Manuel Garin, autor de ese imprescindible libro titulado “El Gag visual”, asegura en el mismo —con precisa lucidez— que los finales de las películas de Keaton anticipaban y complementaban de algún modo el uso cómico de la elipsis de posteriores cineastas como Lubitsch. Es bien sabido que el gag keatoniano parte tanto del hombre frente a la máquina como del universo frente al caos: Keaton subvierte la organización de la sociedad a través del gag y, en este sentido, a la hora de alcanzar el esperado final feliz (el matrimonio, la familia), “hay en su manera de acabar las películas una especie de resignación estoica, que accede a la convención del happy end tratando de boicotearla a la vez”. Keaton se plantea cómo filmar aquello que no se quiere contar y la secuencia final de El moderno Sherlock Holmes es uno de los ejemplos más paradigmáticos de esto: cuando el protagonista, dentro de la cabina de proyección, consigue conquistar a la chica y robarle un beso tras imitar aquello que es proyectado, asistimos a las consecuencias reales del acto a través de la pantalla: la pareja como final feliz y la familia como el interrogante de la felicidad. No es éste el único hallazgo de una película que fue uno de los pocos fracasos en taquilla de Keaton: la fusión forma y fondo, cine y realidad, se encuentra a través de la fractura (irrisoria) de ambas superficies. Endika Rey

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