Programación completa del D’A Film Festival Barcelona 2021

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ISABELLA. Matías Piñeiro. 80 minutos. Argentina, Francia (2020). Con María Villar, Agustina Muñoz, Pablo Sigal.

Como ya ocurría en Viola, otra de las películas que MatíasPiñeiro ha construido alrededor del imaginario de Shakespeare, Isabella –que toma el nombre de la protagonista de Medida por medida– funciona a partir de un mecanismo de repetición que tiene que ver con los gestos y las situaciones, pero también con la noción de ensayo –“répétition”, en francés–. Sobre un paisaje acuoso, bañado por la luz púrpura del atardecer, una figura a lo lejos arroja doce piedras al mar. Según dice la voz en off, cada roca representa una duda; y así se toma una decisión. La determinación es, por ejemplo, la de la actriz Mariela (María Villar), que a lo largo de la película se enfrenta a unas audiciones para las que no se siente segura. La duda apunta al dilema de si seguir o no actuando. A diferencia de lo que proponía Olivier Assayas en Viaje a Sils Maria, Piñeiro no expone únicamente el proceso de gestación de la interpretación, sino las vicisitudes vitales de la actriz, condicionada por su situación económica y por un embarazo.

Isabella se estructura como una muñeca rusa. Los diversos tiempos se entremezclan. Por un lado, la visita de la protagonista a su hermano para pedirle dinero, una experiencia que ella usará como material para una de las pruebas; por el otro, el tiempo de la audición; luego, el del período en que ha decidido dejar de actuar. Además, en Isabella, Piñeiro propone un juego con los colores desde los títulos de crédito. El violeta del principio da pie a tonalidades rojizas. Los distintos pasajes tienen distintas transiciones: una composición geométrica de colores, con unos rectángulos dentro de otros. La imagen, que en un momento se revelará que no corresponde a una creación digital sino a una instalación con plafones que hace la propia Mariela, explicita la estructura de una situación dentro de otra que plantea la película.

Piñeiro se presta así al divertimento para ahondar en el trabajo de las actrices, una constante tanto de su cine como del de Jacques Rivette. Pero, a diferencia de este último, aquí hay algo más de cálculo. “Usted habiendo sido él hubiese hecho como él, y él habiendo sido usted no hubiese sido tan severo”, repiten Mariela y Luciana una y otra vez, a veces como un juego, como un trabalenguas. La relación entre ambas se va entretejiendo a medida que se encuentran, con el papel de Isabella de por medio, a lo largo de los años. Entre idas y venidas, y mediante elipsis, no emerge únicamente la cuestión del ensayo, sino también la de la duda: de la actriz ante una audición, pero también la de lo arduo del trabajo, de la constancia y sobre todo de la exposición. Isabella se cierra como comienza: con una vicisitud, la de permanecer sobre el escenario. Violeta Kovacsics

PASSION SIMPLE. Danielle Arbid. 99 minutos. Francia, Bélgica (2020). Con Laetitia Dosch, Sergei Polunin, Lou-Teymour Thion.

Passion simple guarda algunas conexiones con Peur de rien, el film con el que la cineasta libanesa afincada en Francia Danielle Arbid se dio a conocer en el panorama internacional. París sigue siendo el escenario principal y se reincide en la confección del intenso retrato psicológico de un figura femenina, aunque aquí la protagonista no es una joven. Hélène (Laetitia Dosch) es una mujer adulta, separada y que alguna vez tuvo una vida tranquila, centrada en sus clases de literatura y en su ambiciosa tesis doctoral. Un bagaje vital que Arbid relega a un trasfondo difuso sobre el que emerge, por ejemplo, el primer encuentro sexual de la protagonista con su amante, un joven ruso al que conoció por casualidad en una vacaciones en Oporto. El film se abre con un monólogo en el que Hélène confiesa ante la cámara su decisión de entregarse, sin distracciones, a la espera de cada nueva llamada de su amante. La declaración conlleva una renuncia voluntaria a toda autonomía y una entrega a la obsesión amorosa, una devoción tan tormentosa como fulgurante. Con esta premisa radical, Arbid acomete la tarea de llevar a la pantalla el texto homónimo de la prestigiosa escritora Annie Ernaux. El planteamiento no tiene dobleces, al igual que no lo tiene el deseo de la protagonista, ni tampoco se pueden esperar grandes giros narrativos a lo largo del relato.

