Víctor Esquirol (Festival La Inesperada)

Una de las experiencias cinematográficas más satisfactorias que he tenido últimamente ha sido el reencuentro, muchos años después, con Deseando amar de Wong Kar-Wai, un título que, como prácticamente todos los que componen la filmografía del cineasta hongkonés, forma parte de los fundamentos de mi cinefilia… pero que aún así había olvidado casi por completo. Revisionar esta película fue para mí como descubrir de nuevo unos personajes y situaciones desvaídas por el paso del tiempo, algo coherente con lo que proponía la propia película. Deseando amar, al fin y al cabo, es la historia de un hombre que intenta rememorar su pasado, pero que no alcanza a juntar todas las piezas del puzzle memorístico, así que decide llenar los vacíos con ensoñaciones, fantaseando con esa pregunta que mortifica y, a la vez, da vida: “¿Y sí…?”. En el Festival La Inesperada, se presentan dos títulos pertenecientes a dos secciones distintas, pero que inesperadamente dialogan con reveladora nitidez en sus respectivos abordajes a los tiempos en que se mueven.

En la sección Cuadecuc, encontramos Homenatge a Judes, nuevo mediometraje de Manel Raga en el que el cineasta de Ulldecona vuelve a su pueblo natal, a una infancia que se presenta como un territorio lejano, incluso como una dimensión extraña. Los caminos de la memoria, ciertamente, son inescrutables, y dejan claro que a partir de la deformación se puede alcanzar una cierta nitidez. Aquí, llegan a nosotros frases, imágenes y sonidos que a lo mejor no se dieron como tales, pero que en cualquier caso no dejan de ser el eco directo de todo aquello que se vivió, en un momento muy, muy lejano. Desde esa distancia (temporal) insalvable, nos llegan escenas que, ensambladas, componen un retablo donde cine, teatro, catalán, castellano, sueños, realidad, ensayos y funciones comparten un mismo escenario. Se forma así, a lo largo de casi media hora, una nebulosa de recuerdos cuyas partículas se mueven con la caprichosa libertad. Así, un canto coral y gaseoso que celebra la llegada del hijo de Dios se convierte en la marcha procesional del Réquiem a Juan Vizcaya Vargas; del mismo modo, una carta dirigida a sus majestades, los Reyes de Oriente muta en el silencio sepulcral que el autor quiere dirigir a la Casa Real española.

“La Passió d’Ulldecona” se erige, en medio de tanta memoria desperdigada, en ese ritual por el que hay que pasar una y otra vez, y que por esto actúa a modo de poste, o de cruz, a la que aferrarse para entender no solo esa infancia distante, sino también la realidad de un pueblo y sus gentes. Un niño (el propio Raga) duerme profundamente durante una de esas funciones, de modo que en el futuro no logrará recordar con exactitud lo que sucedía en el escenario. Solo se le quedará grabado el momento horrible en el que Judas salta del olivo para encontrar la muerte. Ahí, alertado por los gritos del pobre diablo, el niño despertó y supo que, efectivamente, ese momento le acompañaría el resto de su vida. Una especie de trauma que el cineasta necesita confrontar reconstruyéndolo años después. A partir de temas religiosos, Raga activa una amalgama de momentos (vividos, inventados, soñados…) que le permite regresar al pasado, y de paso, solapar el diario íntimo de infancia con el documento etnográfico. A su lado, Blue Eyes and Colorful My Dress, de Polina Gumiela (que podemos encontrar en la sección Atómica) parece jugar en las antípodas de aquello que nos puede dar el cine. Y así es, en parte porque si antes nos perdíamos en las intrincadas sendas del pasado, ahora nos dedicamos a seguir los inequívocos caminos propuestos por el presente.

Ahora estamos ante un documental que, durante casi una hora de metraje, sigue los pasos de Zhana, una niña de tres años de edad que recorre las calles de la ciudad búlgara de Plovdiv durante una serie de tardes veraniegas. El paso de un día al otro se produce, en términos narrativos, de manera imperceptible. Solo podemos darnos cuenta de ello a partir del cambio en la indumentaria de la protagonista, y de unas heridas (fruto todas ellas de sus rutinas lúdicas) que aparecen y desaparecen de su cuerpo. Y de nuevo, la decisión tiene sentido, pues el aparato cinematográfico se debe a su objeto de estudio: un ser tan puro que en su mente no existe ni el ayer ni el mañana. Solo cuenta el ahora, ese mágico momento sostenido y embriagado por el descubrimiento, por la experimentación primeriza con las interacciones sociales, con los juegos, con la exploración. La cámara de Gumiela no esquiva la mirada de sus observados porque sabe que forma parte de la constelación de objetos maravillosos que componen una inocencia ajena a la maldad del mundo. Ni una pizca de esa oscuridad asoma en Blue Eyes and Colorful My Dress: las plazas, canchas y parques de Plovdiv, no casualmente un lugar que parece detenido en el tiempo, lucen como la antítesis de El señor de las moscas de William Golding. Apenas hay rastro del mundo adulto, y así, la infancia campa a sus anchas, librándose con ingenua alegría al presente, su mayor tesoro.