Página web del Festival Zinebi (13-20 noviembre)

Programación de Zinebi 2020

Canal de Zinebi en Filmin

STUMP THE GUESSER. Guy Maddin, Galen Johnson & Evan Johnson. 19 minutos. Canadá (2020). Con Adam Brooks, Brent Neale, Stephanie Berrington, Werner Thaller. Sección Glimpses Distirak

En la endiablada Stump the Guesser, el canadiense Guy Maddin (autor de joyas camp como The Saddest Music in the World y de fantasías autobiográficas como My Winnipeg) vuelve a asociarse con Evan y Galen Johnson, en esta ocasión para abrir una psicotrónica compuerta entre el cine soviético de vanguardia y un onirismo de tintes posmodernos. Inspirada por textos del poeta y escritor soviético Daniil Kharms, considerado un maestro del absurdismo, Stump de Guesser relata, sin orden ni concierto, la odisea de un extraordinario adivinador de circo, llamado X, que pierde su don esotérico en el mismo momento en el que cae prendado de una mujer que resulta ser su hermana. Maddin y los Johnson abordan esta encrucijada melodramática con una irreverencia tan incendiaria como ingenua: en la feria en la que trabaja X, el público puede ganar peluches de Trotski; la chabola en la que vive el protagonista no habría desentonado en La quimera del oro de Chaplin; y los golpes de efecto del relato se solventan con onomatopeyas a toda pantalla que conectan la obra de Serguei Eisenstein con el Batman televisivo de Adam West.

Stump de Guesser convierte el presente en una regurgitación del pasado: el montaje de atracciones soviético se da la mano con las cámaras lentas del cine de Jean Epstein y Jean Vigo, mientras que la idea de mostrar el cerebro de X habitado por un Sísifo que activa-desactiva un engranaje mecánico remite al arranque de Eraserhead de David Lynch. Aunque el giro más afortunado de Stump de Guesser llega con la aparición de un científico que propone resolver el drama incestuoso de X “refutando por completo de la teoría de la herencia”. Aquí resulta inevitable conectar el cometido del científico loco con la voluntad de Maddin de desacralizar la noción del legado artístico. Para el canadiense, la memoria cinéfila está ahí para ser subvertida, manoseada, socavada. Stump the Gesser transmite una alegría contagiosa gracias a su manera de hibridar un aura primitiva y artesanal (los artilugios mecánicos, las sombras expresionistas) con la parafernalia digital (el 70% de la película se filmó frente a “pantalla verde”). Sin embargo, pese a su estimulante frenesí, cabe apuntar que el nuevo trabajo de Maddin no alcanza la genialidad hiperbólica y descerebrada de su obra maestra sovietófila, The Heart of the World, con la que Stump de Guesser comparte una concepción del cine como maquinaria ilusionista, como fábrica de sueños cinéfilos demenciales. Manu Yáñez

A METAMORFOSE DOS PÁSSAROS. Catarina Vasconcelos. 101 minutos. Portugal (2020). Sección Beautiful Docs

Lírica y reposada, la ópera prima de la portuguesa Catarina Vasconcelos, premiada en varios festivales como la Berlinale (compitió en la nueva sección Encounters) e IndieLisboa, es un collage visual y sonoro que reconstruye la historia de la propia familia de la cineasta. No estamos, en todo caso, ante una home movie o un documental tradicional, sino frente a un film con espíritu de diario personal construido con mayoría de materiales de ficción, muchas voces en off y algo de archivo real. Así, A metamorfose dos pássaros se conforma como la historia de tres generaciones: la del abuelo de la directora, Henrique, oficial de la marina, que se casó con Beatriz y se pasó buena parte de su vida en alta mar mientras ella cuidaba de la familia; la de su padre Jacinto (uno de los seis hijos que tuvieron Henrique y Beatriz); y, claro, la de la propia cineasta, que construye esta suerte de correspondencia fílmica que apuesta a la ensoñación y a un viaje al pasado con elementos fantásticos (destaca la idea de que Jacinto estaba obsesionado con convertirse en un pájaro). El resultado global es un patchwork caleidoscópico, un ensayo experimental (hay algo del cine de Rita Azevedo Gomes y Gustavo Fontán en su propuesta) construido en formato 4:3 con amor, sensibilidad y belleza. Diego Batlle