La película se desarrolla al ritmo de las llamadas que la protagonista recibe de su amante y de los múltiples encuentros sexuales que mantienen. En la primera secuencia de sexo, la directora filma los cuerpos acercándose a ellos, sin dejar distancia, tratando de captar cada roce entre las pieles y cada ligero movimiento. Pero, según avanza el film, estas escenas van cambiando en su morfología. La cámara va tomando distancia, el encuadre queda fijo y los movimientos del hombre comienzan a percibirse más artificiales, casi mecánicos. De esta manera, y sin necesidad de emplear diálogos, Arbid perfila la evolución de la relación y de las emociones de la protagonista. En esto, el trabajo eminentemente gestual de Laetitia Dosch resulta determinante: con una sola mirada, podemos atisbar el ardor adolescente que experimenta su personaje.

En los momentos anteriores y posteriores a las escenas sexuales, Passion Simple adquiere un curioso aspecto de thriller sexual con aires del cine de explotación comercial de los noventa. Se especula con que el personaje masculino –un ruso, admirador de Putin, de los coches y la ropa de marca hortera, alejado del mundo intelectual de su amante– pueda ser un espía. En ocasiones, Hélène intenta asumir el rol de tímida femme fatale, mientras en la banda sonora abundan las canciones que remiten a la última década del siglo XX. Pero todas estas son solo pistas falsas con las que Arbid aliña la consistente historia de una obsesión, el retrato de una mujer “enamorada del amor”. Un abordaje a la declinación sexual del amour fou que viene a cuestionar ciertos clichés románticos que el cine tiende a utilizar como coartada argumental. A Arbid le interesan otro tipo de pulsiones, aquellas que engarzan el placer físico con la fantasía de entregar la propia voluntad al objeto del deseo. Fernando Bernal

SHIRLEY. Josephine Decker. 107 minutos. Estados Unidos (2020). Con Elisabeth Moss, Odessa Young, Michael Stuhlbarg.

En un tren viaja una joven pareja que se dirige a un sitio indeterminado con un propósito igualmente confuso. Ella está enfrascada en la lectura de un cuento. No sabemos nada más. Al rato, sin saber muy bien cómo, les vemos haciendo el amor en el compartimento de al lado. Así empieza Shirley, con un montaje que ensambla dos realidades aparentemente dispares, como si la lectura del cuento hubiese encendido súbitamente a la pareja. Pero hay más: una vez pasado el calentón, él se va, y ella se queda mirando a un espejo, obnubilada por lo que ven sus ojos. Es como si no se viera reconocida en su propio reflejo. Una disociación que comprendemos, primero, gracias a la mirada extrañada de la actriz Odessa Young, y después, por el tratamiento alucinado de la escena. Se nos invita, junto al personaje, a mirar a izquierda, a derecha, de nuevo a izquierda… en un ir y venir diseñado para privar al espectador del sentido más básico de la orientación. Josephine Decker, cineasta de origen británico establecida en los Estados Unidos, nos invita a perder el mundo de vista, a quedar varados entre los dos lados del espejo.

Para abordar los entresijos de Shirley, no está de más recordar el anterior trabajo de Decker, Madeline’s Madeline, un estimulante y extenuante ejercicio de inmersión en la mente enajenada de una joven aspirante a actriz. Allí, la cámara nos sumergía en una psique trastornada, que recibía cada estímulo exterior como el ataque de una arma de destrucción masiva. Con Shirley, Decker redobla la apuesta. Por un lado, reincide en un tratamiento sensorial y atmosférico de la puesta en escena, y vuelve a ahondar en una narrativa opaca, confusa. Pero esta vez la película no se contenta con penetrar en un único mundo interior, sino que transita por las mentes de hasta cuatro personajes.

