Página web del D’A Film Festival Barcelona (26 abril – 6 mayo)

QUIERO LO ETERNO. Miguel Ángel Blanca. 74 minutos. España (2017). Con Mestre Toscau, Nina Mirez, Carmela Poch. Sección Un Impulso Colectivo.

Como un maleficio fílmico dirigido al simulacro de bienestar de la sociedad de consumo, Quiero lo eterno, la nueva película de Miguel Ángel Blanca, deviene la fiesta a la que uno nunca quiso asistir, pero de la que resulta imposible escapar. En cada uno de sus recodos sombríos, los fantasmas de las Navidades presentes y futuras exhiben con desdeñosa hostilidad el desconcierto de nuestro tiempo, encarnado en una troupe de adolescentes insensibles y asexuados cuya sed de destrucción no conoce límites. Su modus operandi se basa en la contradicción permanente: la desfachatez de insultar a la propia madre y después prometerle amor incondicional, relatar sin sombra de arrepentimiento el intento de ahogo a un hermano y luego mostrarse escandalizado por el homicidio de una indigente. Del mismo modo que Chaplin aprisionó a la sociedad entre la nobleza incontestable de Charlot y la zafiedad cínica de Monsieur Verdoux; igual que Pier Paolo Pasolini encorchetó el deseo humano entre el hedonismo de la Trilogía de la Vida y el fascismo de Saló o los 120 días de Sodoma, Quiero lo eterno asfixia al espectador entre el desprecio omnidireccional que practican sus protagonistas y el genuino compromiso fílmico que Blanca establece con sus indomables criaturas.

A la estela de aquellos directores que han decidido liberarse de todo moralismo en su abordaje al resplandor lúgubre del mundo –de Philippe Grandrieux a Abel Ferrara, de Harmony Korine a Koji Wakamatsu–, Blanca construye Quiero lo eterno a partir del pacto fáustico con los jóvenes profesionales del escarnio que protagonizan el film, que interpretan versiones semificcionales de sí mismos. Así, vanagloriándose de su desprecio por el pacto social, estos poetas del angst –aprendices de Rimbaud y de las flores del mal– se entretienen convirtiendo la ideología en un fetiche desmemoriado de cruces gamadas y fotografías de Jesucristo en llamas: su proceder apunta a la destrucción de todo discurso, a la aniquilación del sentido, a la trágica (y, al mismo tiempo, inquietantemente creativa) imposibilidad de la argumentación. Por su parte, una enigmática subtrama fantástica y conspiranoica, a lo Mala sangre de Leos Carax, sugiere que la ciencia ficción ya sólo explica el aquí y el ahora: lo protagonistas no saben vivir sin dar testimonio pixelado de su nada cotidiana, pero al mismo tiempo reivindican el estatuto inmutable de la carne propinándose tatuajes caseros. Así, como herederos de los ragazzi di vita pasolinianos, como figuras crísticas abocadas a un vía crucis indolente, los chicos y chicas de Quiero lo eterno, y su director al mando, nos ponen frente al paredón de nuestros terrores, en las antípodas de nuestra zona de confort. Manu Yáñez

SOTABOSC. David Gutiérrez Camps. 77 minutos. España (2017). Con Musa Camara, Samba Diallo, Deborah Marin. Sección Un Impulso Colectivo.

En The Juan Bushwick Diaries, la primera película de David Gutiérrez Camps, la ficción topaba con las maneras del diario íntimo, en una de las muestras más interesantes de ese cine español reciente que explora las costuras de la propia ficción. De aquella película, que se abría hacia confines diversos y hacia materialidades distintas, han quedado ciertas trazas, marcas que se han transferido a Sotabosc, la nueva película de Gutiérrez Camps, en la que ficcionaliza el día a día de un emigrante africano, afincado en el campo cerca de Girona, donde se gana la vida recogiendo piñas de los árboles. El paisaje, concreto, de los bosques catalanes y de los pueblos de interior va abriéndose hacia otra dimensión. Sotabosc se toma su tiempo y se asienta en unas formas propias del documental, de la mano de una serie de escenas que siguen a un actor no profesional, Musa Camara, que aporta su propia experiencia vital en la construcción del personaje. Sin embargo, de ese poso de realidad –la de los emigrantes africanos en Cataluña–, poco a poco, termina por emerger lo fantástico.

