Manu Yáñez (Festival de Locarno)

Radu Jude es un cineasta del presente. Con su mirada sagaz e inconformista, el rumano gusta de destripar sin piedad las miserias del mundo actual, de la dictadura de lo políticamente correcto al vacío ideológico sobre el que se asienta la sociedad de consumo. El cineasta de Bucarest tiene un sexto sentido para hace vibrar, con pulso polémico, las cuerdas del zeitgeist. En su anterior película, Un polvo desafortunado o porno loco, Jude destapó las vergüenzas del sistema educativo rumano al estudiar el escarnio sufrido por una maestra que protagonizaba un video sexual filtrado en Internet. Ahora, la igualmente feroz Do Not Expect Too Much from the End of the World vuelve a poner a la sociedad rumana y el mundo moderno contra la espada y la pared. Construida como un collage de viñetas ariscas, la película alude a la inflación provocada por la Guerra de Ucrania, a la coronación del Príncipe Carlos de Inglaterra, a las cicatrices dejadas por Covid y al ataque integrista sufrido por Salman Rushdie. Pero la esencia contemporánea del film debe buscarse en su protagonista, Angela (interpretada con ímpetu salvaje por Ilinca Manolache), una mujer que clama libertad mientras malvive trabajando 16 horas diarias como productora asociada en proyectos audiovisuales de poca monta. Frente al simplismo paternalista que suele imperar en las odas fílmicas al empoderamiento femenino, Jude presenta una figura fascinante y contradictoria, irritante e hilarante, una antiheroína punk experta en convertir la ofensa en poesía. “Que muera lenta y dolorosamente a manos del cáncer”, les desea Angela a sus incontables antagonistas.

Radu Jude también es un cineasta de la memoria. Después de evocar la masacre antisemita de Odessa de 1941 en I Do Not Care If We Go Down in History as Barbarians, y rastrear la amenaza del fascismo en la Rumanía de 1937 en Scarred Hearts, el cineasta convierte su nuevo film en un diálogo explícito entre las Rumanías de 1981 y 2023. Esta dialéctica temporal se conjuga a partir del diálogo entre las imágenes que filma Jude y el metraje procedente de la película Angela, merge mai departe (Angela Moves On) de Lucian Bratu. Las dos Angelas –la del film de Bratu y la de Jude– pasan el día conduciendo por las abarrotadas y hostiles calles de Budapest, y ambas deben soportar por igual la opresión del patriarcado. En 1981, bajo el régimen de Ceaușescu, eran pocos los que veían con buenos ojos a una mujer taxista, mientras que, en la actualidad, una chica aficionada al sexo casual, enemiga de los buenos modales y devota de la estética choni sigue generando incomodidad entre el personal.

Además, la Angela moderna tiene el don de desconcertar a todo aquel que se cruza en su camino, incluido el espectador de Do Not Expect Too Much… Su comportamiento, pretendidamente vulgar, contrasta con su capacidad para aludir a William Faulkner o a Goethe en sus conversaciones. También resulta sorprendente que una enemiga acérrima del statu quo utilice como tono de llamada de su móvil el Himno de Europa, basado en la 9ª sinfonía de Beethoven. Todo parece caber en el interior y exterior de Angela, que guarda en su mesita de noche ejemplares de A la sombra de las muchachas en flor de Proust y Tom Jones de Henry Fielding, una excéntrica combinación de elegancia y picaresca. De un modo similar, Jude convierte Do Not Expect Too Much… en una iconoclasta mezcla de registros. El ir y venir de Angela al volante de su coche –escenas que hacen pensar en la contestataria Taxi Teheran de Jafar Panahi– aparece filmado en un primoroso blanco y negro, pero cuando la protagonista utiliza un filtro de TikTok para hacerse pasar por un tipo misógino, racista y ultraconservador, las imágenes adoptan el colorismo feísta de la baja resolución digital.

El apego de Jude al caricaturismo y las paradojas –Angela actúa como una antisistema pero trabaja para una agencia internacional de marketing– podría hacer pensar en las boutades del sueco Ruben Östlund. Sin embargo, se hace difícil imaginar al director de El triángulo de la tristeza citando a Baudelaire, Slavoj Žižek, Thomas Bernhard o Don DeLillo (también es dudoso que a Östlund se le ocurriese sacarle partido al cartel de una empresa llamada MEGA IMAGE). Ambos cineastas aman la sátira y desconfían de todo atisbo de condescendencia, pero mientras Östlund aplica la estrategia de disparar en todas direcciones, a diestro y siniestro, Jude se muestra más certero al poner el dedo en la llaga de los poderosos. Los enemigos –los mandamases, los corruptos, los reaccionarios, los promotores de la ignorancia– son demasiado numerosos y eminentes como para perder el tiempo echando piedras sobre el tejado de los desvalidos. Con su afán político y su debilidad por el intertexto, Jude intenta mantener viva la llama de la modernidad, así como la fe en la inteligencia de su público. Cuando alguien le reprocha a Angela la zafiedad de sus vídeos de TikTok, ella se muestra confiada en que alguno de sus “seguidores” será capaz de comprender su parodia del machirulismo. Puede que al cine de agitación que propone Jude le falten unas cuantas dosis de misterio y poesía para hacerle plena justicia a la herencia de Godard –el referente capital del rumano–, pero a falta de nuevos dioses, vale la pena no desechar el trabajo de este astuto y noble enfant terrible.