El chico y la chica se bajan del tren, y se meten en una casa donde vive una escritora (Elisabeth Moss, en su salsa, dando vida a Shirley Jackson, icono de la literatura de terror, autora de La maldicion de Hill House) y un profesor universitario de literatura (Michael Stuhlbarg). Y, de nuevo, no acaba de entenderse qué pacto les ha juntado; mucho menos los resultados que pretenden sacar del mismo. La conexión casi orgánica que existe entre estos cuatro personajes y el escenario que ocupan –una casa que se estremece al son de quienes la habitan– remite irremediablemente a madre! de Darren Aronofsky, algo nada extraño si atendemos a que Decker ha reconocido que Cisne negro es una de sus películas de cabecera. Aquí, como en madre!, el origen de la frustración de los personajes es el bloqueo artístico, magnificado por un estado de reclusión física y existencial. Empiezan a descubrirse las cartas: resulta que la escritora está peleada con su nueva obra, una novela que no termina de adquirir ni estructura ni propósito. La creación (literaria y cinematográfica) se presenta como un proceso autodestructivo. El genio que llevamos dentro, como ese doppelgänger que tal vez esté intentando aniquilarnos. Víctor Esquirol

TRUE MOTHERS. Naomi Kawase. 140 minutos. Japón (2020). Con Hiromi Nagasaku, Arata Iura, Aju Makita.

Sin llegar a la rotundidad de algunos de sus primeros trabajos, como Shara (2005) o El bosque del luto (2007), Naomi Kawase recupera en True Mothers algo de pulso respecto a sus erráticos últimos films. Lo hace con una historia a propósito de la maternidad, un tema central en su filmografía, y recurriendo a los rasgos estilísticos habituales de su cine, aunque lo hace con un sentido mucho más utilitario que antaño. True Mothers narra la doble peripecia de una pareja que decide iniciar un proceso de adopción y la madre del bebé, una joven de 14 años. Kawase articula la narración alternando el tiempo presente –cuando el niño adoptado ya está con sus padres, ha crecido y va a la guardería– con momentos del pasado. La apuesta por esta disposición temporal –que hace primar el tiempo pretérito sobre el presente– resulta uno de los aciertos del film.

La narración en presente tiene como eje central la llegada a la casa del matrimonio de una mujer que afirma ser la madre biológica. Un suceso que lleva a Kawase a viajar hasta el pasado de sus personajes, logrando la parte más inspirada de su película cuando se ocupa de la madre adolescente. Esta chica, profundamente enamorada de su novio y todavía con una personalidad de niña, emprende un viaje que la lleva desde las aulas de su colegio a un isla cercana a Hiroshima, donde se encuentra un centro en el que otras jóvenes esperan el momento de dar a luz y entregar en adopción a sus recién nacidos. Este centro –que Kawase filma recurriendo a la estética de la home movie y manifestando un compromiso con la realidad del lugar– está pensado para cuidar de las chicas durante su embarazo, pero en el caso de la protagonista también es la forma que encuentran los padres para mitigar el deshonor de su hija.

La forma de diseccionar el proceso de adopción –atendiendo a la realidad de todas las partes implicadas– testimonia la vocación humanista de True Mothers. A su vez, supone una aproximación novedosa al tema de la maternidad dentro una filmografía, la de Kawase, que ha abordado la cuestión desde múltiples perspectivas, incluido el momento del parto en el documental Genpin (2010). A pesar de todos estos valores, True Mothers no termina de alzarse como un gran film por culpa de ciertos tics estilísticos característicos de la obra de Kawase: planos detalle que resaltan la carga emotiva de ciertos gestos, una partitura de piano y violines de aliento marcadamente sentimentalista o la presencia constante de la naturaleza y la luz como elementos metafóricos. Lastres expresivos que limitan el alcance de una película que permite recordar, que no reencontrar, la mejor versión de Kawase. Fernando Bernal

VACA MUGIENDO ENTRE RUINAS. Ramón Lluis Bande. 90 minutos. España (2020). Con Nacho Vegas.

