Sucede, muy de vez en cuando, que una voz que no tenías en el radar aparece de repente y te golpea con un discurso, con una conjunción de estímulos en los que tú (y poco importa si alguien más), sin entender muy bien lo que acaba de suceder, atisbas algo importante. Una señal, tal vez, de que las reglas del juego van a cambiar, si es que no lo han hecho ya. Cuando menos lo esperas, aparece una película que te obliga a revisar el manual con el que descifrar el eterno misterio de las imágenes y los sonidos.

Antes me orientaba con un mapa; ahora uso una app. Los tiempos cambian, en efecto, porque hay personas que nos empujan hacia el futuro, hacia ese momento maravilloso y vertiginoso a partes iguales en el que lo desconocido pasa a ser conocido, que no necesariamente comprendido. En este sentido, recordaré siempre mi primera toma de contacto con la obra de Eduardo “Teddy” Williams, a razón de la presentación en el Festival de Locarno de El auge del humano, su primer largometraje: una experiencia, más que una película, que en varios tramos sólo supe recibir con carcajadas. Ante la falta de respuestas, a algunos nos sale reír. Aquello, ahora lo sé, fueron actos reflejos alimentados por la incredulidad ante lo que acontecía en la pantalla.

El año era 2016, pero aquel artista parecía hablarnos por lo menos desde 2027. Allí, precisamente, se ubica la historia de otro primer largometraje a priori destinado a arrastrarnos a ese lugar, esa dimensión que a lo mejor es un callejón sin salida, o a lo mejor será nuestro nuevo hábitat, pero que en cualquier caso, nunca antes habíamos soñado pisar. ¿Es justo esperar de una ópera prima como Historia de pastores este efecto milagroso? Por supuesto que no, pero al mismo tiempo es racional guardar algo de fe en dicha posibilidad, teniendo en cuenta el deslumbrante antecedente del que venimos: Los páramos, aquel mediometraje de bellísima factura cuya ubicación nos hablaba de La Puebla de Don Fadrique, en la provincia de Granada, pero cuyas coordenadas, incomprensibles, nos llevaban a un mágico “otro lugar”.

En Los páramos, durante buena parte de un metraje que sobrepasaba la media hora de duración, la cámara de Jaime Puertas Castillo levitaba por sierras y contemplaba, estática, unos pueblos vaciados, para luego acabar haciéndonos aterrizar del “otro lado”. Una vez habíamos llegado, nos dábamos cuenta de que el cineasta, en realidad, estaba allí desde el principio, esperando a que llegara alguien. Pues bien, si reducimos la experiencia de Los páramos a esta magnífica revelación, entonces puede decirse que Historia de pastores es la confirmación de que aquella primera vez no fue un espejismo, que Puertas Castillo es, en efecto, un autor destinado a destacar en el rebaño, a alterarlo y a alterarnos con una luz cuyo brillo cegador nos haga recobrar el sentido en otro espacio, en otro tiempo.

Él ya estaba allí; nosotros aún no, pero de alguna manera sí. De hecho, hay una constante en Historia de pastores que dota a su universo de una coherencia mucho más sólida de la que puedan dar las raíces clavadas en un territorio. Se trata de la búsqueda del cortijo de Viana, un lugar schrödingeriano, que aparece y desaparece, que existe y no existe al mismo tiempo. Un “otro lugar” que Puertas Castillo interpreta como el indicio velado de las pulsiones ocultas de la realidad. No andamos muy lejos del rastro nebuloso dejado por Jane Schoenbrun, otre elegide en potencia, en We’re All Going to the World’s Fair.

Del granulado del celuloide a la renderización rota en 3D, de la certeza de lo palpable a la poesía del glitch, de las texturas del documental pasamos a la fantasía más delirante con la misma naturalidad con la que la luz del Sol se apaga en el ocaso. Del mismo modo, mientras alguien discute sobre la posibilidad del hallazgo de un meteorito, otra persona se calienta un tupper de macarrones en el microondas de la oficina. Poco después, unas llantas tuneadas y el no-ruido de un motor eléctrico hablan del mismo vehículo, cuyo asiento de conductor está recubierto con ese tejido de bolitas de madera que nos lleva a épocas pretéritas. Conduce, ya que estamos, una mujer que, en vez de estar disfrutando de su jubilación, está metida en la rueda de las prácticas universitarias, para terminar su trabajo de final de carrera. En el plano musical, para no desentonar, Historia de pastores combina las composiciones pastorales de Lu Wang con las Palabras de papel de Camela.

Lo extraordinario solapado con lo cotidiano, cuerpos envejecidos enfrascados en empresas de la juventud, notas atemporales y estribillos que rápidamente nos sitúan en un año concreto. Puertas Castillo dice estar en 2027, pero sus palabras parecen retumbar en un futuro mucho más lejano. Las cañadas que recorre Historia de pastores están marcadas por un itinerario muy orgánico de migas de pan: una historia que nos lleva a otra, una historia que está dentro de otra… un mundo que está detrás de aquel en el que vivimos. La extrañeza activa un instinto igualmente extraño, y se convierte en un relámpago de lucidez: todo eran pistas, o quizá evidencias de que el cortijo de Viana, ese mito, esa backroom cañí (¿qué opinará Kane Parsons, ese otro posible mesías que está a punto de llegar?), sí existe… en algún lugar, en algún tiempo.

Y así, sin saberlo (“A ver si te crees tú que vamos a saber todo lo que pasa”, dice una mujer), nos dirigimos hacia ese tramo final que todo lo rompe y todo lo explica, y del que no se puede hablar. No por miedo a entrar en el terreno del spoiler, sino por una fuerza mucho más cercana a una barrera infranqueable: la incapacidad real (física, mental) de poner en palabras aquello que sólo puede pertenecer a las imágenes. Estampas que parecían pensadas y diseñadas para otras disciplinas, pero que el cine, rejuvenecido por estas voces que aparecen de repente (imposible no pensar en la estimulante obra de Nikita Diakur), reclama para sí mismo. Alguien le ha recordado a la imagen fílmica que aún le quedan territorios por explorar, conquistas en las que fracasar, misterios en los que perderse.