No es difícil llegar a confundir la relevancia política de una película con su valor cinematográfico. Que se lo digan a Quentin Tarantino, que como presidente del jurado del Festival de Cannes de 2004 optó por entregar la Palma de Oro a Fahrenheit 9/11 de Michael Moore, un documental cuyo maniqueísmo y populismo quedó disimulado por su oportuna y procedente caza al presidente George W. Bush y su Guerra contra el Terror. Algo parecido ocurrió este año en el Festival de Berlín, donde el jurado presidido por Darren Aronofsky otorgó el Oso de Oro a Taxi Teherán, una decisión que volvió a poner sobre la mesa la infatigable y justa batalla del cineasta Jafar Panahi contra la censura infligida por los altos estamentos iraníes. Poco importó que Taxi Teherán sea una de las peores películas de Panahi, que su tono didáctico recuerde al del Ken Loach más aleccionador, que en su afán de denuncia confunda la urgencia con una obviedad ruidosa. La política le ganó al cine.

Algunos críticos han defendido que Taxi Teherán es una suerte de extensión de la notable This Is Not a Film, la primera película que dirigió Panahi en la clandestinidad; en ese caso, desde un arresto domiciliario que después desembocaría en una sentencia de 6 años de cárcel y 20 años de inhabilitación como cineasta (si algo así es posible), una condena que en la actualidad impide a Panahi salir del país. Pues bien, para mí, Taxi Teherán es en realidad el reverso de de su predecesora –entre ambas, Panahi también dirigió Closed Curtain–. Así, en una interesante escena de la docuficción This Is Not a Film, Panahi renunciaba a trabajar en solitario y pedía ayuda a su colega Mojtaba Mirtahmasb, a quien le confesaba que, después de revisar los primeros planos de la película, le parecían “finjidos”: “la película va pareciendo mentira y yo no soy así”, una expresión que bien podría reflejar la realidad de Taxi Teherán. Luego, ya convertida en un diálogo entre Panahi y Mirtahmasb sobre la dificultad de hacer cine bajo la censura, This Is Not A Film alcanzaba sus mejores momentos en el cara a cara entre Panahi y sus anteriores películas. Proyectadas en DVD en el salón de su casa, el director descubría en las imágenes de El espejo o Crimson Gold algunos detalles reveladores: la testaruda determinación de una niña, la gestualidad de un actor no profesional. Destellos de azar en el corazón de la creación cinematográfica: la realidad domada y luego liberada por el encuentro entre el actor, el relato y la cámara.

Taxi_Panahi_3

Por desgracia, en Taxi Teherán no hay rastro de ese diálogo entre control y azar que alimenta la mejor cara del cine de Panahi (y de gran parte del cine iraní). Organizada como un supuesto viaje en tiempo real por las calles de Teherán, dentro de un taxi que conduce Panahi –que se interpreta a sí mismo– y que simboliza el confinamiento en el que vive el director, la película funciona como un tópico escaparate de personajes que encarnan las miserias del Irán actual. Hay un descarado pero respetuoso atracador que sólo roba a los ricos, una profesora de escuela progresista, un comerciante de películas pirateadas comprometido con el cine de autor, un hombre malherido que teme por el bienestar de su esposa si él muere, unas hermanas mayores que encarnan las viejas supersticiones que todavía imperan en el país, una niña que aspira a ser cineasta y que ha interiorizado la autocensura que promulga el régimen, un pequeño huérfano vagabundo y una abogada de presos políticos. Ésta última protagoniza la mejor secuencia de la película, en la que Panahi se deja de parábolas sociales y de sermones sobre la creación artista y expone de forma directa el sufrimiento de aquellos que, como él, ven coartada su libertad por la represión de un régimen político corrupto.

Por lo demás, Taxi Teherán se presenta como una colección de diálogos abonados al lugar común, un desfile más bien rutinario de todo cuanto no está permitido mostrar en el cine iraní, según detalla la pequeña aprendiz de cineasta. Estamos ante una heroica muestra de insurrección, pero también ante una constreñida tragicomedia de tintes pamfletarios. Como hiciera en This Is Not a Film, aquí Panahi hace referencia a sus anteriores películas en sus diálogos con los “clientes” del taxi, pero en lugar de articular una reflexión profunda sobre la práctica cinematográfica, estas citas quedan como triviales chistes semi-privados. El clima de catástrofe social es palpable. Hay momentos estremecedores, como cuando Panahi cree reconocer en la calle la voz del que fuera su interrogador en prisión. Pero lo cierto es que la película nunca termina de fluir, demasiado distraída en sacar adelante su precipitado tour de force narrativo.

Taxi_Panahi_2

La otra película con la que Taxi Teherán ha sido comparada repetidamente es con la majestuosa Ten de Abbas Kiarostami, que también convertía el interior de un vehículo en un peculiar oasis de libertad; en aquel caso, para denunciar el sometimiento de la mujer en la sociedad iraní. El problema de esta comparación reside en el abismo que separa a ambos films en términos de rigor formal. La película de Kiarostami jugaba hábilmente con la ilusión de limitar la participación del director en el trabajo de puesta en escena: dos cámaras situadas en el salpicadero del coche filmaban en plano fijo a la conductora y sus copilotos, mientras la continuidad de la acción sólo era interrumpida en nueve ocasiones, formando diez secuencias. Por su parte, en Taxi Teherán reina una cierta anarquía. La película empieza con un largo plano, inicialmente fijo, tomado desde el salpicadero, que luego dibuja unas toscas panorámicas dirigidas por la propia mano del cineasta. Panahi propone este juego escénico con la doble intención de reducir al mínimo el equipo técnico –que no aparece en los créditos para evitar represalias– y también para proponer un juego autorreflexivo donde la mano del director responde a los movimientos “fortuitos” de los actores: una supuesta celebración del azar. Sin embargo, el efecto es el contrario: la combinación de unas volátiles de reglas formales (traducidas en repetidos cambios de encuadre y formato) y la avalancha de entradas y salidas de personajes en el escenario teatral del taxi termina conformando un himno al cineasta como demiurgo total, entregado a sus caprichosas decisiones estéticas y narrativas. Y es justamente ese aspecto, el modo autoritario con que Panahi gestiona su rabiosa denuncia social, el que acaba dirimiendo la discreta suerte de Taxi Teherán.