Cuando se anunció la selección de la 63 edición del festival de San Sebastián sorprendió encontrar una película como El niño y la bestia entre las contendientes a la Concha de Oro. La animación nunca había competido en la sección oficial y aunque Mamoru Hosoda gozaba de cierto respeto dentro del público especializado gracias a obras tan sugerentes como Summer wars o Wolf Children, los primeros avances hacían intuir que su última obra se alejaba de los criterios “dramáticos” de todo festival de clase A: El niño y la bestia parecía un festín de batallas poco dado a tomarse en serio a sí misma. Tras los primeros pases la intuición se confirmaba: la última película de Hosoda no contaba con un componente emocional tan alto como en su anterior película, y si bien el discurso de la película se organizaba en torno a las figuras paternales y la propia identidad, los conflictos se desarrollaban más como aquellos de las buddy movies que como los de las fantasías poéticas de Miyazaki. En cualquier caso, el problema en aquella recepción no obedece tanto a la película como a las circunstancias: El niño y la bestia es una comedia absolutamente coreográfica, tanto respecto a las luchas plasmadas en la trama como a los propios gags. Un divertimento que finaliza con un clímax apabullante que fusiona Moby Dick con una serie de oscuros demonios interiores que amenazan con apoderarse de sus protagonistas. Aquí la fantasía es una forma de enriquecer el relato más que uno de sus objetivos. ER

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