A primera vista, resulta inevitable trazar una relación entre Las amigas de Ágata, Júlia Ist y Yo la busco, ya que las tres comparten orígenes y características que las hacen susceptibles de agruparlas en un movimiento aún sin definir. Películas que comienzan siendo un proyecto fin de carrera, que salen de la Universidad Pompeu Fabra y terminan recorriendo diversos festivales de cine. Podríamos añadir que están dirigidas por mujeres, y que están protagonizadas por jóvenes que representan una generación (denominada, para bien o para mal, millennial). Pero sería injusto negar que, a pesar de las relaciones que pueden extraerse, cada cual goza de una personalidad diferenciada. Al inicio de Yo la busco una melodía arabesca nos sitúa de golpe en una Barcelona multicultural que se abre al espectador en toda su esencia. Resulta pertinente resaltar que, cuando aún no se ha cumplido un año de los atentados terroristas en Cataluña, la película muestra (de manera casual o no) una imagen de convivencia que no pasa desapercibida. Esto se aprecia de manera sutil, hasta que tiene lugar una escena en que el protagonista entabla una conversación amistosa con el propietario de un establecimiento de comida árabe, y este le ofrece un kebab para ahogar sus penas.
En mitad de este deambular nocturno por las calles barcelonesas que Max inicia cuando decide salir a buscar un Corneto, el encuentro con un taxista que aprende chino por cuestiones sentimentales aporta otro punto de diversidad. Sin embargo, esta no es solo una historia de tolerancia hacia la comunidad extranjera, sino también respecto a las relaciones personales con los demás y con uno mismo. Con todo el riesgo que ello conlleva. No resulta fácil meterse en berenjenales a la hora de mostrar relaciones amorosas complejas, que aporten otro ángulo diferente. Sin embargo, el guion, escrito por la directora junto a Núria Roura Benito, denota una madurez y valentía poco frecuentes a la hora de tratar un tema tan difícil como la evolución de la pareja, tanto a nivel interno como socialmente. De una manera aparentemente sencilla, con diálogos y situaciones que rozan el absurdo, la película es capaz de ponernos contra las cuerdas de nuestras propias emociones, de nuestros propios límites y prejuicios. Max, el protagonista, no reacciona de la forma en que esperamos. No monta en cólera, no se hace respetar, es un pringado que en realidad demuestra inteligencia con su forma de actuar. Este comportamiento convierte al personaje en un ser intrigante, que se enfrenta de manera peculiar a situaciones que podrían darse en la vida real, y ello, unido a un paseo improvisado que lo lanza a situaciones extrañas, pero también factibles, hacen que la película no deje de ser una rareza fuertemente apegada a lo cotidiano.