Víctor Esquirol (Festival de Sevilla)

Antes de que el director norteamericano Mike Flanagan (el autor de The Haunting of Hill House y Doctor sueño) entrara en escena, el Hotel Overlook, el escenario de El resplandor, permanecía como una catedral laberíntica levantada en honor al misterio. Ese era el reclamo: la existencia de algo que escapaba a la razón, así como las aparentes claves reveladoras que también podían ser pistas falsas. Esta última posibilidad fue convertida por Rodney Ascher en el fascinante film-ensayo Room 237, en el que diferentes “estudiosos” de El resplandor especulaban sobre la posibilidad de que el film de Stanley Kubrick fuese una evocación del Holocausto o de la llegada del hombre a la Luna, entre otras teorías delirantes. En definitiva, El resplandor prevalecía como una obra abierta, que se negaba a darnos respuestas claras, y que con ello nos obligaba a rondarla ad eternum.

El caso es que Carmen Haro y Miguel Rodríguez Pérez deciden volcar en Big Big Big buena parte de esos rodeos, desvíos y, por qué no, desvaríos que pueden surgir cuando el foco de atención se pone en las distintas (incontables) formas que existen para acercarse a una película. En este caso, la propuesta consiste en una pareja (la compuesta por los directores en cuestión) que se prestan a visionar la friolera de 30 veces el clásico familiar de 1988 dirigido por Penny Marshall y protagonizado por Tom Hanks. Podría parecer una idea de bombero a lo Super Size Me de Morgan Spurlock, sin embargo, se trata de una propuesta metalingüística más digna del imaginario de Abbas Kiarostami: una idea aparentemente sencilla que en realidad es la puerta de entrada a una dimensión insospechada de la experiencia fílmica. Como en Shirin, tenemos una película que vemos (o vivimos) casi íntegramente a través de la mirada de otros espectadores, que en este caso visionan el film una y otra vez. Más allá de un par de momentos en que las aventuras fantásticas del joven Tom Hanks se integran de forma inventiva en las imágenes de Big Big Big, Haro y Rodríguez Pérez elaboran una puesta en escena que irónicamente parece renunciar a cualquier atisbo misterio.

Se trata de una serie de tomas fijas que nos presentan tanto a los dos protagonistas de esta odisea de sofá, como a los familiares y amigos que en algún momento u otro se prestan a ser parte activa de la ocurrencia. Por cierto, la ausencia de niños en la muestra estadística que nos presenta Big Big Big descarta la posibilidad de que Haro y Rodríguez Pérez vayan detrás de la transversalidad demográfica. De hecho, la gracia aquí está en el regreso, en revisitar un objeto cinematográfico que en principio se mantiene inalterado (por mucho que a posteriori hayamos descubierto su “versión extendida”), pero que aun así, despierta en nosotros reacciones distintas. Big Big Big parece querer decirnos que lo verdaderamente interesante de una manifestación cinematográfica está en la relación que establece con el espectador, un pacto que inevitablemente se contagia de las tendencias e inquietudes de los tiempos en los que opera, y que refleja algunos de los rasgos identitarios más significativos de la audiencia (en este caso, una audiencia adulta que rememora de forma activa).

Al igual que ocurre en Danses macabres, squellettes et autres fantaisies, de Rita Azevedo Gomes, Pierre Léon y Jean-Louis Schefer, Big Big Big nos habla de las infinitas posibilidades temáticas que se generan en toda buena tertulia, de la conversación como herramienta de exploración (intelectual, emocional…) definitiva. Como en Danses macabres…, cuando más parece que nos estamos yendo por las ramas, más estamos llegando a una cierta verdad oculta. Aplicado esto al caso que ahora nos ocupa, después de ver Big, a los protagonistas de Big Big Big les parece procedente discutir, por ejemplo, sobre la pederastia y estudiar el caso de Reencarnación de Jonathan Glazer. En otro momento destacable, los interlocutores de Big Big Big proponen una definición de la maquinaria de Hollywood como una fantasía engañosa cuyo propósito no es otro que hacer más soportable la insoportable rutina en la que muy seguramente acabará convertida nuestra vida. Una propuesta deriva en otra: el documental meta-fílmico se convierte en experimento social, y este en ensayo existencial… y este, en tragicómico estudio del efecto nocivo que tiene la rutina sobre la vida de pareja.

Todo esto a partir de una película que, a diferencia de El resplandor, no juega de manera explícita con el misterio. Sin embargo, la repetición despierta la inventiva, la capacidad de especular, de encontrar nuevas lecturas. La deformación –imprevisible fuerza magnificada por las reflexiones delante de la cámara de relevantes “poshumoristas” como Julián Génisson, Lorena Iglesias o Beatriz Lobo– deviene el paso previo a una creación incluso más rica que el estímulo que la suscitó. Al final, Rodney Ascher tenía razón: el cine vuelve a comportarse como ese ente que nos acompaña… aunque seguramente no de la manera que tenían prevista sus creadores.