Víctor Esquirol (Festival Punto de Vista, Pamplona)

En un rincón de Dublín, un director de cine emplea su tiempo ejerciendo como tal. Su nombre es Declan Clarke y, como sucede con las estrellas del firmamento, su trabajo, su luz, requiere de un tiempo de travesía hasta llegar hasta nuestras retinas. Este viaje lumínico se hace más patente aún cuando el cineasta pretende abarcar algo profundo, algo cómico, algo parecido al infinito. Aunque, paradójicamente, aquí el más-difícil-todavía llega servido en una pieza que alcanza la consideración de largometraje por solo unos segundos: la inmensidad debe caber en apenas 60 minutos. Un imposible al que Clarke da forma, en un principio, como lo haría el Theo Anthony de All Light, Everywhere, aquella odisea de historias, temáticas y problemáticas que, entre otras revelaciones, nos hacía ver la insoportable carga de 30 segundos (en silencio). Aquí, en Saturn and Beyond, parece que esto sea imposible: la voz en off del propio director se erige como entidad omnipresente que recita, cual alumno con la lección bien aprendida, algunos momentos estelares de la humanidad. Las referencias se multiplican: a científicos, a exploradores, a la historia, recopilada en una obra de Stefan Zweig, de cómo un gigantesco cable hundido en el océano Atlántico consiguió transportar el primer mensaje mandado de un continente a otro.

Pero hay más, mucho más. Ese cable enlaza con una antena, y esa dirige nuestra mirada hacia un telescopio que, evidentemente, apunta hacia el cielo, y llega allí donde ni nuestro ojo ni nuestra mente pueden llegar. Para perfilar este itinerario al infinito, la película se apoya en lo estático (nueva paradoja): en una serie de instantáneas y planos fijos contextualizados por la voz maquinal de Clarke, suerte de agarre clarividente en la nebulosa mamotrética por la que navegamos. Hasta que, de repente, aparece el propio director… y se queda sin palabras. Ahí está, de espaldas a la cámara, ocultando su rostro, montando la película que estamos viendo, agazapado sobre un escritorio repleto de documentos, mapas, planos, bocetos… El frenético ritmo conceptual de la obra se detiene, suspendida en la nada, en unos quehaceres que, por su apariencia insustancial o por estar “mal filmados”, cortan el inasumible flujo de información al que se nos estaba sometiendo. El orden y la presentación impecables del coleccionista “wesandersoniano”, en lo que parecía ser un tratado científico, cede en este punto al caos de esa voz interior que sonaba a tinnitus, y que Johannes Grenzfurthner quiso diseccionar recientemente en la demencial Masking Threshold.

Llegados a este punto de ruptura, Saturn and Beyond deviene el eco desgarrador de un suceso cataclísmico: una tragedia paterna revestida de enfermedad y muerte. El silencio, ensordecedor, deja por fin espacio para que las imágenes hablen por sí mismas: ahí, Clarke abandona su disfraz de frío historiador y nos descubre su auténtica naturaleza de poeta silente, alguien que deja de lado las mediciones exactas para abrazar la imprecisión de la abstracción, la imperfección de la metáfora. Por su parte, la cámara, absorta en un constante devenir de luz que estalla y que inmediatamente después se extingue, se empapa del dolor del luto. Saturn and Beyond es, como lo era Ad Astra de James Gray, una historia sobre la distancia sideral que separa a un padre y un hijo. En un momento determinado, se hace patente que las historias del arranque del film eran en realidad souvenirs del ser querido, un escudo memorístico contra el desfallecimiento (aquí emerge el recuerdo de Masques de Olivier Smolders). De igual manera, los artilugios filmados que, antes ilustraban los milagros de la ciencia, ahora no son más que testigos lastimeros de un síndrome de Diógenes enterrado en polvo cometario.

 

En el tramo final del film, la estela a seguir la marca la poesía cósmico-humanista de Patricio Guzmán, redirigida hacia una esfera intimista. Consciente de la imposibilidad de la vuelta atrás, la película se resiste a terminar, se niega a morir. Y ahí nos tiene, expectantes ante una pantalla monocolor, agudizando los sentidos y la sensibilidad ante cualquier indicio que nos permita celebrar, aunque solo sea durante unos segundos más, el fulgor de la vida. El hijo que llora ante el vacío que ha dejado el padre alarga artificialmente la vida de su creación, escudriñando la desesperante incógnita del espacio post-créditos, esa luz al final del túnel o ese último fogonazo del proyector; ese “más allá” que aguarda, muy al final, en cada sesión cinematográfica.