En 1997, Fox Rich y su marido Rob, pareja negra de Nueva Orleans, fueron arrestados tras intentar atracar una sucursal de crédito. Su abogado pactó una sentencia de doce años de cárcel para cada uno (en EE.UU. las penas llegan a los noventa años), que ella aceptó (acabó cumpliendo solo tres), mientras que él rehusó. Un gesto desafiante al cual el juez al cargo respondió con la radicalidad de una pataleta: sesenta años de condena sin fianza, una cantidad absurda y desmesurada de tiempo. “Sesenta años de vida humana”, enfatiza Fox, la auténtica protagonista de la película Time. Convertida en una madre soltera dispuesta a salir adelante contra viento y marea, Fox decidió emprender entonces una carrera de fondo, implacable, para sacar a su marido de la cárcel. Ella misma la documentaría dando un nuevo sentido a uno de sus mayores pasatiempos, el vídeo casero, que dejaría de ser un mero entretenimiento familiar para convertirse en un cruce entre el diario íntimo y la correspondencia fílmica sin respuesta, en una única dirección. En todo caso, el torrente de home movies cumpliría una doble función: ocupar el vacío dejado por Rob y testimoniar la odisea de Fox, enfrentada a un sistema judicial inoperante y decidida a legar un buen futuro para sus seis hijos.

Dieciocho años más tarde, llegaría la cineasta Garrett Bradley, que rodaba por aquel entonces su cortometraje America, de estética y temática muy similares a Time, y también enmarcado dentro del programa de editoriales cinematográficas Op-Docs de The New York Times. Invitada a la boda de uno de los personajes de aquel primer corto, Bradley clisaría inmediatamente el carisma de Fox. De ese encuentro, surgiría un proyecto que debía seguir la vida cotidiana de la familia Rich, con la ausencia del padre como una suerte de trauma en segundo término. Sin embargo, el último día de aquella primera fase de rodaje, algo trastocó el destino de la película Time: en un ademán proactivo, Fox entregó a Bradley una bolsa enorme llena de cintas caseras que había ido registrando durante las dos décadas que su marido llevaba entre rejas. Una revelación que situó a la cineasta frente a un dilema de envergadura: si, para Fox, documentar su lucha contra el sistema había constituido una suerte de reconquista, una prueba fehaciente del tesón inspirado por un vínculo irrompible. ¿era posible hacer justicia fílmica, desde el presente, a todos esos años de combate desigual contra la maquinaria presidiaria? ¿Cómo abordar los innumerables «quizás este sea el año» que no tuvieron salida alguna? En un pasaje clarividente, Justus Rich, hijo primerizo del matrimonio, formula la máxima: “time is what you make of it” (make en la definición de aprovechar: “el tiempo depende de cómo lo aproveches”, pero también podríamos tomar make en un sentido más literal, cercano al hacer: “el tiempo es lo que hagas con él”).

Este pequeño pliegue lingüístico nos acerca al punto de partida de Bradley y su montador, Gabriel Rhodes (Matangi/Maya/M.I.A.), así como al plato fuerte de su apuesta: la desarticulación de cualquier cronología vectorial en la recreación del periplo vital de la familia Rich, para favorecer, en su lugar, un acercamiento al montaje como forma definitiva de aprehensión del curso del tiempo: «El tiempo es mirar fotos de cuando tus hijos eran pequeños, y luego los ves y tienen barba y bigote», susurra la madre. El tiempo puede tener muchas formas –más o menos perceptibles, pesadas–, pero siempre conlleva una fluctuación. Así, la primera ocasión en que Time esgrime una cierta opacidad discursiva (es decir, un gesto autoral que trasciende la simple concatenación de episodios vitales relevantes), la reflexión se articula a través del corte de montaje que lleva desde la jovencísima Fox Rich de 1997, llorosa y esperanzada, hasta su versión contemporánea: una mujer “al mando”, dirigiendo un anuncio para su propia empresa de alquiler de coches. Hay en ese corte algo de la fascinación ingenua de aquellas criaturas que ven a sus abuelos de pequeños en fotografías antiguas y se extrañan de que esos niños compartan identidad con el cuerpo viejo y maltrecho que les cuida.

Ese corte también podría leerse como un ajuste de cuentas con el mundo, una forma de dinamitar la lógica inalienable del tiempo para reordenar los elementos de una realidad kafkiana (sesenta años por un desliz, casi veinte de laberintos burocráticos sin sentido). El montaje devuelve al universo un cierto sentido de justicia. Rhodes y Bradley transforman la imagen recurrente del Rob pre-1997 (de una sencillez y poder evocador propios de la iconicidad del mártir) en el centro gravitacional del retrato del activismo de su esposa. Como contrapunto, el montaje también cuestiona el discurso de su protagonista la presencia de la abuela, que observa a su hija en silencio y se pregunta si realmente todo esto vale la pena.

El corte de montaje puede enmendar de forma maravillosa el vacío –la ausencia del padre– y el exceso –de tiempo perdido, en este caso–, pero también tiene sus límites y puede ser frustrado por el poderoso curso de lo real. En la escena de la última llamada que realiza Fox para preguntar por la resolución de la demanda de libertad de su marido, tras múltiples intentos sin respuesta, la trabajadora al otro lado de la línea demuestra un flagrante desinterés por el caso. A esto, Fox se contiene, esgrimiendo con sobriedad un par de frases que podrían encajar en cualquiera de sus charlas motivacionales o de sus spots publicitarios, mientras Bradley la remacha con un zoom out propio de la elocuencia documental más básica. Pasa que, al cabo de unos instantes, su discurso cambia y vemos cómo el personaje se permite un pequeño exabrupto, cambiando por un momento su habitual estado de abnegación benemérita, una alteración que devuelve su lucha al terreno de lo personal de la forma más humana posible. “Pagarán por esto”, repite Fox dando golpes en la mesa. Al descubrir el reverso antiheroico de la luchadora infalible, la cámara vuelve a acercarse a su objeto de estudio. No queda nada más que hacer. El corte se ha vuelto imposible.

Time parte de un material concebido para constituir un testimonio privilegiado de una vivencia temporal, reveladora en su singularidad. Las escenas filmadas por Fox y los suyos son, ya desde su génesis, imágenes de archivo: una correspondencia marcada por un tiempo que, a falta de respuesta, se sabe pasado desde el momento de su registro. Pienso en las numerosas posibilidades derivadas de la confluencia entre las filmaciones pretéritas de Fox y el material grabado desde el presente por Bradley. Pienso en cómo podría haberse jugado con este gran vacío intermedio desde las formas del cine-ensayo, tomando el tiempo epónimo como objeto de estudio. Sin embargo, la estrategia del equipo de Bradley es la del melodrama: la película tiene forma de canto, de homilía, no de radiografía. Así, será cuestión de aceptar o no el achatamiento temporal de la propuesta en pos de un lirismo afectado, muy acorde al programa ideológico de The New York Times, apto para la sensibilidad de la izquierda esperanzada que parece imperar tras el triunfo electoral de Joe Biden. Cabría preguntarse si, en la América contemporánea, las imágenes que llegan, desde la realidad, tras el desfile de títulos de crédito finales de Time, no son mucho más desasosegantes.

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