niega la magnificencia del paisaje, para centrarse en los rostros de sus jóvenes actores y actrices, que todavía se maravillan al ver un rascacielos. No hay horizonte, sino la inmediatez del presente.

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De hecho, el aspecto más cuestionable de American Honey es que, en sus casi tres horas, apenas es capaz de definir tres personajes: la protagonista Star (Sasha Lane, que debuta frente a la cámara), y los encarnados por Shia LaBeouf y Riley Keough, jefes-hermanos mayores de una tribu humana a la que la directora, pese al esfuerzo inicial de presentarlos uno por uno, acaba tratando poco menos que como flora local, que cobra vida instantáneamente al son de las canciones de Rihanna, Big Sean y E-40 que escuchan y cantan mientras viajan. Una playlist generacional que acaba dando a American Honey la apariencia de un musical indirecto, contrapunteado por el “Dream Baby Dream” de Suicide que, en boca de Bruce Springsteen, parece convertirse en himno oficioso de los Estados Unidos blue collar.

La deriva de las criaturas de American Honey también está presente, en cierto modo, en los muchachos que aparecen al inicio de I tempi felici verranno presto de Alessandro Comodin, presentada en sesión especial dentro de la Semana de la Crítica. Los dos jóvenes corren y se esconden por los bosques y la montaña; huyendo de un ‘algo’ abstracto que contrasta con lo concreto de las acciones que llevan a cabo: bañarse en un lago, preparar una trampa para cazar comida… Durante estos primeros minutos, el film cautiva por el puro gozo de su condición material, fotografiando (en 35mm.) el verde de las hojas y el marrón de la tierra. No necesitamos nada más, pero cuando los dos fugados llegan a un punto de no retorno, la estructura se quiebra para recoger el testimonio oral de diversos cuentos y leyendas en torno a los lobos, y llevarnos hasta el tercer y más extenso bloque de film.

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Si ayer comentábamos el hermanamiento espiritual entre lo último de Bellocchio y Almodóvar, el film de Comodin bien podría telonear al Guiraudie de Rester vertical. Ambas películas se aproximan a un territorio mítico por una puerta trasera (o, como mínimo, lateral), evocando la figura del lobo como fuente de peligro y abstracción. Pero si en el film de Guiraudie el animal acaba compareciendo en pantalla, I tempi felici verranno presto presenta el lobo como una criatura ambigua, quizá personificándolo en alguno de los personajes, quizá dejándolo en fuera de campo. En cualquier caso, la manera en que el director italiano trabaja su mitología resulta tenue en exceso, sacando más fuerza de los detalles que captura en plano –la afectuosa caricia a un animal, un joven cercando en silencio a una joven mientra se baña en un lago– que de la argamasa conceptual.

Todo lo que de difuso pueda tener el significado de I tempi felici… resulta aplastantemente tangible en Grave, ópera prima de Julia Ducournau vista también en la Semana. Afín a las maneras del reciente terror francófono, la película presenta las fases de traumático autoconocimiento de Justine, una joven vegetariana que acaba de entrar en la escuela de Veterinaria, y que se ve obligada a comer carne por primera vez para no quedar marginada de la comunidad de estudiantes y de las cafres inocentadas que los estudiantes veteranos (entre ellos, la hermana mayor de la protagonista) gastan a los novatos. Al probar la carne, algo se despierta en Justine, causándole erupciones en la piel, vómitos espectaculares y un hambre carnívora cada vez más incontrolable.

GRAVE

Ducournau no pretende ocultar que su horror físico y transformador es heredero directo del primer Cronenberg. Pero donde el canadiense planteaba una estética magra, que resaltaba lo descarnado de sus propuestas, la directora francesa opta por un tratamiento estético algo más suntuoso, perceptible en las secuencias de discoteca con figuración abultada, y en esos planos en que la luz ilumina exactamente las zonas del cuerpo que es necesario mostrar.

Dejando más o menos velada la naturaleza exacta de la antropofagia que mueve a la protagonista, Ducourneau explota su mitología con más gusto por los momentos de impacto que lógica interna, pero se trata de un pecado mínimo en un debut robusto, consecuente con la alienada perspectiva de su personaje principal, y punteado por mínimos gags negruzcos y por decisiones musicales agradablemente sorprendentes, como la de anunciar el crepúsculo de la historia mediante el clásico de Nada Ma che freddo fa.