UNE NUIT À L’OPÉRA / A NIGHT AT THE OPERA, de Sergei Loznitsa. 20 minutos. Francia (2020). Sección Glimpses Distirak

En trabajos recientes como The Trial y State Funeral –centrados en la construcción de farsas propagandísticas por parte del régimen comunista soviético–, el ucraniano Sergei Loznitsa ha demostrado una cierta curiosidad por la dimensión ilusionista de la imagen fílmica. Un interés por la idea del simulacro filmado que vibra en el trasfondo de A Night at the Opera, una obra que, producida por la Ópera Nacional de París, se presenta, en su capa más superficial, como una oda al lustre histórico de la institución francesa. Así, el magnético film de Loznitsa se articula como un estudio de la cara más mundana del fenómeno operístico. Entrecruzando imágenes de varias soirées, centrándose en las glamurosas llegadas de ilustres invitados, atendiendo a la pompa del evento, el cineasta destila el brillo incandescente de un espectáculo recargado, ritualizado, absolutamente artificial. Las apariciones de Brigitte Bardot y Charles Chaplin dan cuenta de la capacidad de la ópera para institucionalizar lo popular. Maria Callas sube las escaleras junto a Pier Paolo Pasolini, y luego, en el escenario, ofrece una interpretación sublime, stendhaliana, del aria Una voce poco fa, air de Rosine, perteneciente a El barbero de Sevilla de Rossini. Pero, antes de esa subida al paraíso, Loznitsa nos invita a presenciar la naturalidad y elegancia con la que Charles de Gaulle rinde honores a mandatarios de diversas naciones, incluidas las colonias francesas. La ópera revela así, en la concatenación cacofónica de las imágenes, su condición de artefacto cultural definitivo: allí donde el poder conjura la belleza del arte para consagrar su “grandeza”, su fortaleza inquebrantable, su preponderancia histórica. Manu Yáñez

LAS POETAS VISITAN A JUANA BIGNOZZI. Laura Citarella y Mercedes Halfon. 90 minutos. Argentina (2019). Sección Beautiful Docs

Juana Bignozzi (1937-2015) fue una poetisa de culto admirada y venerada por decenas de escritores. Sus colegas solían visitarla y escucharla cuando vivía en su departamento en el centro de Buenos Aires o cuando venía ocasionalmente de viaje durante su largo exilio en Barcelona. Sin descendientes, en su testamento ella decidió dividir sus bienes entre tres de sus “discípulos”. A Mercedes Halfon le quedó el honor y el desafío de cuidar de su obra, imponente en sus contenidos pero también caótica e inabarcable tras décadas de producción. Obsesiva, obstinada y entusiasta, Halfon inicia la clasificación de todos esos materiales en una tarea que por momentos parece digna de una arqueóloga y en otros, de una detective. En determinado momento, convoca a Laura Citarella (Ostende, La mujer de los perros) para registrar el intrincado y tortuoso proceso.

En Las poetas visitan a Juana Bignozzi –que en ciertos aspectos tiene puntos de contacto con Ausencia de mí, documental que surgió cundo comenzó a organizarse el archivo de Alfredo Zitarrosa– hay más preguntas que respuestas (cómo filmar la poesía, cómo reconstruir la historia de una escritora), mucho de prueba y error, y la búsqueda permanente, las dudas internas (que se hacen explícitas todo el tiempo) son parte esencial de la propia película. El problema es que reaparecen también algunas cuestiones casi constitutivas de buena parte de la obra de la productora El Pampero: la obsesión por el uso de la voz en off, el cine dentro del cine (con el equipo de rodaje “invadiendo” todo el tiempo la pantalla) y, en ese sentido y en este marco, la intrusión termina conspirando contra la propia figura de Bignozzi y la posibilidad de conocerla mejor.