Sotabosc parece compartir el gusto por el paisaje como puerta abierta hacia lo fantástico con Prince Avalanche, aquel film de David Gordon Green en el que, en un momento, uno de los personajes –encargado de pintar las líneas de una carretera– se perdía por el bosque, para encontrar ahí a una mujer que podía ser un fantasma. El propio Gutiérrez Camps comentaba en el pasado Festival de Sevilla que “no quería hacer una película social, así que tenía claro que quería que hubiese esta especie de giro hacia lo fantástico o lo onírico”. En Sotabosc, el quiebro se produce, primero, a partir de una perturbadora escena en que el protagonista observa a una chica a través de una ventana. Al final, se confirma la deriva, cuando el personaje busca su bicicleta, perdiéndose en un bosque quemado que no sabemos si es real o, sencillamente, un estado de ánimo, y que aborda desde lo abstracto y lo complejo el conflicto político y social. Violeta Kovacsics

CON EL VIENTO. Meritxell Colell Aparicio. 80 minutos. España (2018). Con Mónica García, Concha Canal, Ana Fernández. Sección Talents.

Mónica, la protagonista de Con el viento, se enfrenta al silencio rocoso que se ha instalado entre ella, su madre y su hermana Elena, tras volver a casa después de una vida dedicada a su profesión: la danza. Este será el medio que la protagonista adopte para liberar su frustración: a través de coreografías catárticas, liberadoras y violentas como fuertes rachas de aire, Mónica trata de erosionar el muro de incomunicación. La película da especial importancia a las palabras que no se dicen, aquellas que, paradójicamente, cuesta más pronunciar cuando se comparten vínculos de sangre. Sin embargo, los reproches y la culpa acabarán aflorando sin necesidad de hablar: la actitud de las hermanas encierra el significado de lo que realmente callan. El entorno geográfico complementa sin duda la personalidad de las mujeres. Un pueblo de Burgos de orografía irregular donde el viento arrecia de manera constante sirve de escenario para visibilizar la furia interna. Los encuadres cerrados y la cámara en mano que predominan desde el inicio de la película refuerzan el carácter imprevisible de unos sentimientos agitados por las circunstancias. Como si también la cámara se moviera “con el viento”, o a merced de los impulsos de sus protagonistas. 

Por el contrario, resulta clave el papel de Pilar, la madre, quien, como su propio nombre indica, parece ser la única capaz de mantenerse firme ante las inclemencias. Con una actitud que, en apariencia denota más practicidad que pesimismo, la madre de Mónica y Elena demuestra su fortaleza de manera evidente cuando, a su edad, continúa haciendo tareas propias de la vida en el campo, como recoger patatas o cortar, empuñando un hacha, ramas para hacer leña. En sentido figurado, Pilar posee una determinación maestra que no solo emplea cuando se reúne con sus amigas para jugar a la brisca. Y del mismo modo es capaz de desprenderse de una antigua máquina de hacer chorizo, como del rencor que acaso quizá un día sintió por su hija Mónica. Laura Carneros

IMPROVISACIONES DE UNA ARDILLA. Virginia García del Pino. 27 minutos. España (2017). Sección Un Impulso Colectivo (Cortometrajes).

Contra la impostura, la demagogia y la espectacularización de la política a manos de los medios de comunicación, el cortometraje Improvisaciones de una ardilla ofrece un diálogo franco y reflexivo entre unas imágenes filmadas por la cineasta Virginia García del Pino y unas palabras pronunciadas por el filósofo Josep Maria Esquirol. Las imágenes proceden de una investigación realizada por García del Pino en torno a la figura de Alberto Garzón, aunque el retrato del coordinador general de Izquierda Unida queda descartado en favor de una mirada de conjunto al contraplano del circo político. El carrusel de estampas contra-políticas posee tal fuerza crítica –concretada en el gesto elemental de mirar en dirección opuesta a la mayoría– que podría haber conformado una suculenta película muda, sin embargo, pese a la vigencia autónoma de las imágenes, el monólogo de Josep Maria Esquirol es de todo menos anecdótico.

Diseccionando con asombrosa naturalidad tanto la forma como el fondo de las imágenes, Esquirol –“ardilla” en castellano (de ahí el título del corto)– despliega su pensamiento político de manera tan deslavazada como coherente. Las imágenes van proponiendo nuevos ámbitos de discusión y el filósofo responde a las sugerencias de sentido con agilidad. A la postre, la reflexión hablada que interactúa de forma más provechosa con el dispositivo fílmico es aquella que denuncia la vacuidad de la retórica política contemporánea, propulsada por el “directo” infinito de los medios de comunicación. Una dinámica perversa que los políticos gestionan midiendo al milímetro cada gesto y palabra, participando del simulacro global. Para desactivar esta noción de cálculo, la directora obliga al filósofo a improvisar su comentario de las imágenes, activando un flujo de consciencia tentativo y cargado de honestidad. Un discurso que, llegado un punto, se va desprendiendo del seguimiento de las imágenes para ir formulando alegatos profundos: en favor de la humildad y del “poder” como verbo, y en contra de la arrogancia y de la corrupción del “poder” como sustantivo. Manu Yáñez

DHOGS. Andrés Goteira. 85 minutos. España (2017). Con Carlos Blanco, Alejandro Carro, María Costas. Sección Un Impulso Colectivo.