Las imágenes de presentación de Vaca mugiendo entre ruinas, el nuevo trabajo de Ramón Lluís Bande, funcionan como un testimonio espeso del transcurso del tiempo. Se trata de una serie de tomas generales, fijas, en color y alta resolución, que presentan un paisaje rural, intermitentemente tapado y descubierto por nubes pasajeras, abrazado por una bruma que opaca la visión de la cordillera montañosa que tenemos enfrente. Estamos en Asturias, territorio desde el cual Bande compone sus “documentos urgentes de actos políticos radicales” y sus “álbumes de fotos de familias muertas”. La cámara nos sitúa en las cercanías de una aldea que, desde el presente, evoca tempos y formas pretéritas, una dialéctica temporal que está en el corazón de la propuesta de Vaca mugiendo entre ruinas. Mirar al ayer para entender mejor el ahora.

Mientras, el sonido ambiente nos advierte sobre una tormenta que está a punto de llegar, sospechas que se confirman por el discurso propuesto por una voz en off masculina que nos habla de la idiosincrasia asturiana. No lo hace con propósitos etnográficos, sino más bien para juntar a un pueblo y arengarlo de cara a una batalla que está a punto de librarse. Los aproximadamente ochenta minutos de metraje restante nos invitan a retroceder casi un siglo, para instalarnos en 1937, en uno de los muchos momentos fatídicos que conformaron la Guerra Civil española. Seguimos en Asturias y ahí nos quedamos, abocados al drama histórico pero aferrados a un pueblo convencido de poder acometer lo imposible. Mientras no termina la guerra, las pocas energías que quedan se destinan a alimentar la esperanza, quizá a autoengañarse, erigiéndose como feudo inexpugnable, aguantando las embestidas de un enemigo que avanzan de forma imparable, sellando una tragedia nacional.

Vaca mugiendo entre ruinas se vive como una crónica histórica agónica. El director de Equí y n’otru tiempu, responsable de una “puesta en pantalla” que entraña labores de dirección, guion y montaje, repasa asambleas, comunicados, telegramas y piezas propagandísticas casi como si estuviera articulando un drama judicial en diferido. Como si estuviera repasando las pruebas inculpatorias de un crimen que, a día de hoy, aún no hemos logrado purgar del todo. La voz en off de Antonio de Benito transcribe, siempre en tono informativo, aunque también con una discreta emotividad, los discursos, las resoluciones y las decisiones críticas que permiten entender no solo el devenir del conflicto bélico, sino también el estado anímico de un pueblo hermanado por una sentimiento nacional y unos ideales políticos que, llegada la hora más oscura, sirven como trinchera en la que refugiarse y combatir una barbarie que asedia y arrasa con todo.

En el apartado visual, Bande se apoya con rigor preservador en un material de archivo compuesto por fotografías de Constancio Suárez y pinturas de Nicanor Piñole. Imágenes gijonenses congeladas, testigos inmóviles y silentes, pero igualmente elocuentes en su manera de ilustrar la agitación de un período funesto. Con el enemigo llamando a la puerta, surge el debate entre la necesidad de fortalecerse en la unión o de sacar el orgullo de “cantón independiente”. O, si se prefiere, las dudas entre arrimar el hombro o librarse al “sálvese quien pueda”. Angustias y tensiones refrendadas en una banda sonora que confronta la Internacional y el Himno de Riego… con el monárquico borbónico. Compases de antes y de ahora que convierten sus respectivas partituras en la Historia que se repite. Las notas devienen ecos, réplicas, cuya colisión sugiere que los callejones sin salida del presente (tensiones y recelos nacionalistas, confusión en las izquierdas y derechas, guerras sin cuartel por la conquista de un relato victorioso que no se corresponde con una realidad catastrófica) son seguramente el resultado de un camino que empezó a torcerse hace mucho tiempo. El mugido de esta vaca que pastorea entre ruinas puede ser, al fin y al cabo, un elocuente toque de alarma acerca de una inminente devastación. Víctor Esquirol