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TAMING THE GARDEN. Salomé Jashi. 91 minutos. Suiza, Alemania, Georgia (2021).

Bien aposentada en las plácidas aguas del documental observacional, Taming the Garden busca la distancia justa desde la cual observar la sorprendente y absurda odisea de un conjunto de árboles centenarios que son trasplantados desde unos humildes poblados de la Georgia rural hasta las opulentas propiedades del magnate y exministro georgiano Bidzina Ivanishvili. Cabría emparentar la mirada de la cineasta georgiana Salomé Jashi con la del pionero del documental Robert Flaherty: como el norteamericano, la georgiana observa la realidad con tesón, en planos largos que diseccionan la costumbres, esperanzas y frustraciones de sus protagonistas, en este caso, un conjunto de gente modesta que busca un sentido a una realidad difícil de comprender. ¿Qué quiere hacer el acaudalado Ivanishvili con sus preciados árboles? ¿Es justa la recompensa económica que reciben por la renuncia a sus bienes naturales? ¿Tiene alguna lógica deforestar caminos rurales para que un héroe del capitalismo pueda engalanar sus propiedades con otro árbol más? Puede que la propuesta de Jashi peque de un cierto acomodamiento en su diáfana apropiación de un estilo –entre alegórico, lírico y factual– bien conocido por los seguidores de Gianfranco Rosi o Yuri Ancarani, pero nada puede argumentarse en contra de su oportuna denuncia de los aberrantes límites de la avaricia humana, encarnada aquí en el modo en que los poderosos pretender someter a sus semejantes y al mundo natural.

Taming the Garden enriquece su discurso visual gracias al permanente tránsito entre escenas diurnas (en exteriores) tocadas por un halo pictórico, crudos pasajes (en interiores) cargados de reveladores testimonios de comunidades abocadas a la penuria, y estampas nocturnas en las que el absurdo brilla en toda su abstracción (algunos momentos de fuerte carga simbólica remiten al prólogo de O que arde de Oliver Laxe, donde un buldócer se llevaba por delante un bosque de eucaliptus). En el film de Jashi, la tensión entre el ser humano y la naturaleza se manifiesta de un modo flagrante, la convivencia harmónica entre el individuo y su entorno se otea como una utopía inalcanzable, como expresan de un modo alusivo los exuberantes planos en que una espesa humareda penetra todos los recovecos de una arboleda. Un halo fantasmagórico recubre la odisea de los árboles centenarios, cuyo viaje se tiñe de surrealismo cuando deben lanzarse a la mar para alcanzar su nuevo enclave vital. Abrazando un tono marcadamente elegíaco en su preciosista y espeluznante tramo final, Taming the Garden se erige en el resonante retrato de un salvaje expolio natural, la cara oculta de la construcción de un faraónico paraíso artificial. Manu Yáñez

LES SORCIÈRES DE L’ORIENT. Julien Faraut. 100 minutos. Francia (2021).

En el Olimpo de los deportes, ocupa un lugar destacado el fulgurante recorrido, durante la década de 1960, del Nichibo Kaizuka, el equipo de voleibol radicado en una fábrica de Osaka cuyas integrantes recibieron el apodo de “Las brujas de Oriente”. Las chicas comandadas por el legendario entrenador Hirofumi Daimatsu conquistaron los mayores méritos de su disciplina, convirtiéndose de paso en iconos de la cultura popular. A las puertas de los años 70, e inspirada por los logros de las “brujas”, empezó a emitirse Attack No. 1, serie de animación a partir del manga de Chikako Urano, imprescindible para entender el auge del shōjo, y que aquí se tradujo como La panda de Julia o La ilusión de triunfar. Se trataba de una ficción basada en hechos reales que, con los números sobre la mesa, parecía pura fantasía: en su momento dulce, prolongado durante más de una olimpiada, las jugadoras del Nichibo Kaizuka llegaron a conquistar la increíble plusmarca de 258 victorias consecutivas.

Hace 50 años, la perfección se manifestó en las asistencias, las rematadas, los bloqueos y las salvadas imposibles de estas jugadoras de volley… del mismo modo con que lo hizo, dos décadas más tarde, en los servicios, dejadas y paralelos de John McEnroe en la arcilla infernal de Roland Garros. Tras el ensayo cinematográfico Buscando la perfección (L’empire de la perfection), que convirtió al iracundo tenista estadounidense en la experiencia fílmico-deportiva definitiva, Julien Faraut sigue indagando, con Les sorcières de l’Orient, en aquello que se esconde detrás de la quimera de la invulnerabilidad. Pero si en Buscando la perfección la belleza radicaba en la libertad formal (materializada en una lección de puesta en escena aliñada por la voz en off de Mathieu Amalric y las infinitas neuras de McEnroe), en esta ocasión el documentalista francés no parece estar interesado en jugar, de manera virtuosa, con los formatos de la crónica y la retransmisión deportiva. Al contrario, Les sorcières de l’Orient se comporta, durante buena parte del tiempo efectivo de juego, como un documental de la factoría ESPN.

