Página web del Atlántida Film Fest 2020, el festival organizado por la plataforma Filmin que se extiende hasta el 27 de agosto.

STATE FUNERAL. Sergei Loznitsa. 135 minutos. Países Bajos, Lituania (2019). Sección Memoria Histórica.

El título no es solamente una metáfora, sino también una perspectiva política que anuda toda la implacable deconstrucción del culto a los líderes, en este caso aplicada a Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, más conocido como Stalin, en una narrativa histórica superior que necesita ser problematizada y vuelta a pensar en tiempos de conmoción como el actual. Como sea, Loznitsa vuelve una vez más sobre la historia de la Unión Soviética y elige el episodio “trágico” de la muerte del “padre” de la nación. A juzgar por el notable y diverso material de archivo acerca de la recepción de la muerte de Stalin, a lo largo de todas las naciones que constituían la Unión Soviética, la noticia hundió a todos los pueblos soviéticos en una tristeza infinita. La transmisión radiofónica y directa desde Moscú hacia todos los hogares y pueblos de la Unión, las publicaciones del día después, la llegada de los estadistas y funcionarios de todo el mundo para participar de las ceremonias funerarias, las marchas mutitudinarias, la despedida interminable al camarada y la confección del panteón demuestran en apariencia un democrático sentimiento de aflicción en el que nadie parecía siquiera exteriorizar una mueca de duda o un contenido alivio frente a la defunción de un hombre todopoderoso (y cruel).

Pero las imágenes mienten, o en todo caso, los hombres y las mujeres pueden vivir felices en una mentira absoluta, porque frente al acopio de gestos de desgarro Loznitsa los contrasta tardíamente con datos puros: 27 millones de habitantes exterminados, otros 15 empujados a morirse de hambre. Apenas 3 años después de la muerte de Stalin, y mistificación mediante de su persona (lo que es en sí el principal material del film), el líder fue condenado por el Partido y la desestalinización comenzó su curso; no pasaron ni 10 años para que se removiera el mausoleo del Kremlin. Los datos llegan al final, y es por eso que el meticuloso montaje empleado por Loznitsa consigue transmitir el poder de la superstición laica en su mayor esplendor y eficacia. Los archivos son espeluznantes debido a la precisión del registro y el poder sensible que de este se desprende: la expresión de los miles de rostros compungidos, como la evidencia de la extensión territorial y por ende la multiplicidad cultural, permiten acceder a la magnitud de un delirio colectivo. Pero el título elegido por Loznista sugiere asimismo una homologación del dictador a la experiencia soviética en cuanto total, proponiendo difusamente que la muerte de Stalin fue también la lenta muerte del comunismo, una yuxtaposición interpretativa en la que se torna equivalente un proyecto político emancipatorio en sus orígenes con su traición perversa; un punto de vista tan legítimo como potencialmente reaccionario, y bastante funcional para cierto revisionismo en boga que carece del arte de hacer distinciones. Roger Koza (texto publicado originalmente en el blog “Con los ojos abiertos”, parte del grupo Otros Cines)

THALASSO. Guillaume Nicloux. 93 minutos. Francia (2019). Con Michel Houellebecq y Gérard Depardieu. Sección Controversia.

En El secuestro de Michel Houellebecq (2014) de Guillaume Nicloux, el autor de novelas como El mapa y el territorio o Las partículas elementales se interpretaba a sí mismo en la recreación ficticia de su desaparición durante unos días, mientras realizaba el tour promocional de una de sus obras. Cinco años después, Houellebecq y Nicloux entregan un nuevo capítulo de este experimento ‘biográfico’ con Thalasso. En esta ocasión, el paso de los años y los excesos cometidos aconsejan que Houellebecq, en contra de su voluntad, pase unos días interno en un balneario de Normandía, en el que se encuentra por primera vez en su vida con Gérard Depardieu, al que tampoco conocía en la realidad antes de rodar la película. Este nuevo ‘secuestro’ del literato insiste en el esquema de docuficción de la primera entrega y vuelve a incidir en el humor y el sarcasmo como elementos principales de su propuesta narrativa, en un guion que, aunque parezca lo contrario en pantalla, no está marcado por la improvisación. Por su aspecto físico, Houellebecq se presta a la comicidad propia de un actor del cine mudo, y en la película se hace incluso una referencia al dúo que formaron Stan Laurel y Oliver Hardy. Aprovechando esta cualidad del escritor metido a intérprete, Nicloux arranca su film con una serie de secuencias de humor, prácticamente sin diálogos, en las que asistimos a las peripecias del escritor durante los distintos tratamientos médicos del balneario. Este ejercicio de comedia silente se quiebra con la aparición de Depardieu, que lleva la película hacia un territorio más verbal y discursivo.

