En la mejor tradición de la comedia como excusa para retratar lo más oscuro, Wheatley elabora, en su tercera película, un retrato de la desconfianza en el amor, de la miseria y el tedio moral de las clases medias, a través de una road movie por escenarios de turistas invernales: el relato del viaje de una pareja que se acaban de conocer e irán descubriendo sus psicopatías y tendencias asesinas conforme profundizan en su desprecio mutuo, hasta llegar a una epifanía asesina del amor, la traición y la desconfianza. Wheatley maneja con precisión los resortes de la comedia, y juega con los límites de lo absurdo, lo macabro para, entre carcajada y carcajada, gag y gag, crimen y crimen, ir deslizando ese retrato del resentimiento, la frustración y la envidia como motores inútiles, pero motores sociales, al fin y al cabo. Los dos protagonistas, pero especialmente él, esconden un secreto odio de clase, y van dirigiendo sus crímenes hacia aquellos que triunfan en la vida (a sus ojos), a aquellos que parecen felices, a aquellos que alardean de su clase social algo más elevada, o a aquellos que simplemente la disfrutan. ¿Metáfora de la lucha de clases? Quizás no tanto, pero sí retrato perverso del resentimiento social que provocan las diferencias sociales, del río de mierda que corre por las venas de aquellos que ven su vida abocada a la borrachera en el pub y los trabajos mal pagados. Viendo Turistas, uno ríe por no llorar.

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