Como sucedía en el reciente éxito The Last Dance, de Jason Hehir, o en la mayoría de títulos de la constelación de 30 for 30, la narración es gestionada con vocación periodística. La cámara se reúne con las protagonistas del pasado: medio siglo después de sus increíbles gestas, las antaño escurridizas jugadoras afirman que ya no tienen nada que ocultar. Todo parece transitar por los recodos más calmos del arte documental hasta que, de repente, para celebrar los logros de las “brujas”, Les sorcières de l’Orient se convierte en una especie de celebración pop: un alegre montaje con alma de videoclip en el que se inmiscuyen la música electrónica de K-Raw, secuencias de Attack No. 1 e imágenes de la fábrica donde se gestaría el Nichibo Kaizuka. Un collage embriagado de nostalgia que revela la clara división en dos partes del film. En la Cara A impera el fervor triunfalista de esa Historia escrita por los vencedores, mientras que en la Cara B se impone la amargura que surge al descubrir las costuras rotas y las partes desechadas en la fabricación del mito. El balón se revela como el arma propagandística de una nación necesitada de orgullo y éxitos a cualquier precio. Con el cambio de la Cara A a la Cara B, Faraut demuestra que el tono y el sentido de un relato (convertido en leyenda) no pueden resolverse sin atender a la perspectiva histórica. Víctor Esquirol

NOTTURNO. Gianfranco Rosi. 100 minutos. Italia, Francia, Alemania (2020).

Filmada a lo largo de tres años en las fronteras de Irak, Kurdistán, Siria y el Líbano, Notturno, el nuevo film del italiano Gianfranco Rosi, se sitúa en un punto intermedio entre el distanciamiento y la cercanía para retratar el drama persistente de un pueblo azotado por una inestabilidad geopolítica que parece no tener fin. Ganador del León de Oro de Venecia por Sacro GRA y del Oso de Oro de Berlín por Fuego en el mar, Rosi figura en el panorama del cine contemporáneo como el más ilustre practicante del documental observacional. Alérgico a la idea de filmar entrevistas con los protagonistas de sus películas, Rosi aspira a confirmarse como el heredero de la estirpe de documentalistas que tendrían como modelo la obra de Robert Flaherty, algo que resulta más evidente que nunca en Notturno, donde el recuerdo de Louisiana Story reverbera con fuerza en unas escenas en las que un cazador recorre unas marismas subido en un pequeño bote mientras, en el fondo, arden unos pozos de petróleo.

El fórmula del cine de Rosi tiene pocas grietas. Su capacidad para colaborar de manera provechosa con sus protagonistas le permite conquistar un intimismo sobrecogedor. En Notturno, vemos a unas mujeres paseando por las ruinas de una antigua base de Estado Islámico invocando la memoria de sus hijos asesinados allí (una secuencia de marcado carácter lorquiano); luego convivimos con un escuadrón de mujeres que luchan, fusil en mano, contra la barbarie fundamentalista; y más adelante asistimos a unas sesiones de terapia psicológico-pedagógica en las que unos niños comparten con su maestra los traumáticos recuerdos de su vida bajo la cruel tutela del ISIS. Como ya ocurría en Fuego en el mar, la figura de los niños y niñas cobra una importancia capital en Notturno, una película que intenta actualizar la memoria del Neorrealismo italiano. Es a través del drama de estos infantes, y sobre todo a través de unos dibujos donde los pequeños evocan con gran crudeza los horrores cometidos por Estado Islámico, que la película alcanza su cenit emocional; aunque son también estos momentos en los que Rosi exhibe su tendencia a cruzar la frontera de lo impúdico.

Es Notturno una película sobre una guerra invisible pero demoledora. Rosi no llega a filmar ninguna escena de batalla, pero las heridas dejadas por la guerra resuenan en todos los rincones, tanto dentro como fuera del plano: en las edificaciones derruidas, en los relatos de los niños y niñas, en unos escalofriantes mensajes de Whatsapp enviados por una mujer aprisionada por Estado Islámico, en los disparos de metralletas que se escuchan a lo lejos, fuera de campo. La cámara de Rosi muestra la destrucción de un universo social que exhibe con estoica desesperación sus cicatrices y su absoluto desmembramiento. Y, pese a todo, hay pequeños signos de esperanza: en una casa en que los niños y niñas hacen sus deberes tumbados en el suelo, en condiciones adversas pero suficientes; o en una representación teatral montada por el terapeuta de un sanatorio mental, donde el arte reivindica su condición política. Así, en los monólogos dolientes de los pacientes del sanatorio –que hablan de los sueños malogrados de aquella primavera árabe cuyos logros fueron masacrados por el fanatismo religioso–, Notturno termina de evidenciar un discurso afianzado en la capacidad de observación y en los excesos demostrativos de Rosi. Manu Yáñez