Manu Yáñez

Pionero y resistente del efímero movimiento underground que propuso una alternativa radical al Nuevo Cine Español (antifranquista) de los años 60, Ado Arrieta (antes Adolpho Arrietta) ocupa, como mucho, una nota al margen de la historia oficial del cine nacional. Como escribió Enrique Vila-Matas en un texto introductorio a la obra de Arrieta publicado por la editorial Intermedio, “él podría ser nuestro cineasta underground de no ser porque vive en París, no ama las etiquetas, está y no está exiliado, es nostálgico y sabe que, después de todo, nadie aquí sabe qué es el underground”. En realidad, no hace falta ver más de un par de películas de Arrieta para entender en qué consiste la verdadera ortodoxia: narraciones en fuga, escritura conceptual, giros surrealistas, viajes oníricos, espíritu contracultural, ángeles por todas partes… Su nueva película, Bella durmiente, adapta el popular cuento de hadas y, en palabras de Violeta Kovacsics, trata sobre “la magia en estos tiempos tan distintos que son el principio del siglo XX y el del XXI”. Aprovechando el estreno de este nuevo ejercicio de libertad cinematográfica, tuvimos el privilegio de conversar con Arrieta sobre su fascinación por los cuentos de hadas y los ángeles, el cine digital, la música, la realidad contemporánea…

Me gustaría preguntarle por su relación con los conceptos de ficción y realidad. He leído que, cuando su película Las intrigas de Sylvia Couski (1974) fue elogiada por ser un vívido retrato del París post-mayo del 68, usted reclamó que, en realidad, todo era ficción, todo simulacro. En Bella durmiente, parece usted situarse, ya de un modo casi definitivo, del lado de la fantasía.

La relación entre la realidad y la ficción viene muy marcada por los medio con los que cuentas al hacer una película. En Las intrigas de Sylvia Couski, trabajamos con una cámara muy pequeña, en 16mm, sin un plan de trabajo, sin nada. La única guía fueron nuestros impulsos. Luego, fue una ficción porque me inventé a los personajes, que es lo que me gusta hacer. Prefiero inventar que capturar una realidad, aunque siempre hay algo real que late en el trasfondo. En el momento en que rodé Las intrigas…, París era una fiesta. Todo el mundo se disfrazaba y sólo con filmar ya estaba componiendo una fantasía. Luego, una película como Flammes (1978) se construyó con un guión muy preciso, decantando la película hacia la invención, la fantasía, como con Bella durmiente.

¿De dónde surge su fascinación por los cuentos de hadas?

Esto viene de mi infancia, de una fascinación inicial por los cuentos… y también el cine. La primera película que recuerdo es El mago de Oz, que la vi unas cien veces, iba todos los días a verla. Las cosas que te marcan durante la infancia quedan en un lugar muy profundo.

Me parece interesante que se refiera al cine. En Bella durmiente, el hecho de que la corte se quede dormida en 1900 y despierte en el año 2000 podría verse como una referencia a un siglo XX que fue el siglo del cine, el siglo de los sueños cinematográficos.

La verdad es que eso no lo tenía en mente. Me divertía la idea de que se durmieran en el siglo XIX y despertaran en el XXI, con todos los cambios tecnológicos que hemos vivido a lo largo del XX. Y lo mejor es que, en realidad, no se sorprenden demasiado porque están acostumbrados a la magia de las hadas. De hecho, la hada les dice: “pronto os acostumbraréis a los avances tecnológicos porque estáis familiarizados con nuestra magia”. Lo único que les sorprende es el ruido de un avión. Los teléfonos móviles tampoco les parecen algo muy increíble… ¡ellos se comunican por telepatía! (risas).

La cuestión tecnológica tiene un peso importante en la forma de la propia película, que está rodada en digital. ¿Cuál es su relación con esta tecnología?

Bella durmiente ha supuesto algo nuevo para mí porque nunca antes había trabajado con efectos especiales. Hoy en día, con un ordenador se puede hacerlo todo. La fotografía, la luminosidad, los colores de la película… son fruto del etalonaje, del trabajo de posproducción, más que del rodaje. Tenía la sensación de estar pintando un cuadro cuando veía las imágenes de la película en el ordenador donde montábamos.

