Jaime Lapaz (Festival Americana, Barcelona)

Hatzín, un niño a punto de entrar en la adolescencia, patalea violentamente la pared del baño de un autobús. La cadencia del golpeteo es mecánica, como si se tratara del bombo de una batería agujereando el zumbido monótono del motor del automóvil. El semblante del joven es tenso y aparece sumido en la enajenación cuando le “despiertan” los fuertes golpes en la puerta de un pasajero que necesita utilizar el baño. La primera escena de La caja, largometraje de Lorenzo Vigas seleccionado en la sección TOPS del Festival Americana, no podría ser más reveladora: lo íntimo entra en conflicto con lo público, generando un estado de confusión que desfigura todo horizonte posible de una verdadera libertad personal. Hatzín (interpretado por Hatzin Navarrete) viaja en ese autobús hacia un páramo en el que se encuentra la fosa común donde han sido encontrados los restos de su padre. Las circunstancias no son baladíes: Vigas filma una fila de personas que comparten con Hatzin una condición trágica cuyo drama se ve acrecentado por una burocracia impersonal. El chico es un huérfano más en la fúnebre realidad mexicana. Recibe una caja con un número de serie a la que se aferra durante el camino de vuelta, y una identificación que observa atentamente. De repente, al mirar por la ventana, reconoce a su padre y detiene el autobús, pero el hombre no lo reconoce como su hijo. A partir de este momento, Hatzin se agarrará al espejismo. Como hacía el James Stewart de Vértigo (De entre los muertos), perseguirá terca y obsesivamente a ese “fantasma” que dice no ser su padre, pero que podría serlo.

Vigas, quien ganó el León de Oro de Venecia con Desde allá, sitúa este drama familiar en la inmensidad del desierto, donde el hombre, igual que la naturaleza, parece indomable. La corrupción moral devora a los personajes poco a poco, igual que hacen las moscas con los restos de un cadáver. El cine del mexicano Carlos Reygadas viene a la mente, pero Vigas matiza: si para Reygadas las estructuras (o desestructuras) familiares son incapaces de coartar la libertad destructiva del hombre, para Vigas es la ausencia de estas estructuras lo que provoca la perversión y el envilecimiento. La corrupción es endémica, no heredada. De nuevo, lo íntimo entra en conflicto con lo público: la problemática de la orfandad en México y la imposibilidad del duelo provocan que, como le ocurre a Hatzin, la realidad nunca termine de ser aceptada. La inquebrantable coraza sentimental hace de la mentira un arma más útil que la verdad, y, por ende, la impunidad deviene una realidad cíclica. En La caja, el “quien a hierro mata, a hierro muere” no tiene cabida, y en el desierto de la frontera mexicana la culpa siempre es de los otros (los chinos, los narcos). La única forma de disidencia es la huida o la muerte.

Para acompañar este resonante discurso político, la puesta en escena que propone Vigas reniega de la pomposidad y el manierismo en favor de una sobriedad sin accesorios. El venezolano pule su estilo en un ejercicio de sensibilidad capaz de apartar la mirada cuando la vista es demasiado sórdida. La crudeza del relato se ve potenciada por una elegante parquedad y Vigas, como ocurría en la fascinante Mano de obra, elabora con sencillez el retrato de un mundo arrasado por la posverdad, vaciado de justicia y amparado por el Estado. Si, en la certera película de David Zonana, eran los “paracaidistas” quienes ocupaban propiedades impunemente, en La caja son las mafias de las maquilas las que explotan a sus trabajadores sin tener consecuencias. Dicho esto, solo cabe lamentar el flagrante desequilibrio entre el interés que muestra Vigas por la dimensión personal, simbólica y política de la experiencia de sus personajes masculinos y la poca atención que dedica el cineasta a unos personajes femeninos que son desterrados de la representación con la misma contundencia con la que se expresa el sistema que la película pone contra la espada y la pared.