Hace unos años, el cineasta y actor Serge Bozon escribía en Libération que los cineastas que recogieron el testigo de Jacques Demy fueron Paul Vecchiali y Adolpho Arrieta. Bozon reflexionaba sobre la obra de Arrieta, y decía: “en el centro de un cuento, hay siempre una metamorfosis. ¿Una metamorfosis en qué? No es en príncipe, ni en princesa, sino en ángel”. Estas frases funcionan como una suerte de resumen de lo que es Bella durmiente, la película que Arrieta presentó el pasado mes de noviembre en el Festival de Sevilla, en la sección Las Nuevas Olas, un nombre curioso, el de esta sección, para un director cuya obra se gestó a los márgenes de la hegemónica Nouvelle Vague. La película de Arrieta, además, no es tan “nueva”: en 1978, con Flammes, quizá su mejor película, Arrietta ya pervertía los cuentos de hadas.

En Bella durmiente, Arrietta propone un curioso juego, fabula con la traslación del cuento de la Bella Durmiente a nuestro siglo. Así, plantea el salto entre dos épocas, entre 1900, cuando la princesa, y con ella todo el reino de Kentz, cae dormida tras un hechizo; y el 2000, cuando un joven príncipe al que sólo le interesa tocar la batería, hijo de un rey interpretado precisamente por Serge Bozon, se empeña en besar a la joven y terminar así con el encantamiento. Bella durmiente es, de nuevo, una película de ángeles, y no de príncipes (aquí, un joven de pelo y maneras impolutas, una versión afrancesada de Robert Pattinson, un héroe con más recorrido del que puede asumir el actor que lo interpreta). Los ángeles son Mathieu Amalric, que cuida del príncipe y que narra la leyenda; y una hada, convertida, en los albores del siglo XXI, en representante de la Unesco.

Arrieta es un cineasta proclive a derivas de comicidad. Quizá por eso, tras la extrañeza inicial, tras el desorden, la ironía se vuelve excéntrica, y la película va cobrando su sentido. Cuando el rey le pide a la delegada de la Unesco que restaure unas ruinas para convertirlas en un casino, Arrieta los filma en un plano frontal; con una simplicidad que realza el gesto irónico. Cuando, al final de la película, se rompe el hechizo, y el príncipe no puede más que hacer fotos con su iPhone, se resuelve también el misterio de la película. Hay algo en este gesto que recuerda al del final de Salt and Fire, de Werner Herzog, cuando, aun en el desierto, los personajes juegan con una tablet para hacerse fotografías. El filme de Herzog trata precisamente sobre la mirada, las perspectivas, los puntos de vistas. Bella durmiente trata de la magia en estos tiempos tan distintos que son el principio del siglo XX y el del XXI. “Estáis acostumbrados a la magia”, dice el hada a aquellos que despiertan de la inesperada siesta un siglo más tarde, “os acostumbraréis enseguida a la tecnología”. Arrieta filma la corte adormilada con actores que permanecen quietos; en cambio, en algunos momentos, vuelan brillantes mariposas digitales. He aquí los trucajes, la magia del cine, en sus dos facetas, propias de tiempos, de siglos, distintos.