En todo caso, los efectos más maravillosos de la película son aquellos no digitales, como cuando vemos una imagen detenida que representa a un animal dormido.

Sí, estoy de acuerdo. También están los momentos en que recreamos a la corte petrificada con actores quietos. Eso es algo auténtico, no un efecto. Pero a veces sí que son necesarios los efectos, como las chispitas que surgen de las varitas de las hadas cuando las dirigen al bebé, o cuando vemos a la mariposa volando. Eso es muy bello y mágico.

Todo ese trabajo con el digital, ¿le crea una sensación de libertad o le despierta una cierta nostalgia del cine analógico?

¡Nada de nostalgia! Al contrario, me parece un gran avance. Me siento más cómodo y liberado trabajando en digital. De la otra manera era complicadísimo cambiar cosas: tenías que hacer nuevas copias, trabajo de laboratorio… Y eso subía muchísimo el presupuesto. Todo era carísimo. Ahora puedes hacer una película por nada. Yo me arruiné produciendo Merlín (1990) y abandoné el cine por un tiempo, y he podido reencontrarme con él gracias al digital. Al principio, sentía algo de desconfianza por esta nueva tecnología, pero luego me di cuenta que sigue siendo cine. En cierto modo, el digital ha democratizado el ejercicio del cine: hoy todo el mundo puede hacer una película, igual que todo el mundo puede escribir, aunque eso no significa que todo el mundo escriba bien.

¿Y qué piensa de las nuevas formas de distribución y exhibición cinematográficas asociadas al digital?

Soy un buen espectador, me encanta el cine. Y la verdad es que disfruto viendo una película en la pantalla del ordenador, tirado en la cama. Existe la idea de que el cine debe verse en una sala grande, en la oscuridad, con gente alrededor… una idea un poco mística. Creo que existen otras opciones que también son interesantes.

Me gustaría preguntarle por su fascinación por los ángeles, que aparecen en casi todas sus películas. En Bella durmiente, el personaje de Mathieu Amalric es una especie de ángel.

Sí, es un ángel camuflado. Después, hay un momento en el que la hada se encuentra un ala de ángel. Eso es un pequeño homenaje a mis primeras películas, donde los ángeles tenían alas de papel y llevaban una sábana como túnica. La primera vez que decidí filmar un ángel fue cuando estábamos haciendo El crimen de la pirindola (1965). Javier Grandes jugaba con la pirindola y detrás había una pared blanca. En ese momento sentí que ahí debía aparecer un ángel. Pillé a una amiga mía y la disfracé. Así es como los ángeles, que me interesan como personajes fantásticos, mitológicos y no religiosos, empezaron a aparecer en mis películas, sobre todo las que rodé en blanco y negro. Los ángeles me parecen criaturas del blanco y negro. En color aparecen las hadas (risas).

También quería preguntarle por la importancia de la música en sus películas. En Bella durmiente, vemos a un príncipe aficionado a tocar la batería y a una princesa del siglo XIX que goza descubriendo y bailando un swing.

Soy melómano y continuamente estoy musicalizando la realidad. No toco ningún instrumento, sólo un poco el piano y lo hago muy mal. Mi madre tocaba muy bien el piano. Tenía un piano precioso, pero nunca me enseñó a tocar. Y bailar me encanta, pero desde que no se puede fumar en las discotecas, ya no voy demasiado.

Volviendo al principio de nuestra conversación, y en relación al vínculo que establecen sus películas con la realidad, diría que Bella durmiente, pese a su interés por la fantasía, conserva una dimensión casi política, por ejemplo en la presentación de un monarca actual incapaz de creer en la fantasía, y empeñado en construir un casino sobre las ruinas de un viejo palacio.

No era mi intención manifestarme contra lo contemporáneo, pero sí tengo la impresión de que el mundo actual es un poco soso, aburrido. Aunque yo me adapto muy bien a todas las épocas y me lo paso muy bien hoy en día.