Disturbios de Cyril Schäublin se sitúa en una pequeña población del Jura suizo en 1877, con una fábrica de relojes en torno a la que gira toda la narración. El conflicto arranca con la llegada de un cartógrafo ruso que viene a diseñar un nuevo mapa de la región. De ideología anarquista, este documento vendría a desdibujar las fronteras del estado, con la convicción de que esa carta se acercará más a la tradición del pueblo que representa. Es la primera de las diferencias que se apuntan entre un grupo de trabajadores y las autoridades políticas y la burguesía empresarial, que parecen vivir en mundos paralelos. Pero esto se evidencia más con la convivencia de cuatro horarios diferentes que rigen la vida de la comunidad, separados por un margen de escasos minutos. La iglesia toca las campanas a una hora, pero en la oficina de correos los telegramas dictan otros tiempos. La fábrica impone las jornadas de trabajo según sus propios criterios, mientras que el ayuntamiento realiza anuncios siguiendo otro. Estamos tan acostumbrados a medir el tiempo de una forma tan exacta, que nos olvidamos de que no hace tanto que estos precisos dispositivos existen.

Disturbios nos traslada a los inicios de esta industria, en un ambiente en que se hablan distintas lenguas y donde coexisten ideologías conservadoras que imponen el nacionalismo con otras pujantes de ascendencia socialista. Este valle es el melting pot de finales del XIX, una olla en la que se estaba cociendo una nueva identidad europea. Schäublin decide retratar todo esto con impresionantes tableaux vivants y conversaciones entre los diferentes grupúsculos que componen esta comunidad, en las que sí usa un lenguaje más tradicional de plano-contraplano, con una delicada y devota aproximación hacia la recreación de la época. Otros momentos de la película muestran con todo lujo de detalles, en tomas muy próximas a los objetos, la construcción de estos relojes. El título original de la cinta, “unrueh”, hace referencia a un término muy técnico de difícil traducción. Se trata de una pieza del reloj que permite que este nunca se pare, dando la hora exacta. La protagonista, Josephine, se dedica a instalarlos en la fábrica.

Disturbios recuerda a veces, en sus partes más literarias, al cine de Jean-Marie Straub y Danièle Huillet, o a las películas de época de Raúl Ruiz. En sus composiciones más pictóricas, podríamos encontrar algo de Roy Andersson. Sin embargo, es una figura literaria, coetánea de la que época que se retrata, la que viene más a la mente: Émile Zola. Como el escritor francés, Schäublin logra componer un relato poliédrico de ese momento, en un film muy coral en el que quedan recogidos con naturalismo todos los estamentos de la sociedad. Sin basarse en un libro concreto del escritor, podríamos decir que Disturbios es la mejor de sus adaptaciones a la gran pantalla.