Paul Vecchiali es uno de esos nombres ocultos del cine francés, cineasta de larguísima trayectoria y vocación independiente que, un poco como el tristemente desaparecido Marcel Hanoun, ha encontrado en la economía de medios, el cine digital, y la (cuasi) auto-gestión el camino más fructífero para sus comedias de cámara, películas de personajes, de larga inspiración teatral. Figura central del cine independiente francés en los años setenta y ochenta, a sus 82 años, Vecchiali ha recobrado un protagonismo que parecía haber perdido, con una producción renovada gracias a las tecnologías digitales, con las que ronda temas como el amor no correspondido, los secretos de pareja, la sinceridad, el riesgo amoroso, o la comodidad de las mentiras cotidianas. En 2014, Vecchiali estrenó dos películas, una, Faux Accords, en el festival francés FIDMarseille, en la que él mismo interpretaba a un hombre que descubre, tras la muerte de su amante, que este mantenía una relación por internet con otro hombre, y la segunda, Nuits blanches sur la jetée (Noches blancas en el muelle), estrenada en el Festival de Locarno y que llega ahora a Filmin tras su paso por el Festival de Sevilla, donde Vecchiali fue objeto de una retrospectiva enfocada en reivindicar y descubrir su trabajo a un público español para el que permanecía prácticamente desconocido.
Las dos películas que Vecchiali estrenó en 2014 comparten no solo actores o un modo de producción esquemático, austero y casi doméstico, sino que ambas giran en torno a las cuitas amorosas de una pareja y tienen de fondo el retrato de una soledad compartida y asumida, la lucha entre el riesgo de la pasión o la seguridad de la resignación tranquila, y sobre todo, ambas comparten una devoción por la palabra y el relato oral, por la historia dentro de la historia, siempre a través de la voz y el cuerpo de los personajes, que arrastran consigo sus vidas y las verbalizan, y las incorporan al relato general. Si en Faux Accords un hombre descubría que su pareja, ya muerto, mantenía relaciones por internet con otros hombres, y a través de la lectura de los correos electrónicos de la pareja infiel, el hombre pasa a imaginar sus propias aventuras con el amante de su pareja, al que dota de dos rostros distintos, en Noches blancas en el muelle Vecchiali narra los encuentros nocturnos de dos jóvenes unidos por amores no correspondidos. En ambos casos, la soledad se alza como una amenaza implacable, un horizonte que parece ineludible, y la salvación pasa por la asunción de una verdad que pueda dar al traste con todo.
Basada libremente en la novela breve de Fiodor Dostoievski Noches blancas, la película de Vecchiali transcurre en un espacio casi imaginario, un muelle de un pequeño pueblo sin identificar, que Vecchiali retrata como un lugar flotante en las brumas de la vigilia: como si fuera un espacio teatral, sin apenas referencias externas, las noches blancas de la novela original, que hacen referencia a esas noches del norte de Rusia en las que nunca termina de ponerse el sol, y la oscuridad no llega a ser total en ningún momento, se convierten aquí en noches en blanco, noches en vela a la espera de algo. Entre una iluminación casi de ciencia-ficción, con un faro de luz verde que no para de girar iluminando de forma fragmentaria a la pareja, y unas luces en la lejanía convertidas en manchas borrosas de color, Fiodor y Natacha pasan las noches contándose sus vidas en ese espacio compartido e inventado, flotante, tejido de mentiras, confesiones a medias, y amores no correspondidos. Y esperas: Natacha espera la aparición del hombre al que ama, y que no parece llegar nunca, mientras que Fiodor espera que Natacha caiga enamorada de él y su amor se vea correspondido. Fiel al espíritu de la novela original, Fiodor se verá condenado a vagar por la noche, imaginando su soledad futura mientras mitiga la soledad presente, y Natacha encontrará su verdadero amor, frente a la comodidad del refugio que le ofrecía Fiodor. Pero Vecchiali introduce al final una diferencia esencial: mientras Natacha corre al encuentro de su amante, representado en una llamada telefónica, Fiodor esperará al amanecer mientras en el paisaje se sobreimpresionan los bailes eternos que él y Natacha desplegaban cada noche en el muelle costero; y así, una vez más, la felicidad imaginada se sobrepone a la soledad, y la vida se hace habitable.