Aunque la sensación de que las directoras están por encima de su objeto de estudio nunca desaparece del todo, en la segunda mitad, al menos, vemos a Bignozzi en su intimidad con el registro de una entrevista en video que le hicieron otros y luego varios colegas y amigos comienzan a leer sus maravillosos, impiadosos, provocadores y desgarradores poemas. Es justamente cuando sale de escena el artificio de los vericuetos y contradicciones de las realizadoras que el documental gana en intensidad y emoción. Diego Batlle

CITY HALL. Frederick Wiseman. 272 minutos. Estados Unidos (2020). Sección Beautiful Docs

Desde su debut en 1967 con Titicut Follies y durante ya más de cinco décadas, Frederick Wiseman ha sido uno de los más profundos, meticulosos e inteligentes observadores del funcionamiento de las instituciones políticas, culturales, deportivas o sociales de los Estados Unidos y Europa. Fijó su cámara con la paciencia y sensibilidad de siempre para retratar una legislatura, un gimnasio de boxeo, el Central Park o la bibloteca pública de Nueva York, la universidad de Berkeley, la Comedia Francesa, el ballet de la Opera de París, un club striptease como el Crazy Horse o la National Gallery de Londres, así como a la hora de abordar la problemática de la vivienda pública o de la violencia doméstica. Con casi medio centenar de largometrajes sobre sus espaldas, Wiseman le dedicó apenas tres a su ciudad y City Hall (con sus más de cuatro horas y media de duración) es un acercamiento de una precisión y detallismo inéditos respecto de cómo se gobierna una ciudad modelo como Boston, que con apenas 700.000 habitantes tiene un presupuesto anual de 3.320 millones de dólares (el 70% proviene de la recaudación impositiva y el 13% de aportes del estado de Massachusetts) y, antes de la pandemia, un tasa de desempleo de apenas 2,4%, la más baja de los Estados Unidos.

El protagonista de City Hall es, claro, el alcalde Marty Walsh, quien a sus 53 años se desempeñó durante 17 como diputado de la ciudad y lleva ya 6 en la jefatura de gobierno. Integrante del ala más progresista del Partido Demócrata, su gestión está considerada como un ejemplo de integración racial, sexual y económica, aunque la violencia de la policía le ha generado no pocos cuestionamientos. Si algo se le puede cuestionar al Wiseman de City Hall es que parece demasiado “enamorado” de Walsh, un tipo que sufrió un cáncer de niño, es un alcohólico recuperado y hoy disfruta de una inmensa popularidad. No es que el mítico realizador sea un mero espectador. De hecho, su cine observacional siempre ha tenido un claro punto de vista. Sin embargo, aquí por momentos parece un promotor de campaña. Eso no implica que el film carezca de interés. La posibilidad de inmiscuirnos en cada uno de los aspectos de un gobierno descentralizado y participativo es extraordinaria: cómo se discute el presupuesto general y luego las asignaciones puntuales de cada partida, cómo son los planes de vivienda (el gobierno tiene un proyecto a diez años para ir comprando terrenos y hacer luego desarrollos urbanos con subsidios para los menos pudientes), cómo son las campañas para la prevención de adicciones, cómo se atiende a los vecinos desde la línea 311, cómo se trabaja en parques, con la basura, con el tránsito, con la construcción, con los comerciantes y un largo etcétera.

Ciudad de viejos inmigrantes que abre las puertas a nuevos inmigrantes, cuna de exitosos equipos deportivos (al momento de filmar los Red Sox acababan de ganar la Serie Mundial de béisbol), Boston es la contracara de la administración Trump (Walsh lo deja en claro en numerosos discursos) con una preocupación por los jubilados y los precios de los medicamentos, por los veteranos de guerra, por los representantes de las distintas comunidades (se hace énfasis sobre todo en la china), por la situación de las enfermeras, por la memoria y el respeto a las minorías, por disminuir la violencia callejera y las desigualdades. City Hall, por la duración total pero también por la de cada una de sus escenas (podemos asisitir durante 10 o 15 minutos a discusiones sobre temas en apariencia menores), exige un compromiso mayúsculo por parte del espectador, pero la recompensa es conocer a fondo una hermosa ciudad como Boston (porque la cámara no se queda dentro del edificio municipal) y, sobre todo, cómo se administra una urbe desde una óptica progresista, con respeto y conciencia social. Diego Batlle

STRASBOURG 1518. Jonathan Glazer. 10 minutos. Reino Unido (2020). Sección Glimpses Distirak

