Violeta Kovacsics (Festival de Rotterdam)

En una escena de The Cloud in Her Room –flamante ganadora del Tiger Award del Festival de Rotterdam–, la protagonista del film escucha cómo su novio le espeta que no cree que pueda enamorarse. Ambos se besan en un plano general que los muestra en medio de un túnel vacío. Solo más adelante, la cámara se acercará a ellos, poniendo de manifiesto el distancimiento frío que adopta la cineasta Zheng Lu Xinyuan a la hora de reflejar un cierto desgarro emocional. Lo que se materializa es un retrato de la incomunicación –más centrado en el espacio que en los personajes– que entronca con numerosas películas presentadas en Rotterdam durante la pasada semana.

The Cloud in Her Room reparte su atención entre los cuerpos de sus personajes y los espacios que retrata. La protagonista, una chica que regresa a la ciudad donde se crió y donde todavía viven sus padres, transita por lugares cuya fascinación se realza mediante sendos planos generales de los pasillos acristalados y luminosos de un karaoke o de una cueva empapada y húmeda. Precisamente en agua se sumerge la chica cuando toma un baño y la directora filma el detalle del movimiento de su bello púbico. Los cuerpos de una escena de sexo filmada de forma frontal –podría recordar a algunas escenas de las primeras películas de Hong Sang-soo– se mezclan con la abstracción de ciertas texturas y espacios. Lu Xinyuan emplea la imagen en negativo en momentos que se sitúan en algún lugar entre la realidad y lo imaginado. Así, The Cloud in Her Room se gesta sobre una especie de mescolanza entre el realismo y la fantasía, la experimentación y lo narrativo, sin que la hibridación ofrezca una imagen clara.

El territorio de lo intersticial es también el lugar en el que habita el cine de Luis López Carrasco, cuya El año del descubrimiento parece ser –es imposible afirmarlo con certeza en una programación tan vasta como la de Rotterdam– la mejor película del festival. Si en mi anterior crónica expresaba mis dudas respecto a un cine que pretende acariciar el género sin tocar su esencia, ante el cine de López Carrasco solo queda afirmar que maneja perfecta y sutilmente la materia prima del fantástico: la vacilación. El futuro era una película sobre un viaje en el tiempo –el que va del franquismo a la transición y, finalmente, a la España en crisis– que se gestaba mediante murmullos e imágenes emborronadas como el recuerdo de una noche de fiesta. El año del descubrimiento propone de nuevo la idea del tránsito, esta vez entre generaciones que se confunden debido al uso de texturas y vestimentas de otra época, mientras las conversaciones de las distintas mesas de un bar se presentan de forma simultánea mediante la pantalla partida. Las ideas aparecen en ese tránsito, siempre robustas y profundas, de una tremenda complejidad en su retrato político, en su relato de la descomposición de la socialdemocracia. De hecho, mientras veía la película, me asaltó la duda de cómo sería recibido El año del descubrimiento fuera de la España que tan bien radiografía. Pues bien, entre los títulos de la sección Tiger Award, el film de López Carrasco aparece el primero en el ránking del público, es seguramente el favorito de la crítica internacional y, como me decía un compañero austríaco, luce como un retrato universal de unos tiempos difíciles.

López Carrasco consigue que lo fantástico emane de sus imágenes a partir apenas de una textura que nos sitúa en un lugar específico –el típico bar español–, pero en una variedad de tiempos. La textura de la imagen no ha sido una cuestión menor en este Rotterdam. En Fanny Lye Deliver’d, una de las películas más estimulantes de la programación, la rugosidad del celuloide determina el tono alucinado de la película, por ejemplo cuando en la oscuridad de la noche los cuerpos desnudos de dos jóvenes huyen por el campo. En My Mexican Bretzel, todo se gesta mediante el material de archivo. En The Cloud in Her Room, se insiste en el uso de la imagen en negativo.

En el caso de El cazador, la imagen no es rugosa sino límpida. La película del argentino Marco Berger ahonda en la soledad con la que un adolescente, Ezequiel, vive su deseo por otros chicos. La soledad tiene que ver también con el silencio; y Berger plantea una puesta en escena eficaz y coherente para retratar la situación de su personaje. No necesita apoyarse en el diálogo, sino que se basta con los primeros planos de su joven actor, Juan Pablo Cestaro, y sobre todo de las miradas. Al principio de la película, Ezequiel invita a un amigo a su casa. Los dos se bañan en la piscina, y el compañero se tumba, mientras Ezequiel observa su torso, al sol. No hace falta añadir nada para expresar el anhelo. La tranquilidad con la que se expresa el deseo del protagonista es la misma con la que se construye la atmósfera perturbadora en la que se va adentrando la película, cuando un chico arrastra a Ezequiel a una situación turbia. El plano detalle de un cigarrillo encendido que señala que hay un intruso en la casa, el de la pantalla del teléfono que se ilumina a través del tejido del bolsillo del pantalón avisando en secreto que alguien ha mandado un mensaje… Con poco, se construye un ambiente raro, por mucho que el novio de Ezequiel insista en decir que “todo está tranqui”. Solo al final, El cazador cae en algún instante de efectismo; un resbalón menor para una película que sabe mantener la tranquilidad.