Para aquellos que creían que el cine gallego se limitaba a películas autorales, contemplativas o intelectuales, aquí está esta virtuosa y arrasadora ópera prima de Andrés Goteira para demostrar que allí también se cultivan los géneros. Y Dhogs (mezcla de dogs y hogs, perros y cerdos) incursiona en casi todos: del thriller al erotismo, pasando por el drama, el terror con elementos gore, el exploitation y hasta cierta estética del western. Dividida en tres partes que a su vez narran diferentes episodios –unos relatos salvajísimos para hacer una analogía con el exitoso film argentino– en los que abundan la creatividad, los riesgos y la capacidad de sorpresa, aunque también surgen a veces el sadismo gratuito y la arbitrariedad.

Inevitablemente desequilibrada, con ciertas tomas que se extienden en demasía y algunas decisiones cuestionables en el terreno de la musicalización y los efectos de sonido, Dhogs es, ante todo, un ejercicio estilístico y narrativo pletórico de inventiva y audacia, hasta el punto que, por momentos, las escenas parecen estar siendo representadas ante la platea de un teatro. Del realismo sucio al artificio puro. Trainspotting, el primer Tarantino y el amor por el cine de serie B se conjugan en una película financiada en parte vía crowdfunding. Es probable que los cinéfilos que aportaron al proyecto se sientan satisfechos con su “inversión”. Diego Batlle

ESCORÉU, 24 D’AVIENTU DE 1937. Ramón Lluís Bande. 67 minutos. España (2017). Sección Un Impulso Colectivo.

Hasta el momento, el proyecto histórico-fílmico de Ramón Lluís Bande había circulado por dos corrientes paralelas. Por un lado, una observación silente y distanciada del paisaje asturiano, de la que emergía con furia soterrada la memoria de las heridas (no cicatrizadas) de la Guerra Civil y sus larguísimos estertores. Por otro lado, hace unos años, Bande había iniciado una exploración de los testimonios orales que apuntaba a la construcción del “documento urgente de un acto político radical”, en palabras del propio autor. Paisaje y palabra como los dos ejes centrales de una infatigable búsqueda de respuestas contra el olvido. Dos poderosas armas que confluyen en el nuevo film de Bande, Escoréu (Pravia), 24 d’avientu de 1937. Crónica d’una exhumación, que da cuenta del proceso de búsqueda y exhumación del cuerpo de un hombre asesinado durante la guerra. En esta obra cargada de rigor y compromiso político, encontramos todo el pudor de una cámara que observa desde la distancia pero que no puede contener la emotividad que emana de un punzante gesto de justicia (demasiado tardía). Una cámara que, al mismo tiempo, recoge los testimonios de aquellos que vivieron el crimen de cerca, enriqueciendo así el retrato socio-histórico que ofrece el film. Manu Yáñez

I HATE NEW YORK. Gustavo Sánchez. 75 minutos. España (2018). Con Amanda Lepore, Sophia Lamar, Chloe Dzubilo. Sesión Especial.

Realizado con material registrado en los últimos diez años (2007-2017), la intervención de los hermanos Bayona como productores ha resultado esencial para la conclusión de I Hate New York de Gustavo Sánchez. La película se abre con la imagen de unas manos masculinas, serenas, acariciando un gato negro, que sirven de puerta al mundo exuberante que está por aparecer, habitado por mujeres artistas y activistas transgénero. El punto fuerte de este documental reside en el montaje, en cómo Gustavo Sánchez maneja el relato de tal modo que al espectador le pille desprevenido el paso del tiempo. Casi como les sucede a las protagonistas, quienes han asistido en primera persona a la transformación de Nueva York sin apenas darse cuenta. El repaso por la cultura underground a través de estas figuras determinantes, resulta, de algún modo, agridulce. Por un lado, los testimonios aportan una serie de conocimientos de gran valor personal, aderezados con el estilo desenfadado y sarcástico que caracteriza a las protagonistas, llegando incluso a retratar una actitud de activismo inmortal en defensa de la rareza y lo rechazado socialmente. Por otro, resulta triste percibir la incomprensión ejercida a través de actitudes cotidianas que se reflejan en las propias leyes, en una ciudad que, como una de las protagonistas recuerda, ha sido refugio de tantos seres inadaptados. El documental es una especie de ensayo con puntos suspensivos al final, que recuerda la necesidad de continuar el camino apenas iniciado. Laura Carneros