De sopetón, in media res, nos encontramos frente a un mujer mayor, la bailarina madrileña Nazareth Panadero, cuya figura rodante y tambaleante se desplaza hasta el rincón menos sombrío de una habitación en penumbra. Este movimiento de recogimiento, este impulso de buscar cobijo en los bordes de una estancia, despierta en la memoria cinéfila el recuerdo de aquella fantasmagoría apocalíptica titulada Kairo (Pulse), en la que el cineasta japonés Kiyoshi Kurosawa imaginó, allá por 2001, una plaga de angustia y aislamiento que, propagada por Internet, empujaba a los infectados a encerrarse en sus escondrijos urbanos hasta desencarnarse y adquirir una condición espectral, virtual. Por suerte (para nosotros, espectadores), o por desgracia (para ella), la bailarina con la que se abre Strasbourg 1518 no se evapora en el interior del plano fijo que compone el cineasta británico Jonathan Glazer, autor de hitos del cine del siglo XXI como Birth o Under the Skin. Panadero se sobrepone a ese momento de entumecimiento arrinconado, y se embarca en un ejercicio de danza moderna puntuado por una elocución y un aullido. El diálogo, que parece improvisado por la propia bailarina, toma la forma de un saludo de cortesía que se transforma en un híbrido de test psicológico y estudio de mercado: “¿Cómo estás? ¿Del 10 al 1? ¿Del 10 al 0?”. Luego, el grito se asemeja a una risa enajenada, una explosión de histerismo. Y hasta aquí llega el profético prólogo de Strasbourg 1518, una película-performance en la que una serie de cuerpos deslumbrantes y grávidos buscan su lugar en la desesperación de su confinamiento. El título del remite a la conocida como “epidemia de baile de 1518”, en la que centenares de personas sufrieron un caso de coreomanía que los llevó a bailar sin cesar, durante días, hasta que varios murieron de ataques al corazón o de puro agotamiento. El episodio es invocado ahora por Glazer en un cortometraje de apenas 10 minutos en el que nueve bailarines proponen, desde el interior de sus casas, una convulsa meditación sobre la soledad y la incomunicación.

De entre todas las presencias que fulguran en las imágenes de Strasbourg 1518, aquella a la que Glazer dedica más tiempo y atención es a la bailarina de origen taiwanés Tsai Chin-yu, que como la mayoría de los protagonistas del film forma parte de la compañía de danza-teatro Tanztheater Wuppertal, fundada en 1973 por la mítica coreógrafa y bailarina Pina Bausch. Tsai, sola en una diáfana habitación de suelo laminado y paredes blancas, se entrega a la repetición de una deslumbrante coreografía que transita entre los armónicos movimientos del cuerpo voluble y la cortante violencia del gesto espasmódico. La bailarina hunde las manos y su larga cabellera en un pequeño barril de madera que contiene agua; su figura goteante se enrosca y luego se proyecta violentamente contra la pared. Si no fuese porque Glazer y el director de fotografía Darius Khondji muestran una fijación por anclar los encuadres, ligeramente contrapicados, a las esquinas y los techos de la habitación –a la manera de Orson Welles o Pedro Costa–, la danza sinuosa-espástica de Tsai podría parecer una homenaje directo al baile fluido-explosivo que perpetraba Denis Lavant en la memorable clausura de Beau Travail de Claire Denis.

Quedan pocas dudas acerca de la fijación de Glazer por el desamparo y la vulnerabilidad del ser humano, que en su obra suele aparecer sumido en un pozo de confusión o de corrupción social y moral. Desde las piruetas de halo nihilista que marcaron sus inicios, Glazer se ha ido aproximando a un (im)posible brutalismo humanista, un cine abocado a la observación del duelo fratricida entre la empatía y la destrucción. De ahí han surgido figuras como la femme fatale alienígena de Under the Skin, que experimentaba un despertar de la conciencia ante el descubrimiento de la compasión humana, para luego darse de bruces contra nuestras pulsiones más violentas. O también los verdugos y las víctimas del juego del ahorcado que ponía en escena el cortometraje de The Fall, una parábola en clave haiku acerca de nuestra organización social como máquina de muerte. Sería arriesgado caracterizar a Glazer como un cineasta político. Sin embargo, el director de aquel anuncio de Barklays en el que Samuel L. Jackson se jactaba de que “el dinero no es malo; el amor por el dinero es lo malo” pertenece a esa estirpe de cineastas apasionantes y conflictivos, de Spike Lee a David Fincher, que saben exponer el hedor de la bestia capitalista mientras maman de su pecho. En este sentido, la desnudez de Strasbourg 1518, una obra inclinada hacia la abstracción, convierte esta película en un objeto poroso a las interpretaciones (quizá sobreinterpretaciones) de carácter político y filosófico. Manu Yáñez