Gonzalo de Pedro Amatria

Las políticas del deseo, la mirada y la visión. Personalien, el trabajo a doble pantalla que Albert Serra ha presentado en el Museo Reina Sofía, y que forma parte del proceso de trabajo de su próxima (y esperada) película, es mucho más que una simple transposición de un material fílmico a un contexto museístico, convirtiéndose en una pieza que hace del espacio, de las imágenes, y de su disposición en la sala, un juego con el espectador y su impulso voyeurista. Trabajando sobre el imaginario del Marques de Sade, y su concepción libre, libertaria, del deseo carnal, enfrentada a nuestra idea contemporánea del deseo como una pulsión controlada, capitalista, un intercambio de bienes, Serra propone a los espectadores la inmersión en un bosque oscuro, silencioso, en el que se desarrolla una escena de encuentros furtivos donde se entrecruzan miradas y deseos satisfechos. Una suerte de cruising avant la lettre a través del que plantear el conflicto entre moral y pulsión, entre emancipación y normas, entre lo puramente físico y las reglas que atan las relaciones humanas. En la presentación de Personalien a los medios, Serra declaraba que le interesaba especialmente “la tensión entre intimidad y exhibicionismo, y entre exhibicionismo y voyeurismo, en un clima donde el deseo es aceptado plenamente como una pulsión arbitraria; cosa que contrasta fuertemente con nuestra visión actual de deseo y derechos”.

La película, o instalación, no es es solamente una representación del deseo desbocado, del sexo furtivo, de la orgía desatada y nocturna, sino que es, en su propia construcción física, y espacial, un juego con la noción de cine (o como lo queramos llamar ahora) como dispositivo enraizado en el deseo del propio espectador. Una idea que Luis Buñuel avanzó ya en Un perro andaluz, aquella película que trabajaba el deseo sexual, la mirada lasciva, la pulsion escópica, como motor de la acción, y que Serra lleva al límite aprovechando las ventajas de la sala museística. Así, el director de Honor de cavalleria e Història de la meva mort enfrenta al espectador a su propio deseo, a su pulsion escópica y voyeurista, y le impone una situación casi tiránica, en la que el observador, sumido en la oscuridad de esa sala completamente negra –extensión y remedo del bosque de la propia película–, se ve atraído por dos pantallas antagónicas, que pelean por llamar su atención, y que sin embargo, por la disposición espacial (una enfrente de la otra, y muy alejadas entre sí) son imposible de ver al mismo tiempo. Nuestra pulsión por verlo todo, por espiar, nuestro deseo de situarnos lo más cerca posible del encuentro carnal y explícito (muy explícito) que se representa en pantalla, choca con una disposición física que lo imposibilita. El espectador, atado a las normas de la sala, se ve obligado a renunciar, a elegir, a dejar algo de lado para concentrarse en lo otro, siempre con la sensación, el miedo, de estar perdiendo algo en la otra pantalla. Serra juega de forma muy inteligente con nuestro deseo, con nuestra curiosidad, con nuestro apetito voraz, y nos impone una norma que impide la consecución total del nuestros anhelos. Queremos tocar y no podemos, queremos ver todo y no podemos, queremos liberarnos y estamos atados a una sala, a unas normas, a una representación física de la moral.

El trabajo de Serra con el dispositivo museístico va más allá, como decimos, de la mera instalación de las imágenes fuera de una sala de cine, y la dialéctica que se establece entre las dos pantallas, a través del sonido y el montaje, no es un mero diálogo lineal, sino que juega con la temporalidad y el punto de vista, de tal forma que las expectativas del espectador se ven cercenadas de manera sistemática. Así, mientras que, en algunos momentos, las dos pantallas ofrecen puntos de vista distintos sobre momentos simultáneos (una mujer siendo azotada, a la que vemos desde lejos en una de las pantallas, y en primer plano en la otra), en otros cada pantalla juega con un momento temporal y físico distinto, y lo que cada una enseña no tiene nada que ver con lo que explora la otra. Si el arco temporal, una secuencia nocturna hasta el amanecer, es el mismo en las dos pantallas, en cada una de ellas el tiempo y la mirada parece discurrir por lugares y ritmos dispares, como si cada pantalla fuera un voyeur distinto, que se pasea por el escenario de cruising a su propio ritmo, y con sus propios intereses. La cámara, en el fondo, no deja de ser, como en la película de Buñuel, una representación metafórica y también física de nuestro propio deseo, nuestro impulso voyeurista: queremos ver, queremos tocar, y eso es lo que nos mueve por la sala, y por el mundo.