Esas secuencias de inicio y el primer encuentro entre estas dos “vergüenzas de Francia”, como les denomina un enojado cliente del hotel, son lo mejor de una película que deriva en una ‘boutade’ con acento francés, en un chiste estirado al que no consiguen insuflar aliento ni los distintos cameos protagonizados por un doble de Sylvester Stallone. Aunque hay que reconocer que el guion tiene reservados algunos diálogos tocados por una fina ironía, como los que protagonizan Depardieu y Houellebecq con dos de sus fans. Al célebre y malogrado actor francés, un camarero lo identifica como una gloria nacional por su papel de Obélix. Mientras que al célebre y malogrado literato, otro interno de la clínica lo alaba por los pasajes de sexo de sus novelas. De este modo, ambos dejan claro que no tienen ningún pudor en quedar retratados en pantalla, aunque el director lo haga de una manera más benevolente que punzante. Sin abandonar su apuesta por la comicidad, la película parece reducir su velocidad en varias marchas, hasta quedarse prácticamente parada, en parte también por la ausencia de cualquier intención formal por parte de su director. A este desfallecimiento del film también colabora la entrada en acción de los secuestradores protagonistas de la primera película, con una trama secundaria que no hace más que desdibujar el corazón de la propuesta, formado por los gags de los dos protagonistas. Ambos se sienten extraños en un mundo donde, en las comidas, no les dejan beber vino. Y sin embargo parecen disfrutar divagando sobre temas tan transcendentales como la existencia de Dios y la vida después de la muerte. Si se hubieran limitado a ser Laurel y Hardy, y la película fuera un corto, la visita al balneario habría merecido la pena. Fernando Bernal

DIE KINDER DER TOTEN (THE CHILDREN OF THE DEAD). Kelly Copper y Pavol Liska. 90 minutos. Austria (2019). Con Georg Beyer, Lukas Eigl, Greta Kostka. Sección Muros y Fronteras.

Tratándose de una producción de Ulrich Seidl que lleva a la pantalla The Children of the Dead, la novela de Elfriede Jelinek (La pianista), sorprende que Die Kinder der Toten sea una película cargada de humor; y lo cierto es que éste no es particularmente cruel. El film, dirigido a cuatro manos por la estadounidense Kelly Copper y el eslovaco Pavol Liska, parte efectivamente de la idea de los muertos vivos; idea que, al situarse en la Estiria austríaca, es el territorio perfecto para volver sobre el pasado nazi. Así, jugando con imágenes filmadas en Súper 8, los tiempos se cruzan y los límites también. Adoptando las formas del cine silente, escuchamos el sonido ambiente pero no las voces de los protagonistas, cuyas líneas de diálogo descubrimos en intertítulos. Actores no profesionales y formatos diversos dan a la película una textura que dialoga con las filmaciones caseras y el cine de serie B, lo que cuadra perfectamente con el acercamiento a un pasado oscuro y al género.

Muertos que reviven, momentos musicales, un autobús de turistas holandeses (muy identificables por sus inconfundibles pelucas rubias), todo puede ser materia de humor en el que el bajo presupuesto en modo alguno se confunde con una lógica amateur. Formal y temáticamente, Die Kinder der Toten está poblada de hallazgos que trascienden los límites, que sorprenden y, efectivamente, funcionan en el terreno del humor. Sólo para dar un ejemplo, el juego de palabras entre Styria (Estiria) y Syria (Siria), abre las puertas para un sinnúmero de salvajes, incorrectas pero muy pertinentes pinceladas sobre la migración, discriminación y unas cuantos e hipócritas lugares comunes ligados con estos temas. En fin, que hay que atreverse a reír con un “colectivo de poetas sirios que pasan hambre”. La risa como germen catártico, sublevado y transgresor. Fernando E. Juan Lima

LAS VIDAS DE MARONA. Anca Damian. Francia, Rumanía, Bérlgica (2019). Sección Domestik.

En su interés por explorar la singularidad gestual de su protagonista –una adorable perrita negra con el morro, las patas y la cola blancas–, Las vidas de MArona marca distancias con dibujo de raíz antropomórfica. Sin embargo, el espíritu de esta película de alto vuelo poético no puede evitar decantarse hacia una mirada atropocéntrica. Así, la odisea de la perra Marona, a manos de diferentes cuidadores, parece pensada para componer, a la manera de Al azar Baltasar de Robert Bresson, una taxonomía de las virtudes y taras de la especie humana, de la nobleza a la irresponsabilidad, de la compasión a la frivolidad. A esta melancólica cartografía emocional, se suma la propia perra Marona, que a través de una articulada voz en off reflexiona sobre cuestiones personales (su miedo al abandono, una visión cósmica de la existencia) y ajenas: al inconformismo de los humanos, ella prefiere llamarlo “no saber ser feliz”.

A la postre, más allá de la construcción de un amplio muestrario vivencial, el auténtico atractivo de Las vidas de Marona radica en la inventiva visual de la animadora rumana Anca Damian, que sumerge al espectador en un asombroso viaje sensorial que zigzaguea entre el simbolismo y el surrealismo, entre los malabarismos curvilíneos y el orden cartesiano, entre la abstracción kandinkiana y los retorcimientos del expresionismo alemán. Manu Yáñez